La democracia, obra nunca concluida, por Gehard Cartay Ramírez

La democracia nunca es una obra concluida. Creerlo es estar contra la realidad.

El ejemplo de Venezuela así lo comprueba una vez más. Si algo se demostró fehacientemente, desde 1998, es que no era cierto que nuestras instituciones republicanas y democráticas estaban consolidadas luego de cuarenta años ininterrumpidos.





Por Gehard Cartay Ramírez

(La manera como la extinta Corte Suprema de Justicia “autorizó” la Constituyente chavista en l999, sin estar prevista en la Constitución de 1961, expresa en toda su dimensión la cobardía institucional que la movió entonces. Otro tanto hizo el entonces Congreso de la República, electo en noviembre de 1998, al disolverse –sin estar obligado a ello– a los pocos meses para facilitarle la tarea al futuro dictador y su Constituyente espuria.)

Tales hechos demostraron también que la gran mayoría de los nuevos dirigentes políticos, económicos y sociales no habían sido formados para esa tarea de consolidación democrática o, lo que resultaría más grave aún, no tuvieron conciencia de su necesidad. Por desgracia, mientras algunos creyeron ingenua o irresponsablemente que la consolidación del proyecto democrático iniciado en 1958 era ya una realidad, hubo otros que perdieron la brújula y se dedicaron a sus intereses personales y políticos, sin importarles que con su actitud estaban menoscabando gravemente los cimientos del sistema político e institucional establecido en la Constitución de 1961.

También se demostró que toda esa institucionalidad que engañosamente asumimos durante cuatro décadas no tuvo mayor consideración ni respeto dentro de las Fuerzas Armadas Nacionales (FAN), especialmente en las últimas décadas. Siempre en su interior existió la tentación golpista, a pesar de los esfuerzos que se hicieron para relacionarla con el mundo civil y formarla para la tarea de la defensa territorial y la obediencia y el respeto a las instituciones democráticas. Sin embargo, insisto, los hechos posteriores confirmaron que allí por lo general hubo sectores que nunca dejaron de acariciar la vuelta a un sistema dictatorial, por más que Betancourt y Caldera, junto a sus partidos, la sometieron al poder civil desde 1959. Pero en ella estaba incrustado el morbo histórico del golpismo de manera recesiva y latente.

Porque no hay que olvidar que este desastre se inició en diciembre de 1998, cuando fue elegido como presidente el teniente coronel golpista Hugo Chávez, gracias a la irresponsabilidad de quienes no tuvieron entonces noción de ciudadanía, ni se sintieron responsables de tamaña equivocación. Lo afirmo sin dejar de lado las consideraciones del caso sobre el indudable proceso de deterioro que venía sufriendo la democracia venezolana y sus instituciones y, obviamente, sin soslayar tampoco la crisis económica que se incubó en los últimos quince años, antes de los golpes de Estado de 1992. Pero nada de eso es óbice para exculpar a quienes en las elecciones de 1998 y en las subsiguientes no pensaron entonces en sus mínimos deberes con respecto al futuro del país, es decir, el de sus hijos y sus descendientes.

A estas alturas del tiempo, estoy convencido de que cualquier otro de los candidatos presidenciales en 1998 lo hubiera hecho mejor que Chávez. Puede parecer radical esta afirmación, pero los hechos han terminado comprobándolo.

En primer lugar, porque esos candidatos siempre estuvieron en la lucha civil y democrática –en mayor o en menor grado, según el caso-, ejerciendo mandatos democráticos en las instancias correspondientes y comprometidos con el proceso reformista en marcha desde 1958, sin que algunos de ellos dejaran de ofrecer soluciones a los graves problemas que el país venía sufriendo entonces. Nunca hubieran entregado los recursos del país a un gobierno extranjero, ni mucho menos comprometido la soberanía nacional, como lo haría luego el régimen chavista.

Y en segundo lugar, casi todos estaban rodeados de equipos competentes y renovados, ajenos a aventuras golpistas y antidemocráticas, aparte de sus méritos personales para aspirar a la presidencia de la República. El caso de Henrique Salas Römer, en particular, resulta muy ilustrativo al respecto: economista, con estudios de postgrado en la Universidad de Yale (Estados Unidos), exitoso Gobernador del populoso y complejo estado Carabobo entre 1989 y 1996, y con anterioridad eficiente diputado independiente al Congreso de la República en las listas carabobeñas del Partido Social Cristiano Copei (1984-1989). Su contendor golpista, por el contrario, carecía de experiencia administrativa y política por completo. Queda claro entonces que, sin duda alguna, Salas Römer hubiera sido un buen presidente, sin confusiones ideológicas y comprometido con la democracia, la legalidad y el Estado de Derecho.

Todo esto lo sabían la mayoría de los que votaron entonces. También lo sabían quienes lo hicieron por Chávez. Estos últimos, por cierto, igualmente sabían que apoyaban a un golpista convicto y confeso por haber encabezado, pocos años antes, un golpe de Estado contra la democracia venezolana, con saldo de centenares de muertos y heridos, la mayoría víctimas inocentes. Por si fuera poco, a los pocos días de tal felonía se habían conocido los proyectos de decretos que tenían en mente ejecutar una vez usurpado el poder, fundamentados en un fasciocomunismo militarista y una indudable vocación totalitaria.

En medio de aquel delicado contexto político, económico y social en que se celebraron los comicios de 1998, tal escogencia no podía ser jamás la mejor, sino todo lo contrario, como se ha demostrado desde 1999, cuando la situación del país terminó empeorando como pocas veces en nuestra historia republicana, porque el nuevo régimen agravó los problemas ya existentes y creó otros nuevos y más peligrosos.