Gehard Cartay: La maldición del populismo

Las recientes primarias para escoger los candidatos presidenciales en las próximas elecciones en Argentina han demostrado que en ese país, y tal vez en algunos otros de Latinoamérica, el populismo goza de buena salud.

La posible vuelta del peronismo al poder con la Kirchner y su candidato presidencial títere, si es que las cosas continúan como van, demuestran que la maldición que ha significado el legado de Juan Domingo Perón y del peronismo para los argentinos sigue hipnotizando a muchos de sus compatriotas.

Y es que, a pesar de haber arruinado a un país que en el siglo XIX y en las primeras décadas del XX fue competidor agropecuario y cuasi industrial de los Estados Unidos, la psicología social de una gran mayoría de argentinos no se ha liberado del influjo de aquel líder militarista y populista, no obstante, insisto, haberle dejado como herencia una profunda crisis económica y social que aún no ha sido superada, luego de setenta años.





El populismo seduce a la gente con mercaditos, baratijas, ayudas y espejitos, que bien pueden ayudar en algún momento, pero no resuelven nunca la situación de pobreza y subdesarrollo, sino que más bien la agravan. Pero es el camino más fácil para seducir a muchos ingenuos y para eternizar a los gobernantes.

Para los populistas el mensaje es aquel que le guste a la gente, adornado con mentiras y engaños, o sea, decir solo lo que la gente quiere escuchar. En cambio, decir la verdad por dura que sea y no engañar con falsas promesas, exigir esfuerzos y sacrificios -si fuera el caso-, ofrecer trabajo justo y bien remunerado y no ayudas demagógicas, imponer disciplina fiscal, decencia administrativa, reducción del tamaño del Estado y crecimiento del sector productivo privado, eso no les gusta a los populistas: ellos no quieren que el Estado comparta su poder con la sociedad, porque los debilita, e impide su dominio vitalicio (caso Chávez en Venezuela, por ejemplo).

En otros casos, el populismo se sustenta en la demagogia y la mentira. Ocurrió así en Perú y Venezuela en los años ochenta y noventa del siglo pasado.

En Perú, en 1990, el candidato Mario Vargas Llosa perdió las las elecciones porque con toda honestidad le adelantó a sus paisanos que, si ganaba, su gobierno tomaría duras medidas y tendrían que apretarse los cinturones porque vendrían sacrificios, si querían salir adelante. (El primer gobierno de Alan García, entonces un populista de marca mayor, había hundido al Perú en una severa crisis.) En cambio, el otro candidato presidencial, un oscuro ingeniero de raíces japonesas y rector de una universidad privada poco conocida, de nombre Alberto Fujimori, ofreció que con él las cosas mejorarían y que habría abundancia y progreso, todo ello sin decir cómo lo haría. Al llegar al poder, aplicó el programa de gobierno de Vargas Llosa, y la verdad es que, al cabo de algunos años, no le fue mal al Perú.

Pero su elección de entonces la había producido una mentira descomunal, así como la derrota de Vargas Llosa se debió a que había sido sincero con sus electores. A los peruanos, como a la gran mayoría de los seres humanos, no les gustaba que le pidieran sacrificios, sino todo lo contrario.

En nuestro país, en 1988, Carlos Andrés Pérez llegó al poder con un programa populista ofreciendo retornar a la abundancia de la “Venezuela Saudita” de principios de los años setenta -durante su primer gobierno (1974-1979)-, cuando se dispararon como nunca los precios petroleros y las arcas fiscales se anegaron de petrodólares.

Pero eso era algo imposible 15 años después: Venezuela, bajo el gobierno de Lusinchi, estaba endeudada como nunca, los precios petroleros habían bajado y las reservas internacionales se habían agotado. Y CAP lo sabía. Lo sabía tanto que, en tal ocasión, al lado del programa de gobierno que ofreció a los venezolanos prometiendo lo imposible, tenía bajo la manga otro programa secreto de gobierno, con duras medidas económicas y sociales que, por supuesto, ocultó deliberadamente mientras fue candidato de AD. Pero fue el que aplicó en su segunda gestión.

La denuncia la hizo internamente por aquellos días Humberto Celli, entonces secretario general de AD, y luego se la ratificó en una entrevista a Mirtha Rivero, quien la incluyó en su libro “La rebelión de los náufragos” (Editorial Alfa, 2010, Páginas 64-71).

Y todavía no habíamos llegado a lo peor del populismo chavomadurista!

Ya hablaremos de eso.