Guido Sosola: Jurat falsum

Guido Sosola: Jurat falsum

Hubo una remota ocasión en la que Pérez II juramento al gabinete, pero surgió el comentario gráfico de un ministro que no alzó la mano derecha de acuerdo al rito acostumbrado. Pareció necio agarrarse de la fotografía publicada por un medio con el sujeto inmóvil en el grupo, porque no era posible invalidar el acto debido al acta inmediatamente suscrita por los juramentados y, por supuesto el juramentador, como requisito inexpugnable.

Desde el aula escolar, gracias a lo empedernidos catequistas combatidos en otros países, mientras que en el nuestro sobreviven para garantizar el sacramento de la comunión, sabemos del mandamiento que se refiere a no jurar en vano. Además, intuyendo la importancia mínima de la razón o racionalidad jurídica en una sociedad, estamos familiarizados y solemos invocar la traición del juramento militar, del hipocrático, del sacerdotal y asta del amor eterno que compromete al que se atreva a invocarlo, obrando como una espada de Damocles que luego tratará de banalizar.





En un viejo texto ya amarillento, el insigne maestro Piero Calamanrei aseguraba que el sólo decir de una persona no bastaba, pues, para darse por jurado había que efectivamente juramentarse. Es decir, que quede constancia inequívoca y hasta irrebatible de un acto formal, con testigos fiables, en contraste con los actos de la vida cotidiana, por lo que cierta solemnidad es indispensable, sobre todo cuando se trata de acceder a un cargo o a una responsabilidad del Estado que ha e justificarse como Estado.

Los enunciados valen para observar que el Comité de Postulaciones dizque para arreglar el rollo del Consejo Nacional Electoral (CNE) debió juramentarse ante la plenaria de la Asamblea Nacional que sencillamente ha de aprobar la terna y sencillamente juramentarlo de acuerdo al artículo 23 del Ley Orgánica del Poder Electoral, porque si no lo hace, sus actos son nulos e írritos. Además, está vigente la Ley de Juramento de 1945 que sustituyó a la de 1917, cuyo primer artículo reza: “Ningún empleado podrá entrar en ejercicio de sus funciones sin prestar antes juramento de sostener y defender la Constitución y Leyes de la República y de cumplir fiel y exactamente los deberes de su empleo”.

No es que nos pongamos leguleyos, pero lo jurídico es el último recurso que sirve para darle alguna racionalidad al innecesario empastelamiento político que, en última instancia, luce como un misil disparado a la propia encargaduría presidencial de Guaidó: por un lado, burlándose de él, dividida la Asamblea Nacional con una sede en el Capitolio y otra en la calle, los diputados de Juan, los de Parra, los del PSUV y los consttuyentistas de Diosdado se ponen de acuerdo, juraron haber juramentado el comité en cuestión, pero no hay juramentador alguno, no otro qe la plenaria de la AN. Del otro, Giorgio Agamben, un autor de moda en nuestros atrasados círculos académicos, decía en “El sacramento del lenguaje” que jurar es, al mismo tiempo, un compromiso y una maldición que nos coloca siempre ante el precipicio del de perjurio. Acotemos, es la guinda que faltaba al pastel político: jurar en falso y propagar la epidemia del descreimiento.