José Daniel Montenegro: La fatal arrogancia socialista

Friedrich August Von Hayek, uno de los más célebres exponentes de la Escuela Austriaca de la Economía y discípulo de Ludwig Von Mises, publicó en 1.988  “La Fatal Arrogancia”, libro en el que se incursiona en el terreno de la sociología intentando proponer una explicación del desarrollo de la sociedad, el derecho y la economía.

Hayek argumenta cómo los intentos constructivistas por promover valores, ideales y precios (desde “arriba”) no toman en cuentan los procesos históricos de desarrollo, como el conocimiento disperso y el orden espontáneo, en lo que define como “una fatal arrogancia” de la planificación central, donde los planificadores creen arrogantemente que la información que poseen es toda la información existente, con resultados fatales para las sociedades.





Ya desde los tiempos de los sabios de Grecia, con la notable excepción de Pericles, Platón y Aristóteles, se inclinaron por la formulación estatista frente a las competencias del individuo. Sentaron las bases filosóficas de un pensamiento que persiste hasta hoy, de manera muy arraigada y sobre todo, en las sociedades con  notables niveles de atraso, esto es, que se sitúa el lugar del bien y las acciones virtuosas en el Estado, con estricta subordinación de los individuos a las instancias estatales. Los “clásicos” se deslizaron ilegítima y erróneamente hacía la identificación de la sociedad con el Estado y, por consiguiente, consideraron al Estado como el órgano principal de las acciones virtuosas.

Observemos con detenimiento las siguientes palabras de Platón de Atenas:

“De todos los principios, el más importante es que nadie, ya sea hombre o mujer, debe carecer de un jefe. Tampoco ha de acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la guerra como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguiéndolo fielmente, y aun en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su mando. Así, por ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse, o comer… sólo si se le ha ordenado hacerlo. En una palabra: deberá enseñarle a su alma, por medio del hábito largamente practicado, a no soñar nunca actuar con independencia, ya tornarse totalmente incapaz de ello.”

La idea principal del párrafo anterior, adaptada a los “tiempos modernos” que vivimos, permanece subyacente  como un dogma, en el criterio “objetivo” de no pocos gobernantes y, peor aún, de la mayoría de los gobernados en las sociedades que aun no logran superar el atraso y el subdesarrollo y que, continúan buscando las causas del desastre en los individuos que forman gobierno sin atreverse a confrontar con un mínimo de escepticismo, la relación existente entre la centralización del poder y las distorsiones sociales.

Karl Marx creyó haber descubierto en la propiedad privada el origen de todos los males, luego John Hobson “colaboró” con la tesis del Imperialismo, es decir, que los países ricos debían su progreso al saqueo de los hoy países empobrecidos, idea popularizada por Lenin. La mezcla de estas dos falacias, que son a resumidas cuentas, la columna vertebral de los argumentos “científicos” de los marxistas leninista, ha significado un coctel en extremo nocivo y hasta ahora, un obstáculo infranqueable para el desarrollo allí donde este último es un fantasma.

En Venezuela, no pocos de nuestros intelectuales, cuya buena intención no los exime de la arrogancia, desconocen la capacidad innata del hombre para concebir constantemente nuevos fines, dedicando su esfuerzo, ingenio e imaginación a descubrir y elaborar los medios necesarios para alcanzarlos, lo que constituye una fuerza poderosísima de creación y transmisión de información, que se encuentra en constante expansión y que hace posible el mantenimiento y el desarrollo de la civilización hacia niveles de complejidad cada vez mayores.

Además, como suele argumentar el reputado sociólogo venezolano José de Jesús “Chelin” Guevara, ante quienes tenemos el privilegio de conocerle, este proceso social de interacciones humanas es, por su propia naturaleza, coordinativo, en el sentido de que constantemente tiende a ajustar los efectos contradictorios o descoordinados que surgen en el mismo. De manera tal que, todo desajuste o descontrol genera, ipso facto, una oportunidad de ganancia o un peligro de pérdida (según como quiera verse) que actúa como incentivo para ser descubierta, y por tanto aprovechada o eliminada, por parte de los distintos actores, que de esta manera aprenden inconscientemente (es decir, de forma espontánea y no deliberada) a disciplinar su comportamiento en función del comportamiento de los demás.

Ahora bien, que se pueda descubrir y transmitir el enorme volumen de información o conocimientos prácticos que el desarrollo y mantenimiento de la actual civilización necesita, exige que el hombre pueda libremente concebir nuevos fines y descubrir los medios necesarios para lograrlos sin ningún tipo de trabas, y especialmente sin verse coaccionado o violentado de forma sistemática o institucional.

