Enrique Viloria Vera: Los nombres de Venezuela

Quienes en tiempos de Felipe II dicen la palabra Venezuela
ya no evocan a la histórica ciudad del Adriático. No les trae
el recuerdo de canales y palacios de mármol, sino una visión
salvaje de tierras, llanuras y ríos. Se han soldado sus sílabas
dentro de un sonido nuevo y una nueva significación.
Arturo Uslar Pietri

No existe lo que no se nombra, nuestro país antes de llegar a ser la Venezuela que conocemos, otorgándonos gentilicio e identidad de venezolanos, fue designado con diversos vocablos que sirvieron para diferenciarlo de otras realidades geográficas y facilitarle, a la vez, pasajeras y efímeras identificaciones. Uslar Pietri se pasea por todas estas denominaciones, y en texto enjundioso analiza la diversidad de términos que afloraron o brotaron de la mente de los conquistadores para designar esa nueva realidad geográfica que ofrecía un mundo inédito, encontrado por efecto de la aventura y del azar.

En su enjundioso texto, Uslar anuncia de entrada que “Venezuela pudo llamarse Tierra de Gracia. Así la nombró Colón, Almirante del Mar Océano. Y sus pobladores hubiéramos sido los graciteños. O hubieran sido los graciteños. Unas gentes seguramente distintas de lo que somos los venezolanos, porque el nombre no es cosa postiza y artificial, sino que tiene que ver con el ser del objeto y su destino





Pero esta denominación, aunque permaneció profundamente impresa en el corazón de los fervorosos creyentes que eran los españoles, duró poco, fue sin dudas el producto de una inspiración personal y de una profunda creencia religiosa arraigada también en el espíritu del Almirante del Mar Océano. El 31 de julio de 1498, Alonso Pérez, marinero natural de Huelva, encaramado en la gavia de la nao colombina divisó al poniente tres montañas; era un día martes y el Almirante anotó en su bitácora que: “yo la esperaba el lunes antes”; se acercaron a la tierra divisada y Colón la bautizó Isla de la Trinidad. Sin embargo, al decir de Isaac J. Pardo: “En este momento ocurre algo extrañamente simbólico. Colón buscaba la tierra firme con desesperación y pretendía tener en sus cálculos errores no mayores de un día, de un lunes para un martes. Pero a la altura de la costa sur de Trinidad y con la proa al Occidente, enfermó de la vista. ‘Nunca – escribe – se me dañaron los ojos, ni se me rompieron de sangre y de tanto dolor como agora’. Al llegar a la punta del Arenal en el extremo sud-occidental de la isla, divisó el poniente y la llamó Tierra de Gracia”.

A la larga, sin embargo, más pudieron la certeza del navegante y la intuición de geógrafo del Almirante sobre sus hondas convicciones cristianas que motivaron, en un momento de éxtasis espiritual, al propio Colón a escribir en su célebre Carta a los Reyes Católicos: “Torno a mi propósito referente a la Tierra de Gracia, al río y al lago que allí hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que lago, y en siendo grande se llama mar, por lo que se les llama de esa manera al de Galilea y al Muerto. Y digo que este río no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita, del Continente Austral, del cual hasta ahora no he tenido noticia; mas yo muy asentado tengo en mi ánima que allí donde dije, en Tierra de Gracia, se halla el Paraíso Terrenal.” En efecto, según los cronistas e historiadores de este periodo de contacto entusiasta y del posterior desencanto de Colón con la supuesta tierra firme y supuesto paraíso terrenal, su Tierra de Gracia: “…el descubridor enceguecido, que había tomado la isla de Cuba por tierra firme, nunca estuvo muy seguro de lo que pudiera ser aquella Tierra de Gracia. Más tarde habría de llamarla Isla Santa”.

Por muy poco tiempo fueron graciteños los pobladores de aquella presunta Tierra de Gracia que tanto entusiasmó a un Colón afectado por la conjuntivitis, ya que la misma pasó a conocerse prontamente, por efecto ahora de la fonética y no de las creencias religiosas, como Paria. En efecto, como bien lo recuerda Uslar: “Hubo también la oportunidad que nos llamáramos Paria: Era un buen nombre indígena con una fonética clara fácilmente adaptable a las principales lenguas occidentales. Paria era todo el desconocido territorio que se abría desde la costa de los esclavos y de la sal para los sedientos y codiciosos pobladores de la Cubagua de las perlas.” (Uslar Pietri, 1986, 355)

Isaac Pardo, como si hubiese sido un marinero protagonista de ese desembarco y testigo privilegiado de la entrada en vigencia del nuevo y súbito nombre de Paria en la conciencia de los conquistadores nos informa: “Y navegando por aguas ‘cada vez más dulces y más sabrosas’ Llegó la nave a un paraje de la Tierra de Gracia donde parecía que había labranzas. Colón no se movió a causa de sus ojos enfermos, mas hizo bajar a la gente (…) Sólo más adelante pudieron alcanzar a unos nativos y los descubridores supieron que aquella región se llamaba Paria”.

