Julio Márquez: La rebelión de los náufragos, versión 2019

El 21 de mayo de 1993, después de haber resistido dos intentos de golpe de estado, el presidente Carlos Andrés Pérez se dirigió al país en cadena nacional. El anuncio que hizo ese día fue histórico y marcó el inicio de un espiral de degeneración democrática e institucional en Venezuela, pues la Corte Suprema de Justicia, movida por la presión de la opinión pública más que por causas genuinamente legales, había anunciado públicamente el enjuiciamiento del presidente de la República, decisión que Pérez aceptó haciendo saber su disposición a separarse del cargo de manera inmediata, diciendo: “No me defenderé porque no tengo nada de qué defenderme”.

La razón que a la luz pública se mostró para justificar el enjuiciamiento y destitución de Pérez fue la corrupción. Un escándalo en medios de comunicación envolvía a los servicios de inteligencia por el gasto poco transparente de una partida secreta de doscientos cincuenta millones de bolívares. Sin embargo, el motivo real de su salida del poder no fue ese, sino la conflagración pública de un grupo de actores políticos que aprovecharon una coyuntura nacional crítica y un ánimo colectivo propicio para descargar sobre el presidente un cúmulo de frustraciones y resentimientos añejos, sin darse cuenta que el linchamiento que estaban proponiendo acabaría no solo con un líder político sino con la democracia misma.





La indignación que causa la corrupción es legítima, sobre todo en un país donde un número dolorosamente alto de ciudadanos sobrevive en medio de la pobreza, la desnutrición y la enfermedad. Sin embargo, esa indignación no pocas veces es usada con fines políticos por unos inescrupulosos que, alzando unas banderas de moralina, se dan a la tarea de hacer ver que un caso puntual de algún hecho doloso es un ejemplo claro de que “todo el mundo es corrupto y delincuente”, y que por ello la única “salvación” posible pasa por lanzar a la hoguera a todo el gobierno, a todos los políticos, a todo el liderazgo, a todos los partidos. Pérez fue el objetivo propiciatorio de todos los odios, frustraciones y resentimientos alimentados por la simplificación grosera de la realidad, todo ello bajo el auspicio de lo que él mismo llamó la “abigarrada legión de causahabientes”, un grupo variopinto que iba desde una cohorte de notables cuya soberbia y egolatría difícilmente cabían en un solo país, hasta unos militares traidores que usaron las armas de la República para atentar contra la democracia. Todos juntos bajo una sola causa irracional: la defenestración de un político que terminó siendo la de la democracia.

Aquel trauma nacional ha traído consigo a lo largo de las últimas dos décadas muchísimas reflexiones e incontables páginas escritas en nuestro haber historiográfico más reciente. No obstante, duele decir que, a la luz de la hecatombe venezolana, y a pesar de los aprendizajes que brinda la historia patria, soplan de nuevo los vientos de una nueva rebelión de los náufragos políticos, con la diferencia que la de ahora es mucho más patética y despiadada por encontrarse el país literalmente en ruinas.

A raíz de los señalamientos de unos hechos de corrupción ocurridos en Cúcuta, se ha desatado una jauría de actores dispares que, aprovechando el ánimo popular de frustración y de desesperanza producto del no cese de la usurpación, se ha dado a la tarea de atacar con furia irracional al presidente Juan Guaidó, al gobierno legítimo de Venezuela y a los partidos políticos que a él lo apoyan. Esa jauría, o en palabras de Pérez, esa “abigarrada legión de causahabientes”, sobresale por su faz heterogénea que engloba bajo un mismo discurso a actores connotados de la dictadura con otros de la llamada oposición radical, a figuras separadas del chavismo con opinadores opositores con influencia en redes sociales, todos parte de una bizarra comparsa unida en torno a una causa común: la defenestración de un político que terminará siendo la de una lucha.

Los efectos perniciosos que esta nueva rebelión de los náufragos podría causar en la lucha democrática venezolana son obvios y muy conocidos por parte de los enemigos de la libertad. No es casualidad que, en las redes sociales, en un país con cada vez menos conectividad a internet y menos cantidad teléfonos inteligentes, sobresalgan los bots y las campañas de desinformación que encuentran terreno fecundo en el estado de ánimo colectivo que impera en la actualidad. Esta estrategia de destrucción, muy propia del concepto ruso de “guerra híbrida”, tiene como propósito vender una idea envenenada: “para salir de la dictadura, hay que destruir al liderazgo opositor”. Esa idea, en condiciones normales, sería rechazada por ilógica; pero en Venezuela hace mucho tiempo que no hay normalidad, y las emociones han desplazado en muchos casos a la racionalidad. De allí que hoy existan algunos opositores que juren que el mejor plan para salir de Maduro es destruir a Guaidó, como quienes juraban que el mejor plan para salvar la democracia era defenestrar a un presidente legítimo en favor de la histeria colectiva.

Ojalá esta nueva rebelión de los náufragos no nos lleve a donde ya la historia nos ha dicho que llevan estas rebeliones: a la nada.