Cuba en Venezuela: la invasión consentida, por Ricardo Cayuela

 

La invasión consentida fue publicado a finales del año pasado y ha pasado tristemente desapercibido. Qué preocupante. Para mí, se trata de la mejor investigación periodística de los últimos años. Firmado por Diego G. Maldonado, el pseudónimo sirve de protección a un grupo de periodistas venezolanos que, desde dentro de su país, se dieron a la tarea de documentar la naturaleza de las relaciones entre Cuba y Venezuela. La historia se remonta al triunfo de la revolución cubana.





La primera visita de Fidel Castro a Venezuela fue escasos días después de la toma del poder por los revolucionarios, en enero de 1959. Los venezolanos recibieron a Castro con admiración. También habían logrado la osadía de terminar con la dictadura, la de Pérez Jiménez, pero a diferencia de los barbudos de Sierra Maestra, lo habían hecho sin violencia. Fidel Castro fue aclamado en las calles de Caracas y en la Universidad Central. Parecía que el proceso cubano y venezolano se hermanaban.

El remate de la visita era la entrevista de Fidel con Rómulo Betancourt, quien acababa de ser electo con la mitad de los votos en las primeras elecciones libres de Venezuela. Betancourt era el líder de Acción Democrática (de tendencia socialdemócrata). Además, había firmado el pacto de Puntofijo con Copei (el partido democristiano), que garantizaba la gobernabilidad y evitaba el regreso de los militares al poder. La entrevista fue desastrosa. A la antipatía personal entre ambos (que simboliza la incompatibilidad entre el líder carismático y el líder democrático), habría que sumarle la imposibilidad económica y legal de Betancourt de acceder a las peticiones cubanas de petróleo, crédito y cobertura diplomática. Al año siguiente, en venganza, empezó la desestabilización cubana de Venezuela con guerrillas pagadas, entrenadas y, muchas veces, dirigidas desde La Habana. Arnaldo Ochoa vivió un año en la jungla venezolana al frente de una de esas operaciones. (Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el general Arnaldo Ochoa habría de lamentar aquella tarde remota en que aceptó servir a los hermanos Castro).

La presencia de los cubanos en las guerrillas venezolanas no es un bulo “neoliberal”, sino una historia fáctica que cuenta con el testimonio de muchos de sus protagonistas. Destaca, por su puesto, el relato de vida de Teodoro Petkoff, quien pasó de retar a la democracia de su país a ser uno de sus más lúcidos defensores. La democracia venezolana logró vencer el desafío y consolidarse, al transmitir pacíficamente el poder al ganador de las elecciones en una suerte de bipartidismo asimétrico, roto sólo con la llegada al poder de Hugo Chávez en 1998.

La primera visita de Hugo Chávez a La Habana fue en 1994. Ya había dado el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, ya había sido amnistiado por su sucesor, Rafael Caldera, y ya había fundado el Movimiento (que no partido) Quinta República (que no cuarta transformación). Tenía tan sólo cuarenta años. Fidel, con casi setenta años, llevaba 45 en el poder. Con ese olfato político brutal, supo ver en el militar obstinado y anhelante de heroicidad a “su hombre en Caracas”. Y actuó en consecuencia. La visita se convirtió en una road movie, con “espontáneas” aclamaciones en la calle y vítores “sinceros” en su conferencia en la Universidad de La Habana. Chávez no podía creer las atenciones y la constante presencia de Castro durante su visita. Un espejo manipulado del viaje de Castro a Caracas en 1959, pero con final feliz. De hecho, selló el destino de Chávez. Castro se volvió su tutor. La Biblia en manos de Lutero. Fue su asesor durante las horas aciagas del golpe de Estado en su contra (error imperdonable de la oposición venezolana), fue su asesor médico frente a su enfermedad (que se trató en La Habana en buena medida) y fue su apoyo fiel para mantener su legado tras su muerte.

Con enorme riesgo personal, tanto de los autores como de sus fuentes, algunas inevitablemente anónimas o confidenciales, La invasión consentida narra una situación inédita en tiempos de paz: la captura de un Estado por otro, sin disparar ningún tiro y con la obscena aquiescencia de la víctima. Hasta este libro, el consenso más o menos establecido decía que a partir de las buenas relaciones entre Chávez y Castro, y la admiración del primero por el segundo, La Habana obtuvo el petróleo que necesitaba a cambio de médicos y entrenadores deportivos para Venezuela.

