Armando Info: Carpas (y esperanzas) en el desierto de Maicao

La canícula, la polvareda y la sed de Maicao son poca cosa para las calamidades que los inmigrantes venezolanos dejan atrás, a escasos kilómetros, al pasar la frontera entre el estado Zulia y La Guajira colombiana. De hecho, sobre la propia raya fronteriza pueden encontrar consuelo y paliativos materiales para sus penurias en el campamento de desplazados que Acnur, agencia de Naciones Unidas, mantiene allí. Pero el albergue cuenta 350 cupos para 53.000 candidatos, y las reglas son estrictas: solo se puede permanecer un mes. Luego viene el regreso a la precariedad. Muchos optan por volverse invasores y toman parcelas a la fuerza, donde reproducen las condiciones de pobreza que les asediaban desde donde vienen, esperando “a que pase algo” para regresar a Venezuela. Así lo reseña armando.info

Por ISAYÉN HERRERA





Maicao dejó de ser la vitrina comercial y del contrabando en Colombia, para convertirse en el espejo de la miseria venezolana. En medio de la arena, la sequía y la pobreza que caracteriza a este departamento de La Guajira en Colombia, se levantaron carpas similares a las usadas en campos que refugian a personas que huyen de conflictos armados. Esta vez la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) no aborda un tema de violencia nada más, sino una oleada de personas que ya no tienen más que perder y que decidieron vivir un día a la vez.

Los migrantes venezolanos han ido cambiando sus ambiciones en el tiempo. Desde 2014 salían en aviones a Norteamérica y Europa, títulos en mano, con la expectativa de ser competitivos en el campo laboral. Luego el éxodo se hizo más lento, en autobuses, para quienes la crisis ya empezaba a descapitalizar y decidieron empezar una ruta por el sur del continente. Después, los migrantes solo caminaban atravesando fronteras sin rumbo específico. Hoy Colombia está absorbiendo la crisis venezolana luego que los gobiernos de Perú y Chile implementaran nuevas exigencias legales para contener el éxodo. Ahora los venezolanos solo aguardan en las fronteras esperando que los ayuden, que haya un cambio gobierno, que algo pase.

El 28 de mayo de este año Jonathan Sánchez, de 29 años de edad, y su esposa Margelys Delgado, de 26, decidieron irse de Venezuela. Ya no podían ni comer una vez al día. Apenas unos días antes vendieron tres bombonas de gas, sus únicas pertenencias de valor. Con 200.000 bolívares en el bolsillo, una hija de siete años y un bebé de siete meses comenzaron a tomar buses para llegar hasta Colombia.

Al plan se sumó la hermana de Margelys, Marisela Delgado, de 22 años, junto a su esposo Julián García, de 26. Juntos podrían hacerse compañía en la travesía, junto a sus hijos, uno de cuatro años y otro de seis meses.

Maracaibo, ciudad otrora conocida como el centro petrolero de Venezuela por excelencia, ubicada al noroeste del país y capital del estado Zulia, es la última ciudad de grandes edificios que se dejan atrás al abandonar Venezuela por esta frontera. La antes próspera urbe se está vaciando, los negocios están cerrados en su mayoría. Hay mucho silencio, los carros transitan lento por las vías desoladas.

Al tomar la Troncal del Caribe por un trayecto de al menos dos horas y media se van desdibujando los grandes edificios y empieza un camino caluroso, desolado y de asentamientos informales. Los carros se estacionan y venden algunos litros de gasolina en el medio de la vía por 10.000 bolívares. Mientras más se avanza, más caro se cotiza el combustible. Se puede comprobar cada pocos metros en carteles que anuncian la compra con embudos, mangueras y pimpinas listas para vaciar o llenar.

Al pasar Sinamaica, capital del municipio Guajira del estado Zulia, los taxistas tienen que pagar vacunas para que los protejan en la vía. Dos hombres se montan en el capó y en la maleta cada uno para custodiar el transporte. El pago de vacunas es obligado. Los habitantes de la zona atraviesan cauchos y mecates y no las quitan de la vía hasta que los choferes no asomen algún billete o superior a 500 bolívares, o preferiblemente de pesos colombianos.

A la familia Sánchez Delgado el dinero les alcanzó para llegar hasta Maicao, el primer municipio fronterizo que se encuentra al salir por la frontera entre el estado Zulia, de Venezuela, y Colombia. Un pueblo bullicioso, lleno de tierra, desordenado, con bolsas de plástico que no dejan de arrastrarse al ritmo del viento y con una muchedumbre luchando entre sí para vender de todo, en todos lados, a toda hora.

Allí lograron albergarse catorce días en el Centro de Atención al Migrante y Refugiado de la Iglesia Católica, el primero que atendió a esta población que dormía en las calles y que ya ha dado cobijo a 2.500 personas. Luego les tocó dormir en la acera, al frente del albergue provisional, con la esperanza que les abrieran las puertas otra vez. No contaban con que 53.000 venezolanos más se peleaban un techo en una de las zonas más pobres de Colombia. Este municipio colombiano ubicado en el departamento de La Guajira tiene el mayor índice de pobreza del país vecino, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas de Colombia.

Maicao tiene un tipo de migración diferente a la que se ve veía entrar meses atrás por el Puente Simón Bolívar al departamento de Norte de Santander, más al sur. En Maicao son pocos los que quieren continuar a otra ciudad de Colombia o a otro país.

