Vladimiro Mujica: El delirio del juicio de Nuremberg tropical

Voy a comenzar mi artículo con una confesión, una esperanza velada, una suerte de delirio privado sobre el Chimborazo. En algún territorio de mi fuero íntimo quisiera que en Caracas se instalara un tribunal que juzgara a la dirigencia del castrochavismo y su engendro madurista por crímenes de lesa humanidad contra el pueblo venezolano. Que se les procesara por violaciones a los derechos humanos, que se les hiciera responsables por las muertes de miles de venezolanos resultado del hambre y el deterioro en las condiciones sanitarias del país. Que respondieran por las muertes de niños indefensos víctimas de condiciones de salud medievales, y de enfermedades que habían desaparecido en el país. Que se les inculpara por el horror de haber provocado con sus políticas de hambre el retraso mental por desnutrición de miles de nuestros infantes. Que se les indiciara por haber forzado a la prostitución y a la entrega de sus hijos para sobrevivir a algunas de nuestras jóvenes madres. Que se les responsabilizara por el abandono, penurias y humillación de nuestros ancianos, condenados a mendigar una pensión oprobiosa y miserable. Que los verdugos se enfrentaran a sus víctimas, que las víctimas encontraran justicia. Que respondieran por los desaparecidos, los torturados, los abusados sexualmente y los muertos en prisión. Que sus confesiones y caída del poder trajeran la posibilidad de reconstruir al país, y que se abriera la puerta para el retorno de la diáspora de más de cuatro millones de venezolanos que han abandonado su patria en busca de mejores posibilidades, muchas veces en condiciones infrahumanas, caminando miles de kilómetros y viviendo de la caridad pública o terminando por ser víctimas de mafias depredadoras del sufrimiento, con frecuencia dirigidas por venezolanos. Que se les sindicara por la destrucción de la economía del país y sus centros de investigación, educación y conocimiento, por arruinarlo y por convertir una de las naciones potencialmente más ricas del planeta en una afrenta humillante a quienes nacimos en estas tierras, y en una exhibición de ridículo frente a un mundo, que no termina de entender como los venezolanos nos metimos en este abismo histórico. Que como resultado de su salida del poder se expulsara al ejército de ocupación cubano. Que nos liberáramos del indigno yugo impuesto por los chinos y los rusos. Que se expulsara a los guerrilleros colombianos que saquean Guayana y destruyen el ambiente. Que se confiscaran las riquezas y propiedades mal habidas producto de la pornográfica corrupción de estos años. Que se les borrara a Maduro, a Flores, a Cabello, a los hermanos Rodríguez, a Padrino López, y a todos los que conforman la larga lista de quienes han destruido el país, la sonrisa de sus caras gordas en medio del hambre. Que se tuvieran que tragar cada una de sus palabras de desafío a todo lo que es bueno y la prepotencia insufrible de sus acciones. Que pagaran por todas las lágrimas derramadas, por todas las despedidas de nuestras familias. Que el mal recibiera su merecido, y que sus agentes enfrentaran a la justicia y recibieran el castigo contemplado en las leyes humanas y divinas por su traición al pueblo. Pero, que en medio de ello, no se enfrentaran a una poblada enardecida, sedienta de venganza, que quizás los abriría en canal en la plaza pública y entregaría sus vísceras a perros hambrientos, tal es el daño y el odio que han engendrado, porque eso representaría el triunfo del mal entre nosotros mismos. Que se enfrentaran a jueces y tribunales duros y justos. Que les impusiera su castigo el émulo del Tribunal de Nuremberg en Caracas.

Despierto sobresaltado de mi delirio y constato la imposibilidad de verlo realizado a menos que se ganara una guerra contra el castrochavismo. A menos que se les redujera a la impotencia, que se les derrotara por la fuerza de las armas. A menos que fueran apresados como vencidos sin derecho alguno más allá del que les otorguen las convenciones internacionales y nuestra propia virtud ciudadana. A menos que cayeran en las manos de las fuerzas democráticas libertadoras de la nación como en su momento cayeron los nazis en las manos de los aliados. Surge con fuerza la imagen recurrente del conflicto armado, de una guerra civil, de una intervención internacional y me pregunto: ¿Cuáles son las posibilidades reales de las fuerzas democráticas de ganar una guerra contra las fuerzas del castrochavismo? ¿De qué otras maneras debe decirnos la comunidad internacional que no está dispuesta a una acción militar internacional unilateral? Pero surge aún una pregunta más importante: ¿Y si la justificada justicia reparadora no fuese el único camino? ¿Y si los venezolanos fuésemos capaces de reconciliar a nuestro país como en su momento lo hizo Mandela con Sudáfrica luego de los terribles tiempos del Apartheid?

Salgo del sobresalto preguntándome, como lo aprendimos en nuestro tránsito por la política, si no son en definitiva las realidades y nuestra conducta ética las que deben determinar nuestras acciones. Las realidades nos indican, más allá de la duda razonable, que no podemos ganar un conflicto armado contra el castrochavismo, no solamente porque no tenemos fuerza para hacerlo, sino porque tenemos un imperativo moral superior a la venganza justiciera contra los destructores de Venezuela, que es la reconstrucción de la nación. Sobran los ejemplos en otras latitudes: después de una guerra civil horrenda los españoles tuvieron que transitar la reconciliación con los herederos del franquismo; después de un golpe militar con miles de muertos, los chilenos tuvieron que dejarle un espacio abierto al dictador Pinochet; después de la humillación suprema, Mandela pidió un espacio para los blancos en Sudáfrica.





Se le atribuye a Ramos Allup una frase lapidaria y magistral: O es Guaidó o es la fosa común. Ahí estamos. Si el diálogo de Barbados abre la puerta a una elección con supervisión internacional estaremos en presencia de nuestra mejor opción. Lo afirmo sin ninguna esperanza ingenua, solamente con realismo brutal y entendiendo que nuestra única oportunidad real de doblegar al régimen es mantener la presión internacional sobre Maduro y sus secuaces. Con Maduro o sin Maduro de candidato. Mucho más importante que eso sería que los aproximadamente millón y medio de venezolanos habilitados para hacerlo, de los cuatro millones que han abandonado, el país pudieran votar. Mucho más importante que Maduro sea candidato o no es que la oposición democrática deje de jugar a las cuchilladas palaciegas y se alinee detrás de Juan Guaidó. Quizás así tendremos una oportunidad sin librar la guerra que muchos dicen querer, sin saber que el mundo está lleno de sufrimiento por las plegarias atendidas. Cuidado con lo que pedimos para Venezuela, porque siempre se puede estar peor. El futuro es una responsabilidad colectiva, ejercida no a través del paredón público de las redes sociales, sino entendiendo que Guaidó puede cometer muchos errores y que sin embargo sigue siendo nuestra mejor opción. Como lo señalara brillantemente Fernando Savater: “Una persona libre nunca se pregunta qué va a pasar sino qué vamos a hacer”