“Preavisos mortales” por Antonio Sánchez García @sangarcc

“Preavisos mortales” por Antonio Sánchez García @sangarcc

Recuerdo la fecha de la primera asonada golpista contra el gobierno del socialista chileno Salvador Allende, dirigida por el teniente coronel Roberto Federico Souper Onfray, conocida como “el tanquetazo”, por haberla protagonizado al frente de un destacamento de tanques contra el Palacio de La Moneda, que sucediera el día de mi cumpleaños: un 29 de junio del año 1973. El teniente coronel Roberto Souper contaba entonces con 47 años, procedía, como suele ser tradición de los ejércitos chilenos, de una aristocrática y muy acomodada familia de altos oficiales, era nieto del coronel Roberto Souper Howard que participara en la única guerra librada por los ejércitos chilenos en el siglo XIX, la conocida como Guerra del Pacífico entre Chile y la confederación perú-boliviana, de 1879, y pasaría a la historia principalmente por el hecho de haberse visto frustrada y vencida, aunque contaba con la aprobación del 60% de los chilenos y la totalidad de sus fuerzas armadas, por la acción militar y política en contrario del general en jefe de las fuerzas armadas chilenas, Augusto Pinochet Ugarte, quien, en la asonada, se pusiera de parte del gobierno constitucional de Salvador Allende y la Unidad Popular.

Fue, para mí como para todos los chilenos, un suceso extraordinario y memorable. La antesala a la gran tragedia. Esa misma noche, ubicado en medio de una enfervorecida multitud de cientos de miles de sus más fanáticos seguidores en la Plaza Bulnes, frente al palacio de La Moneda, seguimos el discurso de quien sorteara el golpe de Estado gracias al general Augusto Pinochet Ugarte, súbitamente convertido en el héroe de la jornada. Él y su jefe supremo, Carlos Prats González, se convirtieron en las columnas vertebrales de la estabilidad del gobierno socialista de la Unidad Popular. Ya profundamente quebrantado por la brutal crisis económica, social y política que lo había condenado a muerte y mantenido con vida gracias a la subordinación de Allende y su coalición de gobierno al respaldo de las Fuerzas Armadas. Allende, desde esa misma noche, se convertiría en un prisionero de sus fuerzas armadas, sus días estaban contados y nadie, mucho menos él y los suyos, sospechaban que el verdugo se sentaba a su mesa y disfrutaba del afecto, incluso del cariño y la plena confianza de la familia presidencial. Su nombre: Augusto Pinochet Ugarte. Discreto y apolítico al cien por ciento, el porteño de 58 años que había recorrido todos los escalafones de sus fuerzas convirtiéndose en la primera antigüedad de unos ejércitos profundamente institucionales y profesionales, constituía un enigma político, si bien la izquierda lo consideraba suyo y de su plena confianza, mientras la derecha lo miraba con profunda desconfianza por su aparente lealtad al presidente de la república.

Pero en rigor ninguno de quienes seguíamos alineados con el gobierno, así fuera desde la insalvable distancia de las filas críticas de la izquierda revolucionaria, filocastrista, creíamos en la sobrevivencia del régimen. Sabíamos que el gobierno estaba al borde del abismo, que nadie daba un centavo por su sobre vida, que la revolución nunca había despegado de sus aledaños constitucionalistas y que hundido y afectado por su brutal incompetencia y la absurda utopía que lo mantenía con vida, ya estaba en fase terminal. El tanquetazo del 29 de junio de 1973 no había sido más que un preaviso. La derecha política, empresarial y comunicacional se había alineado por lo menos desde las elecciones parlamentarias de marzo de ese mismo año con las fuerzas armadas, había comprendido que no había salida pacífica y constitucional al régimen socialista de Salvador Allende y que todas las fuerzas opositoras, ya mayoritarias, debían subordinarse a las fuerzas armadas. Como hubiera podido apostillarlo Carlos Marx, “el arma de la crítica había dado paso a la crítica de las armas”. Se subordinaron.





Comenzó entonces, en esos setenta y cuatro días de agonía restantes para el nefando 11 de septiembre de 1973, la fecha de la tragedia, la culminación del conflicto y la quirúgica operación armada de amplísimas y profundas consecuencias, que puso fin al gobierno, descabezó su jefatura y la de todas las organizaciones políticas y sociales del socialismo chileno, empujó al suicidio del máximo líder e inició una guerra abierta o soterrada, limpia o sucia, para erradicar las raíces del castrocomunismo, aprovechando la circunstancia para dar inicio a un profundo proceso de reconstrucción del Estado, la sociedad, la economía y la política chilenas.

No quiero con todo esto comparar la guaidosada del 30 de abril con el tanquetazo del teniente coronel Soupper. Dos rocambolescos episodios cuya trascendencia quedaría pendiente de los días y hechos subsiguientes. Ni el proceso chileno con el venezolano. Toda historia es inédita, y trapisondas y pucherazos, ambiciones y precipitaciones como los que nos son habituales en Venezuela, no suelen ser comunes en esta ni en ninguna otra región del orbe. Es primera vez en la centenaria historia de América Latina que unas fuerzas armadas se convierten en meznadas de narcotraficantes y ladrones, y los políticos en sátrapas gobernados a distancia por una tiranía descalabrada, miserable y pervertida de mucho menor entidad que el país asatrapado.

Pero quisiera dejar en claro que, de la misma manera que el tanquetazo chileno antecedió la solución final y definitiva de la crisis, así la guaidosada del 30/A se adelanta a los hechos y precipita la caída del telón que dará fin a la tiranía castromadurista. Sea por una vasta y arrolladora insurrección popular, sea por una intervención final y definitiva de los sectores más lúcidos y conscientes de las fuerzas armadas, sea por la directa intervención militar del gobierno de los Estados Unidos o una combinación inédita de todos dichos factores, lo cierto es que el gobierno Maduro está muerto. Sólo falta olearlo y sacramentarlo. Las honras funerarias ya son inminentes.