Era un acuerdo desventajoso para Caracas, pero asumible dentro de la retórica bolivariana. Incluso esta parte del trato, en principio relativamente aceptable, entraña más problemas de lo que aparenta. Por un lado, el agravio comparativo para el cuerpo médico venezolano. Los cubanos, sin pasar los trámites ni las horas de guardia ni los requisitos de sus pares venezolanos, trabajan en mejores condiciones y con un salario, nominal y en dólares, mucho más grande. Todo esto a un costo mayor para el país anfitrión que el que supondría contratar a sus propios doctores. Para los cubanos, el trato también es humillante, ya que sólo cobran una parte menor de su salario (entre el 10 % y el 25% en otras misiones; en el caso venezolano, menos del 10%) y el resto va para las arcas vacías de la Isla. Además, les retienen su pasaporte y sus familias se quedan de rehenes en Cuba para cancelar cualquier veleidad de búsqueda del exilio en otros países. Una suerte de exportación de esclavos con bata blanca. La mayoría de los médicos cubanos son buenos profesionales (la meritocracia académica sí existe en el socialismo real y van a la universidad sólo los que se lo ganan arduamente), pero arrastran enormes lagunas, sobre todo en lo relacionado entre medicina y tecnología aplicada. Son punta de lanza del sistema y sus víctimas. Aun así, la mayoría son voluntarios que prefieren ese trato vejatorio a la realidad cotidiana de su país.

La invasión consentida revela que los médicos cubanos son sólo la pantalla amable, solidaria internacionalista, por glosarlo en su lengua de madera, de un desembarco en toda regla. El trabajo de investigación analiza la penetración cubana en las áreas estratégicas del Estado venezolano. Desde la administración de los pasaportes y cédulas de identidad hasta las notarías y el registro de la propiedad, pasando por los custodios del palacio de Miraflores, la seguridad del Estado, las fuerzas revolucionarias, el sector energético, administración de puertos. Incluye el uso de la pista cuatro, reservado a presidencia, del aeropuerto de Maiquetía. Muchas de estas operaciones se hacen desde empresas internacionales, fundadas y dirigidas por la jerarquía militar cubana.

Con anécdotas, algunas chuscas, otras dramáticas, datos estadísticos, información pública e información de agencias internacionales, más la ayuda de fuentes internas que viven con dolor el drama de su país, La invasión consentida va desenredando la madeja de estos intereses cubanos en Venezuela, la historia concreta de cada uno de ellos, los nombres de sus responsables y la forma en que cada apertura se acordó entre los dos patriarcas.

Para Cuba, el acuerdo fue una bomba de oxígeno, un regalo del destino tras la caída del Muro de Berlín. Venezuela le brindó tanto petróleo a la Isla que La Habana se dio el lujo de vender en el mercado internacional una parte de esa ayuda. Caracas le reconstruyó y habilitó la refinería Camilo Cienfuegos. La Habana pagó esta generosidad sin precedentes confiscando la participación accionaria de PDVSA (la petrolera de Venezuela) de la sociedad estatal conjunta que la administra. También obtuvo miles de millones de dólares mensuales por el personal que labora en Venezuela. Apoyo diplomático, estrategias financieras y legales para evadir las restricciones del “bloqueo” americano. Y lo más importante: el reflotamiento de un proyecto político que se había quedado sin brújula tras el derrumbe del socialismo real en Europa en los noventa.

Ante este abrumador desequilibrio, los autores del libro se preguntan qué obtiene Venezuela de Cuba. Es inconcebible que un país mucho más grande, poblado y rico quedara en una posición tan desventajosa frente a su socio pobre, sobre todo porque ninguna de estas medidas es recíproca, y los venezolanos no tienen acceso a la vida interna de Cuba. La respuesta es dolorosa: Venezuela obtiene de Cuba una forma de hacer política y de control social, que incluye la marginación de la oposición, la vigilancia vecinal y la paulatina restricción de las libertades. También les da un foro internacional, el amplio mercado de tontos útiles internacionales (académicos, artistas y políticos) que siguen creyendo (y defendiendo) el discurso de la revolución cubana y sus héroes, pese a sus espeluznantes resultados.

Cuba ayudó sin duda al traspaso del poder de Chávez a uno de sus testaferros, más tosco que su modelo, pero igualmente fiel a la ortodoxia. Pero, sobre todo, Cuba le dio a Venezuela una mística del poder. Para estos ilustres latinoamericanos, el primer objetivo es obtener el poder. Por medios lícitos e ilícitos, con discurso blando o duro, por medio de la revolución, la lucha guerrillera o las elecciones. Pactando con Dios o el diablo. Y una vez en el poder, el trabajo político consiste en mantenerlo. De hecho, se rompen tantas leyes, límites y formas para mantenerse en el poder, que se vuelve un suicidio soltarlo. Cada mañana se cruza un Rubicón. A diferencia del régimen democrático (donde el poder se ejerce con límites y contrapesos, de manera temporal), en el modelo cubano, el poder es un fin en sí mismo y su mantenimiento justifica todos los medios.

El libro es de rabiosa actualidad por sus ecos internacionales, y puede servir de brújula para entender la posible naturaleza del acuerdo de los médicos cubanos en México (cuyo convenio sigue sin ser mostrado a la opinión pública) y de los nexos del gobierno de Caracas con muchos líderes europeos, de los líderes del Movimiento (que no partido) 5 Estrellas italiano a Unidas Podemos en España. El largo brazo de los petrodólares.


Ricardo Cayuela Gally fue director editorial para México y Centroamérica de Penguin Random House entre 2015 y 2019.

Este artículo fue publicado en su  blog Diario de la peste el 17 de junio de 2020