William Anseume: Miseria laboral

William Anseume: Miseria laboral

En este comienzo de año, Nicolás Maduro anunció, como si fuera un logro enorme de su ” revolución”, el “aumento” del salario mínimo. Lo llevó a 250.000 bolívares. Es decir, menos de 4 dólares mensuales. Lo demás no es sueldo ni salario, son complementos: bonos, como el de alimentación, que tampoco alcanza para alimentar a nadie.

El salario mínimo de Venezuela es, de lejos, el más bajo en América Latina. Si le sumamos a esta menguada condición la casi absoluta desprotección social, casi podríamos advertir la inexistencia de lo que en el mundo se conoce como trabajo. Por cuanto esas ridículas cifras representan el desconocimiento abierto, contumaz, de todos los acuerdos internacionales de los que Venezuela es suscriptor. Eso incluye por lo menos tres artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en cuanto a Trabajo Decente, la propia Constitución y la Ley del Trabajo. Ya es sabido que es este un régimen al margen de cualquier legalidad.





La dictadura, entre muchas de las enterezas institucionales y personales que se ha arrastrado, como un enorme deslave, se ha llevado el trabajo. Impone sueldos de miseria, obviamente sin la debida discusión. No somete a consideración alguna y retrasa las convenciones colectivas, desoye las recomendaciones de la OIT, de la ONU, de la OEA, en términos de derechos humanos laborales. La dictadura desprecia el trabajo y aúpa la delincuencia. Busca la desintegración del Estado en sus fundamentos, para dominar en la miasma.

Como relleno de sus múltiples falencias laborales, de vez en cuando reparte alimentos baratos que entrega en rapiña, para usar el hambre con fines políticos proselitistas. Una bolsa o una caja arrojada de cuando en cuando para “satisfacer” a una población, cada vez más hundida en la miseria y la precariedad más absoluta. Un bono al tanteo le puede llegar a alguno, como por obra de la suerte que esperan como una lotería mensual. “Me cayó”, señalan hasta contentos los hambrientos pobladores desprevenidos, a conciencia, sin embargo, de que su trabajo ya nada vale y de que su vida, la de su familia, pende de las míseras dádivas que el despotismo le puede deparar ahí mismo, en la puerta de su edificación.

Pobreza extrema repartida por doquier. ¿Cuántos muertos de hambre habrá que colgar en las estadísticas de los fallecimientos causados por la tiranía? ¿Cuántos connacionales han sido registrados como no vivos por enfermedad, cuando realmente mueren por desnutrición, por desatención, por carencia de medicamentos o de atención médica? La historia tal vez no abarque estos crímenes, pero están a la vista.

Anémicos y famélicos, enfermos y moribundos, se dificulta más emprender un proyecto sólido de lucha para revertir esta situación. El régimen lo sabe. El exterminio de cualquier resistencia pasa por la dependencia absoluta y la doblegación de las energías contrarias. Debemos sobreponernos a diario, en este combate dispar, al interés del poder establecido por destruir el trabajo y al individuo. Tal vez no se haya visualizado bien. Pero este sometimiento se revertirá cuando lo apreciemos en su justa dimensión y nos rebelemos más continuamente a él, hasta socavar sus fundamentos. Esta miseria laboral tenemos que adosarla a los crímenes, las torturas y los tratos crueles e inhumanos, por la afectación física y psicológica que indudablemente causan en el individuo, en la colectividad. No por albur se incrementan también las cifras de suicidios. La miseria laboral es el símbolo más representativo de los intereses contra los ciudadanos que ha impuesto esta dictadura revolucionaria.