Thairy Baute: Inmigrante en mi propio país

Thairy Baute: Inmigrante en mi propio país

 

Dedicado a Serenella Rosas
Mi respeto y admiración por siempre





¿Quién dijo que para emigrar hay que cruzar el puente Simón Bolívar en la frontera con Colombia o llegar a Pacaraima en el estado de Roraima, Brasil? Este 2019 me mudaron a un país con dos Presidentes de la República [uno usurpador, otro auto-juramentado]; dos Asambleas Nacionales [una fraudulenta, otra elegida por la gente]; dos Tribunales Supremos de Justicia [uno inquisidor, otro virtualmente inservible]; dos Fiscales Generales [uno acosador de mafias que le roban el negocio sucio al régimen chavista, otra dando tumbos por el mundo] y dos monedas de circulación nacional [un devaluado bolívar conviviendo con un dólar que nos ayuda a sobrevivir en hiperinflación].

Pero lo más desconcertante es que estas realidades paralelas de la Venezuela adonde me obligaron a emigrar, sigue imperando una misma tragedia: la emergencia humanitaria compleja que se traduce en hambre, desnutrición, enfermedades, abandono de niños y ancianos por el éxodo masivo de venezolanos, muertes prematuras y otros insólitos fallecimientos como el de la colega Serenella Rosas, que pereció al maniobrar con la bomba hidroneumática de su edificio [el agua es casi inexistente en algunos lugares de mi nuevo país].

Esta emigración forzada es perturbadora e inquietante, porque cuando uno voluntariamente se muda a otro país, viaja con la esperanza de una mejor calidad de vida y un porvenir venturoso para sus hijos. Este no es mi caso. Ni siquiera me he movido un kilómetro de mi apartamento y todo me parece tan extraño y ajeno, tan lleno de incertidumbres y ambigüedades, tan volátil y complejo que, definitivamente, esta no es mi Venezuela.

¿Cómo vive un inmigrante? Se enfrenta a una sociedad muy distinta a la que conocía en su patria, debe adaptarse a los códigos culturales del país receptor, tiene que aprender a manejarse con un nuevo lenguaje [aunque haya emigrado a una ciudad de habla hispana] y le toca trabajar en lo que sea para sustentarse o mantener a su familia. Eso mismo he vivido yo en mi propio país, pero con una gran diferencia: aquí el futuro es absolutamente incierto.

El negocio de mi esposo se fue en picada y, aun cuando estuve trabajando en una asesoría comunicacional, igual debí ingeniármela para generar más ingresos. Crucé la frontera [impensable para mí] y me involucré en actividades de supervivencia como la venta de comida, hoy muy popular entre los venezolanos, sean comerciantes o no.

Emprendí con palomitas de maíz [tipo merienda para los niños de la urbanización], vendí panes de sándwich, andinos y acemitas, compartiendo el negocio con mi comadre, y luego también se me ocurrió que podía prestar el servicio de impresiones [tengo una impresora láser y vi en eso un nicho de mercado]. Con el dinero obtenido más otras pequeñas entradas por parte de mi esposo, más o menos podíamos comprar los alimentos diarios [aquí hay que vivir un día a la vez], pero esta plata resultaba insuficiente para “gastos mayores” como la inscripción de mis dos hijos en el colegio o la compra de uniformes, zapatos y útiles escolares [en Venezuela cualquier egreso no destinado a la comida es un lujo].

Sin proponérmelo, comencé mi propio desarraigo [supongo que quienes se fueron de Venezuela también lo experimentaron] y debí desprenderme de algunas cosas de cierto valor monetario, pero de incalculable valor sentimental: las prendas de oro [que no puedo usar por la delincuencia desatada]. Al venderlas, resolvimos la coyuntura del pago de la educación de nuestros hijos a quienes, por cierto, debimos inscribir en otro colegio menos costoso.

Hace apenas unos días atrás, Nicolás Maduro, el usurpador presidencial, lanzó esta perla [una de las tantas con que adorna su inmamable verborrea revolucionaria]: “Venezuela es mucho más hermoso que el país donde están lavando pocetas”. Yo sigo en Venezuela y me ha tocado lavar pocetas innumerables veces, porque la crisis económica pegó tan fuerte en el presupuesto familiar que no pude seguir pagando a la persona que me ayudaba en los quehaceres del hogar. Y sí, bueno, soy una limpiapocetas -a mucha honra- en mi propio país.

Quizás lo que más me ha afectado de esta particular emigración es el shock emocional que me produce el cambio en el comportamiento de algunos venezolanos. Para mí es irreconocible tanta agresividad, mal humor y perversidad de ciertos paisanos. Estamos en una jungla donde cada quien anda en su afán por sobrevivir y nada importa si en el camino nos pisoteamos a nosotros mismos. Eso duele muchísimo.

En una entrevista a la escritora cubana Zoé Valdés, leí esta demoledora frase: “Una de las cosas que hace el totalitarismo y el comunismo es extraer el alma de los ciudadanos”. Estoy viviendo en carne propia esta desgracia, resistiendo como puedo [sin perjudicar a los demás] en una sociedad primitiva, tribal y anómica.

Pero el panorama no es tan oscuro [sí, sigo siendo una irremediable optimista]. Aún hay venezolanos amables, honestos y solidarios entre los casi 30 millones que seguimos empecinados en echar para adelante a este país, a pesar de las adversidades y las improvisaciones imperdonables de algunos dirigentes políticos que derrochan dinero en putas y lícor.

Si me preguntaran ¿quieres regresar a tu patria?, respondería con un rotundo NO. La Venezuela de hoy es sinónimo de destrucción material y espiritual, y eso no lo quiero para mi familia. Regresar a lo que era mi país antes de la revolución chavista, tampoco, pues justamente por los crasos errores de esa época es que estamos padeciendo la actual tragedia.

Quiero vivir en una nación libre, donde las personas se conviertan en ciudadanos respetuosos de las leyes. Anhelo un país productivo cuyas condiciones económicas y sociales favorezcan el desarrollo del talento individual. Sueño con sembrar mis raíces en una Venezuela próspera, honesta y responsable de su propio destino.

@thairybaute