Una parte de quienes entran por la frontera de Maicao son venezolanos que solo buscan mercancía para llevar a Maracaibo o traen gasolina en galones de cinco litros. Cruzan por trochas con carros que colman de comida y mucha Coca-Cola que se paga a la mitad del precio que se vende en Venezuela. Otros decidieron esperar del otro lado del sector La Raya, que separa ambos países, para estar lo más cercano posible a sus casas cuando algo pase.

Más venezolanos se fueron juntando con la familia Sánchez Delgado en la misma acera para darse protección. Dormían uno al lado del otro. Jonathan cada noche trata de crear una coraza con su cuerpo para proteger a su gente. Duerme con su hija hembra sujetada debajo de sus piernas; el bebé de siete meses lo esconde en su regazo y los paquetes de comida los usa como almohada para ocultarlos. “Es la única forma de que no nos roben mientras dormimos”, dice.

Ya Sánchez conocía Colombia. Era guía turístico en la zona de Palomino. Se aprendió cada dirección y atractivo turístico de estas playas y ríos ajenos a su cotidianidad. Volvió a Colombia creyendo que podía brindar días de aventuras a su familia como hacía con los franceses, italianos y españoles que frecuentan esa zona, pero solo encontró un sol implacable, una arena que tapiza a su familia cada día, el agua por cuentagotas y asfalto para descansar. “Yo no era indigente en Venezuela. Era comerciante informal y hasta me llegué a comprar un aire acondicionado con un solo día de trabajo. Yo viví eso. Mi casa tenía televisión, aire y una cama de madera con unos cisnes grandes que adornaban el copete. ¿Verdad, mi amor?”, le recuerda a su esposa. Ella asienta con su cabeza mientras le revisa unas manchas rojas que comenzaron a salir en el cuerpo de su bebé y que lleva cinco días con fiebre. “Es el calor”, le dice Jonathan para calmarla.

Luego de seis semanas vagando por las calles, el personal de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) censó a todos los venezolanos que dormían en esa calle. Había cupo para 40 familias para tener un refugio temporal por 30 días, el modo establecido por la agencia internacional para la atención de los venezolanos que llegan a la zona.

Desde el 8 de marzo en Paraguachón -localidad que se encuentra al margen de la frontera con Venezuela ubicada a ocho kilómetros al oriente de la ciudad de Maicao- se inauguró un Centro de Atención Temporal. Se levantaron carpas en un terreno de 4,5 hectáreas para albergar a 350 personas. Quienes duermen en las calles tienen un objetivo claro: buscan entrar a estas tiendas familiares para descansar, protegerse y buscar opciones de qué hacer. El futuro se limita al día siguiente.

La que pensaban sería su última noche en la calle, la familia Sánchez Delgado se dedicó a reunir pesos para bajarle la fiebre al bebé. Lo bañaron a la intemperie con la esperanza que las manchas rojas en su cuerpo desaparecieran. Los días en Maicao oscilan entre los 27 y 35 grados centígrados, el sudor empapa desde que amanece hasta que cae la noche y el viento embadurna el cuerpo de arena. El agua se consigue cuenta gotas y su sabor es salado. Pagar 600 pesos (0,18 dólares) por cada litro de agua es un lujo que pueden darse pocas veces al día. La sed es parte del día a día. “El calor es nuestro peor enemigo acá”, dicen. Jonathan llamó a su madre para avisarle que ya iban a tener un lugar donde vivir. Esa noche le avisaron que su casa había sido invadida y sus familiares intentaban recuperarla.

Un carro blanco se estacionó con premura. Un funcionario de Acnur se bajó y pidió las cédulas de la familia Sánchez Delgado. Les tomó fotos. Todos los demás comenzaron a sacar sus documentos, pero el hombre no los recibió. “Los demás quedan para después. Mañana nos vemos en el hospital viejo de Maicao”, dijo y se fue.

Amaneció y a las siete toda la cuadra de amigos que acompañaban a Jonathan, Margelys, Marisela y Julián tomaron las adyacencias de la sede del hospital viejo de Maicao. Los primeros en entrar fueron Jonathan y Margelys porque dijeron que el bebé tenía seis días ya con fiebre. Los esperaba un puesto de vacunación en la entrada, pero todos se detuvieron al ver las manchas rojas en el cuerpo del niño. “Tenemos sarampión”, vociferaron. A Jonathan lo trasladaron a una oficina y le explicaron que debía irse al hospital y que no podía entrar al albergue. Su caso ya era un problema de salud pública.

?? ¿Tienes cómo irte solo?, le preguntaron.

?? Seguro las manchas son por el calor. No puedo seguir en la calle, respondió.

Toda la logística de traslado al campamento Paraguachón se detuvo. Montaron a Jonathan, Margelys y los niños en una cam?ioneta que estaba destinada a llevar a los inmigrantes al albergue. A Marisela unas enfermeras le pidieron a su hija para ver si tenía los mismos síntomas. Salió ilesa. Recibió cuatro vacunas seguidas en las piernas y las gotas para evitar el polio. Reventó en llanto y Marisela con ella. “Esta niña no tenía ninguna vacuna desde que nació. Le pusimos inmunización para prevenir polio, sarampión, rubeola, influenza y neumococo”, dijo una enfermera. La familia quedó separada en ese momento.

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