México: La Política de Identidad y sus costos, por Gustavo Romero Umlauff

A sólo siete meses de la gestión del actual presidente mexicano, el izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO), la sonada renuncia del Secretario de Hacienda, el prestigioso economista Carlos Urzúa, ha colocado en serios aprietos al régimen y en dilema el alcance de los cambios que ofrecía para enfrentar la crisis económica, el colapso del bienestar social, la corrupción política, la inseguridad y la enorme violencia que aquejan a su país.

Desde la campaña proselitista por asirse de la banda presidencial, AMLO ha seguido manteniendo un discurso apegado a, lo que algunos analistas llaman, “la política de identidad” donde el empleo de una fatal retórica, echando toda la culpa al modelo económico neoliberal como la causa de todos los males, viene a responder a los hartazgos y necesidades de ciertos sectores de la población, al mismo estilo que Donald Trump utiliza en sus discursos ante los ciudadanos norteamericanos.

Claro está que México no es Estados Unidos, pues la continua retórica que sigue empleando AMLO viene a toparse con una realidad financiera que las palabras no consiguen aliviar; mientras que la de Trump ha contribuido a mejorar los indicadores macroeconómicos de su país y a la paulatina recuperación del mercado laboral, aunque su política lo aísla del resto del mundo y se circunscribe más a proteger sus intereses a corto plazo que a su protagonismo en conflictos en otras naciones.





La estrepitosa partida de la cabeza del equipo financiero de AMLO, que estaba logrando ganarse la seguridad de los inversionistas, constituye una pésima noticia para la economía azteca, dejando en entredicho que las promesas de campaña quedarían en la simple arenga de una izquierda que requiere, ahora, redefinirse en su rumbo.

El discurso populista de AMLO, apelando directamente a las emociones del auditorio en detrimento de una moderada reflexión, lo rentabilizó muchísimo para su preferencia al momento de emitir el voto; aunque aún goza de un alto respaldo popular, la opinión pública puede convertirse, luego, en el instrumento de una debilidad de su gobierno causada por las exageradas expectativas para llevarlo a la presidencia. 

La idea que AMLO impuso en su campaña fue una especie de proclama de separar el poder económico del poder político, como si ellos fueran incompatibles e inconciliables. El lenguaje excesivamente populista tildando a las élites políticas y económicas como absolutamente corruptas negando a cualquier otro adversario alguna legitimidad democrática para conducir los destinos de ese país, desacreditándolos como personas “ligados a la mafia del poder”, como alguna vez señaló en uno de sus alocuciones públicas, los convertirían inexorablemente en inmorales e incapaces a dirigir los destinos de la nación. 

Sin embargo, al tomar las riendas del gobierno, AMLO se ha topado con la realidad financiera de su país. La inversión pública y la privado han caído. Las cifras no mienten y la recesión puede estar próxima; y, por mucho que se decretase el fin de lo que él considera el ciclo neoliberal y el comienzo de una supuesta nueva etapa, las circunstancias apuntan a que México encara un momento decisivo para el futuro de su economía si es que la estéril arenga aún continúa.