Se hace por tanto evidente en qué sentido el socialismo, con independencia de su tipo o grado, es un error intelectual que ocasiona distorsiones proporcionales a su nivel de intervencionismo. Primeramente, porque aquel que pretenda, utilizando la coacción institucional, organizar la sociedad con el fin de mejorarla, carecerá del enorme volumen de información práctica y dispersa que se encuentra distribuida, de manera espontanea  en la mente de los miles de individuos que hayan de sufrir sus órdenes .Por otro lado, la implementación institucional de la coacción y la violencia, que constituyen la esencia del socialismo, serán un obstáculo para que el hombre libremente persiga sus fines, y por tanto no harán posible que éstos actúen como incentivo para descubrir y generar la información práctica que es necesaria para hacer posible el desarrollo y coordinación de la sociedad.

Un caso emblemático es el de Japón. En el año 1.868, asumió el poder la Dinastía Meji (“Meji” significa culto al gobierno o culto a las reglas), pero esta dinastía se propuso más bien hacer culto a la libertad y, con ello, culto al individuo y no al gobierno. Era Japón un país que llevaba más de tres siglos de aislamiento y feudalismo, una sociedad muy conservadora en aspectos que obstaculizaban su avance, hasta que los Meji, comenzaron una serie de reformas que estaban dirigidas a la modernización del país y para ello, entendieron que el poder debían tenerlo los individuos.

Fue así como el gobierno japonés abrió sus costas a comerciantes occidentales, principalmente ingleses, quienes entre otras cosas, introdujeron el Telar Jacquard, un telar mecánico inventado en 1.801 por Josep Marie Jacquard, el cual funcionaba utilizando tarjetas perforadas de forma automatizada. A partir de allí, incluso los usuarios más inexpertos pudieron masificar su producción, adentrarse en complejos diseños , optimizar todo el proceso de fabricación que hasta ahora venía siendo artesanal y rudimentario, con una consecuencia maravillosa: descendieron drásticamente los costos de fabricación y por tanto, sus productos se hicieron accesibles también para aquellos que antes no hubiesen soñado con pagarlos.

Japón comenzó su occidentalización, su modernización desde la etapa feudal hacía el libre comercio sin pasar por la socialdemocracia. Desde el comienzo, los Meji adoptaron el concepto de una economía libre, asimilando las formas británicas y estadounidenses del libre mercado. Había pasado casi un siglo desde que en 1.776, Adam Smith publicara su obra “La Riqueza de las Naciones”. Pero no fue esta una transición donde el gobierno japonés planificó su economía junto a los gobierno de Gran Bretaña y EUA, se trataba más bien de occidentales comunes comerciando libremente con japoneses comunes. Japón fue tomando gradualmente el control de gran parte del mercado asiático en lo referente a la manufactura y mercancías, comenzando por los textiles y con ello, su estructura económica se hizo en extremo comercial, importando materia prima y exportando productos acabados, reflejo de la pobreza relativa de Japón en lo que se refiere a materias primas.

No sucede, que a partir de 1.868 los japoneses “se volvieron más trabajadores y disciplinados”, característica principalmente implícita que el imaginario colectivo atribuye a los éxitos de Japón. Estos atributos ya existían en los japoneses desde que eran una Nación feudal y atrasada, así como también ya existían en los alemanes antes de 1.948, cuando gracias a las reformas económicas de Ludwig Earhard hacia el libre mercado, Alemania se convirtió en apenas 5 años, en una verdadera potencia que , desde entonces, no ha dejado de crecer y modernizarse. Los años 1.868 y 1.948 marcan para los japoneses y alemanes respectivamente, no la reafirmación de valores culturales sino un hecho más profundo, asumieron el libre mercado y entendieron que no puede progresar un país donde los burócratas, desde oficinas en rascacielos, tomen las decisiones que corresponden a los individuos. El lector más curioso podrá indagar en la experiencia igualmente “milagrosa” de Hong Kong y todo el sudeste asiático.

Los argumentos anteriores pueden ser contrastados con el “corpus” doctrinario socialista que es despectivo del crecimiento económico, al cual considera vulgar y además innecesario. Su creencia, ya desde finales del siglo diecinueve, es que existe suficiente riqueza, sólo que mal distribuida. Su mensaje central es, por lo mismo, la necesidad de la redistribución del ingreso, no su crecimiento. Aún en los casos de evidente pobreza generalizada, lo que ocurre es que la riqueza es ocultada por los capitalistas, o (caso de las periferias del capitalismo) es drenada hacia las metrópolis y para ello, se ofrecen a si mismos para “reorganizar a la sociedad” con los resultados que Stalin y toda la URSS, Pol Pot, Mao Tse Tung, Fidel Castro, Allende, Chávez y otros tantos nos han confirmado.

José Daniel Montenegro Vidal. Ingeniero mecánico de profesión. Coordinador para la democracia de la Fundación Educando País. Email: [email protected]