José Ignacio Moreno León: Defender la autonomía universitaria, un reto nacional

La humanidad desde sus comienzos ha experimentado cambios que hasta nuestros tiempos han tomado más de 10 mil años para su realización. Pero especialmente en las últimas décadas ese proceso evolutivo se ha acelerado de manera significativa por lo que se pronostican trasformaciones radicales en los tiempos por venir, al impulso de la investigación científica y el desarrollo tecnológico que marchan a velocidades exponenciales con resultados imposibles de predecir. 

 Todo lo anterior apalancado fundamentalmente en la revolución de la internet, que, aunque tuvo un origen militar, fue en recintos universitarios desde donde se impulsó, hace apenas dos décadas, hasta llegar ahora a la llamada internet de las cosas como sistemas de dispositivos de computación interrelacionados, capaces de transferir datos a través de una red de manera autónoma, es decir, sin la intervención humana. Otros grandes avances se pueden señalar como aportes de universidades al progreso de la humanidad, así del Technion y el Instituto Weisman de Israel surgió el robot quirúrgico, las minicomputadoras y el switch orgánico; el proyecto cosas que piensan se desarrolló en MIT; la Universidad de Illinois, UCLA y Stanford contribuyeron sustancialmente con el desarrollo de la WEB; grandes avances en medicina regenerativa con terapia de células madres han aportado recientemente Harvard y Stanford; la universidad Carnegie Mellon ha hecho importantes aportes para el desarrollo de vehículos autónomos; la universidad de Tokio ha desarrollado nano transportadores para combatir el cáncer y el traje-robot HAL que opera como un humanoide; valiosos logros  para el desarrollo de energía sustentable de hidrógeno y de pilas de combustible ha alcanzado la Universidad Federal de Rio de Janeiro. 

Por su parte brillantes egresados de nuestras universidades están dando importantes aportes al progreso de la medicina, la cibernética, la ingeniería e inclusive al frente de instituciones educativas de relevancia mundial. Tales son los casos, entre otros del ingeniero Rafael Reif, egresado de la universidad de Carabobo (1973), con postgrado en la USB, quien es el actual presidente de MIT; de Igor Palacios, médico de la UCV, profesor titular de Harvard y director del reconocido departamento de cardiología del Hospital General de Massachusetts, y de Carolina Cruz-Neira, Ingeniera de Sistemas de la UNIMET (1987), pionera mundial de la realidad virtual y Directora Ejecutiva y Jefe Científica del Inmersive Tecnologies Enterprise (LITE), el centro para la realidad virtual más prestigioso del mundo.





En el dinámico proceso de cambios que caracteriza al presente siglo, instituciones universitarias de excelencia, operando en forma autónoma y autogobernadas -es decir, al margen de sesgos ideológicos e interferencias políticas- han cumplido un papel protagónico promoviendo los desafíos de la nueva educación y como activos gestores de muchos de los avances científicos y tecnológicos. Son instituciones que, actuando con plena libertad académica y de gestión, no sólo impulsan el desarrollo de habilidades, competencias y emprendimiento en los educandos, sino igualmente la capacidad para que el futuro profesional pueda mantenerse en un proceso continuo de aprendizaje y actualización de conocimientos. Además, en el cumplimiento de su responsabilidad institucional, las universidades de excelencia promueven en el universitario el fomento de principios y valores éticos, la cultura de paz y normas de convivencia que son fundamentales para asegurar la viabilidad social y política de la nueva economía y del paradigma de la globalización que está en marcha.

Desde los tiempos de teóricos de la libertad política-positiva como Immanuel Kant y John Stuart Mill, el principio de la autonomía universitaria ha sido enarbolado como condición fundamental para el eficiente funcionamiento de la universidad. En América Latina la autonomía universitaria se proclama con un impacto continental en la llamada Reforma de Córdova, originado en la Universidad de Córdova, en junio de 1918 con el auspicio del movimiento estudiantil de esa universidad argentina que reclamaba por cambio total de los valores que orientaban la visión de la institución universitaria y por una gestión autónoma de la misma, la inviolabilidad de sus instalaciones y un mayor compromiso social. 

En nuestro país, el principio de autonomía se remonta a la Real Cédula del 4 de octubre de 1781 del Rey Carlos III que le otorgaba a la recién creada Universidad de Caracas la potestad de darse su propia constitución y reglamento, así como la autoridad para elegir al Rector como decisión del claustro universitario. Pero fue el Libertador Simón Bolívar quien el 24 de junio de 1827 derogó las viejas disposiciones coloniales y promulgó los estatutos republicanos, formulados por la misma comunidad universitaria para darle absoluta autonomía, democratizar el ingreso de alumnos y otorgarle bienes y recursos para el financiamiento de sus actividades a esa primigenia universidad que fue el origen de la actual Universidad Central de Venezuela.

Con algunos altibajos propios de la república que estaba consolidándose, la universidad mantuvo su autonomía hasta que fue violada durante los regímenes dictatoriales que ha sufrido el país. Con el retorno de la democracia se alcanzó una notable expansión de instituciones universitarias, amparadas en su funcionamiento autónomo reconocido en la Ley de Universidades. La autonomía alcanza rango constitucional en la vigente Carta Magna promulgada en 1999, la cual en el artículo 109 reconoce la autonomía universitaria “como principio y jerarquía” y establece “la inviolabilidad del recinto universitario”. 

Pero es preciso aclarar que las universidades autónomas del país han estado sometidas en las últimas dos décadas a un acoso gubernamental que pone en grave riesgo su autonomía y a un torniquete presupuestario que, además de restringirle sensiblemente su operatividad, está provocando una dramática diáspora de docentes e investigadores. Todo ello mientras a las universidades privadas se les ha limitado su crecimiento por la negativa gubernamental para autorizarles nuevas carreras y postgrados. Pero si esa política anti universitaria fuera poco, la reciente sentencia del TSJ que obliga a las universidades autónomas a convocar elecciones de autoridades con la participación paritaria de empleados y obreros, no deja ninguna duda que, de cumplirse ese mandato –cuya legalidad está bastante cuestionada, por su origen y por ser violatorio de los artículos 31, 32 y 65 de la Ley de universidades-, se estaría acabando de enterrar la autonomía de nuestras principales universidades.

Lo más preocupante es que, frente a ese nefasto proceso que está en marcha, la dirigencia política democrática y factores relevantes de la sociedad civil están dejando solas en su lucha existencial a las universidades, observando hasta el presente una pasiva actitud que es el reflejo del estado casi de anomia, producto de la profunda crisis que vive el país. Se impone superar esa pasividad, ya que es fundamental que la sociedad venezolana sensata reaccione oportunamente para, como un reto nacional, evitar el colapso de nuestras universidades. Un colapso que sería criminal, precisamente cuando más se hace necesario un gran acuerdo nacional para impulsar la educación de excelencia que requiere el país frente a las nuevas realidades globales y a la perentoria necesidad de realizar los cambios que nos permitan insertarnos -sin traumas- en la sociedad de la información y del conocimiento. Cambios en el que nuestras universidades están llamadas a desempeñar un papel protagónico, para lo cual deben además como instituciones comprometidas, salir de la torre de marfil del academicismo para hacer del compromiso cívico y de la responsabilidad social elementos esenciales de su desempeño.