El pasado mes de julio en México, unos treinta dirigentes de la región constituyeron el llamado Grupo de Puebla en la ciudad que lleva ese nombre, esgrimiendo un objetivo, a no dudar santificable: “resolver por fin la desigualdad y la pobreza en nuestros países”. A ese mismo tenor: “contener el avance de la derecha conservadora que insiste en promover los intereses y privilegios de una élite socioeconómica”.
Presumiblemente, esta iniciativa, representación del progresismo en el hemisferio, sería sucedánea del Foro de Sao Paulo, ofreciendo una versión deslastrada del extremismo, violencia y nihilismo característicos de la cofradía fundada por Fidel Castro y Lula Da Silva en 1990. Prima facie, un emprendimiento que luciría legítimo y de convivencia democrática regional. No obstante, se enturbia su naturaleza cuando en su nómina de fundadores descuellan nombres como los de Rodríguez Zapatero, Rafael Correa o Ernesto Samper, cómplices o socios, por razones políticas o pecuniarias, de la dictadura de Venezuela, la mayor sembradora de pobreza en la historia del continente.
Los representantes de este grupo ya han manifestado su confrontación con las acciones del Grupo de Lima, la alianza internacional más comprometida con la lucha por la liberación de la sociedad venezolana. Aluden el peregrino argumento del respeto a la autodeterminación y rechazo a una supuesta intervención armada en Venezuela, soslayando la patente injerencia cubana en nuestro país. Si a esto agregamos que, sin sonrojarse, ya han manifestado su respaldo al resultado de la elección fraudulenta de Evo Morales, o que adjudican al neoliberalismo el auge del narcotráfico en la región, desconociendo la connivencia palmaria del régimen venezolano con este negocio, se evidencian como una versión edulcorada del Foro de Sao Paulo.
La semana entrante el Grupo de Puebla será huésped en Buenos Aires de Alberto Fernández, quien, al parecer, compartirá con el inefable Andrés López Obrador la rectoría de los nuevos progres de la región.