Análisis: El gran apagón concentra en tres días amargos los males de dos décadas de régimen chavista

Un grupo de pasajeros en el aeropuerto de Maiquetía rellenan hojas de reclamación. HÉCTOR GUERRERO

 

Regreso a Caracas, es el título de un análisis de Javier Moreno, donde narra su llegada a Venezuela, una hora y veinte minutos después del mega apagón que dejó a oscuras a todo el país.

Por JAVIER MORENO/ El País
Caracas 14 MAR 2019





 

Aterricé en Caracas el jueves pasado a las seis y diez de la tarde, con la intención de entrevistar a  Nicolás Maduro al día siguiente en el palacio de Miraflores. Exactamente una hora y veinte minutos antes, a las 16.50, Venezuela había sufrido el mayor apagón de su historia. El corte eléctrico, que se había de prolongar aún durante varios días, dejó más del 70% del territorio completamente a oscuras. Un manto de oscuridad que era, a la vez, literal y metafórico.

La primera información la dio el comandante de la aeronave: el aeropuerto de Maiquetía se había quedado sin luz y el desembarque se retrasaba. Iniciado el proceso, todo hubo de llevarse a cabo en completa oscuridad, incluidos los controles de migración. Los policías anotaron los datos de los pasajeros en hojas de papel con la ayuda de las linternas de los celulares de estos últimos, y nos dejaron pasar. Cumplidos los trámites, ingresé en Venezuela por primera vez en dos décadas. Lo hice con ilusión, entreverada con el temor a constatar la destrucción de un país a manos de la corrupción, las peores políticas públicas y la ineptitud en demasía, una catástrofe que aún busca su igual en los anales del desgobierno mundial.

Veinte años antes, en 1999, había yo llegado a Caracas como joven reportero a cubrir las elecciones a una asamblea constituyente que el entonces presidente Hugo Chávez, recién elegido, había convocado y que había de ganar con unos contundentes resultados que dejarían atónitos a los observadores internacionales. Aquel triunfo rotundo, inapelable, le permitiría al exgolpista remodelar a gusto el país y sus instituciones. Hizo asimismo presagiar lo peor para Venezuela y sus gentes, pese a las masivas manifestaciones de entusiasmo popular que se sucedieron tanto en Caracas como en el resto del país durante aquellos días de julio y agosto.

Los exaltados discursos de Chávez, la apelación constante a la demolición de lo que denominaba una falsa democracia para ser sustituida por una auténtica, al servicio del pueblo, cuyo único intérprete era él mismo dejaban, a mi entender, poco lugar para las dudas. De vuelta en Europa, sin embargo, hube de sufrir reproches por varias de las crónicas que escribí, regaños cuyo argumento principal se reducía a mi aparente incapacidad de entender que “Chávez constituía la principal esperanza de la izquierda en América Latina”.

En una de aquellas crónicas, tras explicar que una urna funeraria (auténtica) pasó por encima de la muchedumbre para simbolizar el entierro de los partidos tradicionales, escribí: “Y [Chávez] prometió a la multitud: ‘De aquí en adelante no perderemos ninguna batalla más. En los próximos 45 años las ganaremos todas’. Luego se comparó con Cristo, pues, como él, tomó el látigo para expulsar a correazos del templo de la democracia a los políticos corruptos, asaltadores del presupuesto nacional durante 40 años”.

El régimen expulsado a latigazos por Chávez era efectivamente corrupto y asaltador de los dineros patrios. Pero Caracas despuntaba entonces como una ciudad vibrante y bulliciosa. Hasta pocos años antes (1988), Venezuela era el país más rico de América Latina (sin contar Bahamas) y esa abundancia se dejaba ver en las calles y en las gentes. Por supuesto que existía desigualdad, uno de los principales azotes del continente, pero nada hacía presagiar, excepto los sermones de Chávez, lo que pronto iba a revelarse como una pesadilla. El comandante pudo mantener unos años el espejismo gracias a unos ingresos petroleros desorbitados, una borrachera de crudo y dólares malgastada y robada en proporciones difíciles de establecer con precisión.

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