Orlando Avendaño: El mundo nuevamente no está a la altura

Orlando Avendaño: El mundo nuevamente no está a la altura

Han sido pocas las expresiones sensatas luego del 23 de febrero. Aunque muchas líneas se han trazado, la que traspasó Nicolás Maduro ese día debió haber sido la última. Y, ante uno de los momentos más oscuros de la historia contemporánea de Venezuela, la respuesta del mundo ha sido tibia. Demasiado tibia para lo que corresponde.

Solo actores como Alemania, Estados Unidos o el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, han comprendido la verdadera naturaleza del régimen chavista. Han dejado a un lado posturas cándidas, bobas, excesivamente diplomáticas, para una retórica más tajante y cabal.





Alemania ha sido el primer país que propone abiertamente que la única alternativa que queda para solucionar la tragedia venezolana —y latinoamericana— es la intervención. Lo hizo en sesión del Consejo de Seguridad de las Naciones. Estados Unidos, en voz de sus altos funcionarios, ha sido claro en resaltar que todas las opciones para resolver la crisis de Venezuela siguen estudiándose. Y una potencia como Estados Unidos no tiene necesidad de subrayarlo; pero lo hace, como eufemismo de intervención militar.

Por último, Almagro. Gran amigo de la causa de los venezolanos, punta de lanza en la ofensiva diplomática del mundo contra Maduro; ha esgrimido un principio marginado y antipático para muchos: el de la Responsabilidad de Proteger —o R2P—. Que no es sino otro eufemismo de intervención militar, pero con el guiño a esfuerzos humanitarios.

Pero eso ha sido todo. En contraste, ha sido gran parte del mundo y Latinoamérica —concentrada en el Grupo de Lima— la que ha aparecido para empuñar esa peligrosa moral pacifista, casi necia, y, a veces, acomplejada, que ignora que Maduro no saldrá por el aislamiento diplomático o sanciones económicas.

No se esperaba mucho más. Primero, porque es políticamente incorrecto salir a endosar alternativas bélicas y porque siempre se mantiene latente la preocupación, comprensible, de que el argumento sirva como arma de doble filo. Pero de allí a imponer, como camisa de fuerza, cuáles son los límites que deben regir al mundo en cuanto a Venezuela, el tramo es largo. Porque esto último es nocivo. También peligroso. Porque elimina un elemento de presión y, como dijo el profesor de Georgetown, Héctor Schamis, “amplía el espacio de maniobra a Nicolás Maduro, quien no dejará el poder por las buenas”. Además, son declaraciones que surgen justo veinticuatro horas después de un día tan oscuro como el 23 de febrero.

Entonces, tan solo después de que el régimen incendiara la asistencia humanitaria, golpeara diputados y asesinara indígenas, un grupo de supuestos aliados se coordina para tratar de neutralizar la única alternativa que le queda a los venezolanos.

En vez de invertir los esfuerzos en condenar los terribles crímenes del 23 de febrero, de exponerlos, estos actores salen a advertir que, muy malvado Maduro, pero cuidado con forzar su salida. Salen a dar órdenes a las democracias del mundo en vez de ser implacables con la dictadura.

Uno podría decir que aún no comprenden la naturaleza del régimen. O que no dimensionan el daño que la continuidad de la tragedia provoca más allá de las fronteras de Venezuela. Que no toman en cuenta que existen Cuba, Rusia, China, Irán, Hezbollah, el ELN, las FARC, carteles de narcotráfico y Nicaragua. Que decenas de miles podrían morir de hambre o salir por el mundo en los próximos meses. Que se trata de una banda criminal que ha secuestrado a sus ciudadanos. Y que solo una fuerza foránea puede liberarlos. Porque sino, para qué el mundo. Para qué la comunidad internacional.

Los puristas, pacifistas a ultranza, tienen sus argumentos. Por qué arriesgar a otros y por qué no mirar las experiencias anteriores. Pero, cabría preguntarse, en cambio, qué hubiera sido de Panamá —hoy un país próspero— si Estados Unidos no hubiera derrocado al dictador narcotraficante Manuel Noriega. O si no hubiera jugado un papel determinante en la derrota de las Potencias Centrales entre 1917 y 1918. O qué hubiera sido de Europa si Estados Unidos no hubiera invadido la Alemania nazi. O si no colaboraran con las potencias Occidentales en las ofensivas en Medio Oriente contra el grupo terrorista ISIS, hoy disminuido, pero cuya barbarie ha esparcido el terror por el continente. Qué habría pasado en Chile si Estados Unidos no hubiera jugado un papel fundamental en 1988. O en Corea o en Granada. O qué hubiera sido de Cuba si en vez del fracaso, las intervenciones contra el régimen criminal de Fidel Castro hubieran triunfado.

Hoy se acude al principio de Responsabilidad de Proteger. Aprobado en el año 2005 por los miembros de las Naciones Unidas, se vuelve la última herramienta que tienen los venezolanos para liberarse de quienes los secuestran. Nació después de los fiascos del genocidio de Ruanda y las masacres en los Balcanes en los años noventa. En esos momentos, cuando una población era asesinada en masa, el mundo no estuvo a la altura.

Y, cito a la brillante periodista española Cayetana Álvarez de Toledo, “se dirá: Venezuela no es Ruanda. Pero yo puedo añadir y añado: si el R2P se hubiera aplicado, tampoco Ruanda sería Ruanda”.

El mundo, con Venezuela, tiene la oportunidad de reivindicarse tras el bochorno de los noventa. Pero los últimos ademanes insinúan que, nuevamente, no está a la altura. Y entonces se prepara para nuevamente decirle a una población disminuida, golpeada y en cautiverio: “Vimos lo que les ocurrían. Lo supimos. Pero decidimos no actuar”.

Y entonces habrá quedado muy mal. Serán compinches de otra Ruanda o de otra Bosnia. Porque a ellos, los refinados diplomáticos, les encantan las tragedias para leer sus bonitos comunicados. Y otros, con un trastorno casi mórbido, solo sirven para contar cadáveres. A estos les encantan las cifras.

Por Orlando Avendaño