Gustavo Romero Umlauff: Perú, el Presidente y el Rey Sol

 

Cuando el presidente peruano, Martín Vizcarra, señaló durante una entrevista televisiva hace algunos meses que era él quien “personificaba la nación”, rápidamente me vino a la mente aquella expresión atribuida al joven rey francés, Luis XIV, quien -el 13 de abril de 1655 y ante los integrantes del Parlamento de París- pronunció la frase el “Estado soy yo” con el evidente propósito de hacerles recordar la primacía de la potestad real ante los desafíos de aquella para emitir ciertos edictos que no contaban con el beneplácito de Rey Sol, como luego así se le conocería en la historia.





Aunque me llamó muchísima la atención la oportunidad en que el presidente Vizcarra declamara ante las cámaras, sin timidez, aquella expresión interpretando –a su criterio- un cierto sentir de la población por el hartazgo sobre la pugna política entre el poder Ejecutivo y el Legislativo, nunca me imaginé que posteriormente podría tener la aventurada intrepidez de descifrar, a su provecho, la normativa constitucional para lograr la disolución del Congreso de la República ante una caprichosa exégesis sobre lo que constituía una “denegación fáctica” de la confianza de su gabinete.

Claro está que no existe en la norma legal aludida por el presidente ni en ninguna otra parte de la Constitución del Perú posibilidad alguna de interpretar aquella “denegación fáctica” y disolver el Congreso de la República para llamar a nuevos sufragios dentro de un apretadísimo cronograma electoral y permitirse legislando mediante Decretos de Urgencia sin control político alguno inmediato.

Este especie de absolutismo presidencial, si bien por varios meses, podría no ser casual sino, por el contrario, hábilmente calculado para no contar con el examen político que habría de corresponderle al Congreso de la República, como ya se venía sugiriendo con la apertura de investigaciones a ciertas empresas vinculadas al presidente Vizcarra durante su gestión privada y el Estado, entre otros.

Alguna vez leí una frase atribuida al expresidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, que en “política, nada ocurre por casualidad” y, por supuesto, resulta preocupante que cada acontecimiento, cada suceso y cada hecho haya sido previsto para llevarse a cabo de esa manera; de ahí que la disolución del Congreso de la República no sea lo que más me preocupa de ese desenlace del pugilato entre una oposición parlamentaria, valgan verdades, de muy baja calidad personal y muy poco competente sino de esta ausencia de control y de la simultánea designación o contratación en la administración pública de personas menos aptas para dirigir los destinos de un país.

El fantasma de la ineptitud y de la torpeza de los funcionarios y mandos medios de la Administración Pública en el Perú –además de la notoria carencia de operadores políticos- parece ser que será la causa de la contramarcha del proceso de desarrollo que se venía cumpliendo años atrás en el Perú.

La evidente falta de ejecución de obras en este país y sólo hacer utilización de un aproximado 40% del presupuesto público ya a diez meses de iniciado el ejercicio económico de este año, así como el incremento de la inseguridad ciudadana, han llevado al país a una variedad de paraplejia estatal. Pero dudo que este absolutismo presidencial pueda ser la solución para llevar al país al camino del bienestar que la población reclama.