Juan Pablo García: La otra servidumbre

Juan Pablo García: La otra servidumbre

Todo el planeta está estremecido por el Covid19, como nadie antes pudo imaginarlo. Constituye un desafío para las sociedades de mediano o elevado bienestar y, con mayor razón, para las que tienen por característica una masiva pobreza material, incluyendo las que atraviesan una catástrofe humanitaria como la venezolana. Por supuesto, en unas y en otras, el tratamiento de la pandemia es diferente, porque no es lo mismo para Corea del Sur de economía abierta, con libertades públicas indispensables, que Corea del Norte, sumergida en el comunismo que la ha sometido a varis hambrunas a través de su historia. Sin embargo, permítanme citar un detalle: el del tránsito regular de la ciudadanía por las vías públicas. Las hay, liberales, mas organizadas y disciplinadas que regulan la circulación peatonal de acuerdo a la gravedad de las cifras que se ventilan de los afectados por la pandemia, con reglas claras que permiten el mínimo desenvolvimiento de los servicios fundamentales, al lado de otras, iliberales y dictatoriales, que no informan y, propensas a la anarquía, permiten – indiferentes – que cada quien se aventure a sobrevivir en la calle; faltando poco, cuando se les ocurre, obligan al ciego confinamiento de una ciudadanía que simplemente es rehén de los privilegiados del poder.

A todas estas, militarizada la pandemia en Venezuela, el tránsito peatonal y, limitado por la gasolina, automotor, está bajo la entera disposición de las bayonetas. A éstas, muy poco preocupa que haya alimentos o medicamentos, incluso, médicos, para atender cualquier vicisitud, porque cada quien debe vérselas con la hiperinflación. Lo único que les importa es ahogar en la represión el más modesto gesto de protesta. Llevarse preso al periodista o al ciudadano común que tome algún video o fotografía comprometedora. O al campesino y al indígena que les estorbe en el saqueo que hace por pueblos y caseríos de lo poco que materialmente queda. Para ello, las bayonetas ejercen el dominio absoluto de las calles. Las hay para que las transiten todo el que quiera o pueda, bajo el ojo vigilante de la policía o de la Guardia Nacional, pero también las hay vedadas o prohibidas.

Pudiera pensarse que esas calles son vedadas o prohibidas, porque algún brote corono-viral ha aparecido, aunque todos los testimonios que hemos recibido coinciden en una circunstancia: son las que acceden o circundan la sede de una gobernación o de una alcaldía. El jefecito rojo de turno, le importa un bledo que haya un foco pandémico en un lugar, pero las adyacencias de sus majestuosas oficinas deben quedar resguardadas por las alcabalas bien armadas, previendo alguna manifestación u otro evento que – por lo menos – los obligue a dar una explicación a la gente que se apersone. Así, la calle o avenida que le ahorra un tiempo considerable al transeúnte sea necesaria, ¿para qué? Entonces, la gente debe dar un vueltón. Esto que parece una tontería, obra como un magnífico símbolo del poder rojo-rojito. En medio del marasmo, de la situación calamitosa, el régimen le niega a los vecinos, eso que cualquier estudiante de derecho conoce al iniciar la carrera: la servidumbre de paso.