Julio Márquez: La dictadura venezolana desestabiliza la región

Julio Márquez: La dictadura venezolana desestabiliza la región

A propósito de las recientes convulsiones sociopolíticas que han sacudido a varios países suramericanos, traduciéndose ellas en protestas de calle que por lo general degeneran en saqueos, actos de vandalismo y violencia que han costado no solamente cuantiosas pérdidas económicas sino también humanas, se ha desatado un debate público entre quienes aseguran que dichos eventos no responden a otra cosa más que a un plan urdido por la extrema izquierda latinoamericana con Nicolás Maduro a la cabeza, mientras que otros escépticos desestiman la idea argumentando que no solo es irreal sino también erróneo atribuirle tamaño poder a un hombre que tiraniza a su pueblo sobre los escombros de su propia destrucción.

Ante esta polémica, se hace necesario detenerse en ambos puntos de vista para señalar lo siguiente. En primer lugar, se peca de reduccionista si se constriñe el malestar social que pueda existir en algunos países a una mera maniobra política de una dictadura aborrecida en toda la región. No reparar en las causas estructurales que mueven a quienes con razón o no han protestado en las calles de Quito o Santiago, al único lugar que nos conduce es a un diagnóstico equivocado de la situación, y, por tanto, a dificultar en extremo la identificación e implementación de una solución a su vez estructural.

La existencia de esas causas estructurales del malestar social que en mayor o menor grado imperan en algunos países, ha sido precisamente la base de sustento que le ha permitido a un actor político anti democrático, a través de la organización de células militantes movidas por una lógica anti sistémica y no convencional, prender el chispazo sobre un pastizal. Porque sí, y aquí toco el segundo punto: la dictadura venezolana claro que tiene que ver con la desestabilización de las democracias ecuatoriana, colombiana y chilena, y la razón de esto, más que basarse en elucubraciones y teorías conspirativas, reside en una motivación estratégica que la historia así confirma.





En 1848, Carlos Marx y Federico Engels publicaron el famoso Manifiesto Comunista. De él se hizo mundialmente famosa una frase, que resume en buena medida el espíritu internacionalista del comunismo: “¡proletarios del mundo, uníos!”. Desde entonces, el totalitarismo de izquierda ha tenido claro que, para asegurar su propia existencia, necesaria es “la revolución mundial”, como en un momento llegaron a decir tanto leninistas como trotskistas. La lógica es sencilla y se puede explicar fácilmente: mientras un régimen anti democrático y enemigo de la libertad deba cohabitar con otros democráticos y libres, las tensiones existenciales entre ambos modelos nunca cesarán y podrían incluso poner en peligro la propia existencia del régimen dictatorial; de allí que para toda dictadura de izquierda, sobre todo aquellas que aspiran a construir y consolidar un Estado totalitario, la exportación de su modelo no es solo algo ideológicamente deseable, sino estratégicamente necesario.

Esto lo entendió y aplicó perfectamente Fidel Castro, quien, desde el mismo año de 1959, no solo apoyó, sino que además planificó y ejecutó incontables acciones subversivas destinadas a derrocar a los gobiernos latinoamericanos no afines al suyo, para luego, lógicamente, instalar unos que estuvieran en sintonía con La Habana. Así, se pueden contar las aventuras guerrilleras promovidas por Cuba en Panamá, Nicaragua, República Dominicana, Haití, Venezuela, Bolívia, Colombia, etc.

Los limitados recursos logísticos con los que la isla contaba no impidieron que Fidel Castro adelantara una política expansionista cuyo influjo llegó literalmente hasta la Patagonia, pues desde la Sierra Maestra había aprendido la aplicación del concepto de lucha asimétrica, y sabía muy bien que su fortaleza no descansaba en el poder de fuego de su improvisado ejército, sino más bien en las condiciones políticas en las que se encontraban buena parte de los países latinoamericanos. La estrategia era, más que confrontar abiertamente a los ejércitos nacionales de los países de la región, promover focos subversivos que generaran simpatía en poblaciones marginadas e infiltrar a las estructuras de los Estados para, en el momento preciso, revelarse contra el sistema democrático.

Hoy la dictadura venezolana, vástago de la cubana y tumor maligno que puja por hacer metástasis en toda la región, entiende que su supervivencia pasa porque el vecindario que hoy la señala y acosa con el ánimo de liberar al noble pueblo que con saña inhumana aferra como su rehén, cambie y le dé paso a regímenes anti democráticos. La dictadura venezolana sabe que no estará tranquila mientras haya un pueblo libre en Latinoamérica, pues desde allí siempre se levantará un dedo acusador para señalarla como lo que es: una desgracia.

Por todo esto, no puede caber la menor duda, más allá de las limitaciones económicas y de diversa índole, la dictadura venezolana está detrás del proceso de desestabilización de las democracias de la región, y esto la convierte en una amenaza no solo para el pueblo venezolano, que ha derramado sangre a borbotones a manos de sus esbirros, sino para toda América Latina y el mundo entero. Enfrentarla y derrotarla, es un deber histórico y un mandato moral.