Al igual que el nombre de Tierra de Gracia, la denominación de Paria, a pesar de ser el nombre más difundido de la costa, tampoco habría de durar mucho en las bocas de los conquistadores para designar definitivamente a aquella dimensión geográfica que continuaba careciendo de una identidad permanente y asentada. Los historiadores señalan que no los conservan ni Alonso de Ojeda ni Américo Vespucci, quienes recorren ahora toda la costa de punta a punta hasta llegar al Lago de Maracaibo y como buenos cartógrafos van dando cuenta de los accidentes geográficos, de las peculiaridades del paisaje y de algunos nombres locales de lugares y aldeas. Sin embargo, en una de sus famosas cartas familiares, Vespucci se concentra más en narrar algunos incidentes que les acontecieron en la actual Isla de Curazao, de Los Gigantes según la primera nomenclatura de mítica reminiscencia, y otro que aconteció cerca de Paria. Según la narración de Uslar: “abordaron una canoa donde unos indios llevaban atados a otros prisioneros. Los prisioneros eran tiernos jóvenes que sangraban de las heridas de una fresca castración. Vespucci los vio con espanto. Los que los llevaban eran los temibles caníbales, los cambali, como decía él en su pintoresco italiano”.

En opinión de Uslar Pietri, esta designación de tierra de los cambali, es en rigor la única denominación colectiva que Vespucci propone en relación con la costa recorrida. Según el escritor, el navegante florentino “…para nada se refiere a aquella aldea de chozas sobre estacas que vieron en el Lago de Maracaibo y a la que nombraron Venezuela. Para Vespucci no pasó probablemente de ser una humorada olvidada”.

Para Luigi Avonto, Vespucci si parece haberle puesto un énfasis especial al futuro nombre de nuestro país. Refiriéndose al mismo periplo marino de Vespucci, Avonto expresa: “De la isla de los Gigantes, los expedicionarios pasaron luego a otra ‘comarcana de aquélla a diez leguas’, donde encontraron una grandísima población que tenía sus casas edificadas en el mar como Venecia, con mucha arte. Según Magnaghi esta isla sería la de Aruba, pero es más probable que se trate de la península de Paraguaná tomada por una isla. Fue precisamente de este descubrimiento que tuvo origen el nombre de Venezuela, o sea “pequeña venecia” (nombre que en la mente de un italiano como Amerigo surgiría con total espontaneidad en semejante circunstancia), más tarde extendido a todo el país que aun así se denomina”.

Es verdad que otras calificaciones van a durar más en el tiempo, como la Tierra Firme o Costa Firme durante todo el siglo XVII e incluso parte del XIX, pero lo absolutamente cierto es que la denominación de Venezuela, esa que se derivó de la precaria realidad de unas veinte casas construidas en forma de campanas no erigidas en tierra firme, sino asentadas sobre estacas en el fondo de las aguas del golfo Coquivacoa y que trajo de inmediato a la mente del navegante florentino a la gran ciudad del Adriático, es la que logró, en definitiva y para siempre, imponerse en la conciencia y en el afecto de los habitantes de esas nuevas tierras.

Uslar Pietri expresa con meridiana claridad la aceptación colectiva y la emotiva preferencia que el término Venezuela despertó en los hombres y mujeres que nos precedieron:”Ya Aguado, el viejo historiador de siglo XVI, nos dice con sorpresa cómo ese nombre aparentemente absurdo e insignificante se ha ido imponiendo sobre todos los otros. Es un nombre que pierde pronto su desdeñoso sentido de comparación. Que adquiere una resonancia propia y distinta. Que no sólo en realidad llega a independizarse de su origen, sino además a identificarse por entero con una cosa nueva”.

El nombre de Venezuela resiste en el tiempo, no sólo en el de la Colonia española sino también durante el proceso de la Independencia americana, sobrevive y se consolida al desarticularse el proyecto político integracionista del Libertador, la Gran Colombia; mientras la antigua Presidencia de Quito terminará llamándose Ecuador y el Alto Perú será definitivamente conocido como Bolivia, Venezuela sigue para siempre siendo Venezuela, Como bien lo expresa Uslar: “Con el mismo extraño e inexplicable nombre que le empezó a crecer desde el día en que brotó por azar, sin escribano ni acta, en un olvidado rincón de las riberas del Lago de Maracaibo”.