El regreso a pie de una migrante venezolana y su hijo de 3 años

El regreso a pie de una migrante venezolana y su hijo de 3 años

 

Yaraviceth Mayora, de 26 años, quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó la cuarentena en Colombia. Había migrado a Bogotá con su hijo, hasta que la llegada de la pandemia torció sus planes. A Alexander Jiménez, oriundo de Maturín, al oriente de Venezuela, le ocurrió lo mismo. Ambos echaron a andar sus pies y atravesaron Colombia para volver a tierras conocidas. Son solo dos de los miles de venezolanos que han debido regresar de una primera huida.

La Vida de Nos 

—154 km para Bucaramanga.

Un enunciado simple pero abrumador.

Era el mensaje que enviaba Yaraviceth a su hermana Deisy, en La Guaira, frente al mar Caribe venezolano, luego de caminar por más de 15 días desde Bogotá. Su destino era Cúcuta, donde esperaba cruzar el Puente Internacional Simón Bolívar para dejar atrás Colombia y nuevamente pisar tierras conocidas.

Yaraviceth Mayora, de 26 años, no caminaba sola. Su hijo de 3 años la acompañaba, con su pequeña bufanda y una chaquetica que apenas le permitían soportar las bajas temperaturas del camino hacia la frontera. Iba, también, su pareja. Durante todo el trayecto, las mascarillas blancas para protegerse del coronavirus les daban algo de calor en el rostro. Habían salido de la capital colombiana el 11 de abril, cuando este país ya contaba 18 días en cuarentena conjurando una pandemia que había matado, para ese momento, a casi 100 mil personas en el mundo.

El 6 de marzo, Colombia confirmó su primer caso positivo en covid-19, el de una joven de 19 años que había llegado a Bogotá desde Italia. A Yaraviceth esto no la inquietó. El negocio de venta de licores en el que trabajaba seguía operando con normalidad. Las primeras medidas tomadas por las autoridades, todavía en fase de prevención y contención, le hacían pensar que la epidemia se detendría con prontitud.

Había algo de incertidumbre en el ambiente, sí, pero las piezas de su vida todavía estaban completas.

No fue sino hasta que anunciaron la prórroga de la cuarentena que se le encendieron las alarmas. Todo un país confinado. Sin fechas ciertas que pudieran marcarse en un calendario. El no futuro.

Yaraviceth entendió que su vida como migrante, que había empezado escasos nueve meses atrás, corría riesgos imposibles de controlar. Si para otros con estatus regular sería difícil, por la emergencia económica y social que había traído la pandemia, para ella lo sería más. Había llegado a Colombia con un carnet fronterizo como único documento válido dentro del territorio y nueve meses después aún lo conservaba como identificación.

Quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó el primer periodo de aislamiento obligatorio. Tenía que costear los alimentos para su hijo con los pocos ahorros que conservaba y, aunque el pago del arrendamiento había dejado de ser una prioridad, no dejaba de preocuparle. Sabía que en pocos días ya estaría endeudada.

Fue cuando tomó la decisión que había estado meditando por una semana.

—Vámonos a Catia La Mar —le dijo a su pareja, también sin trabajo tras comenzar la cuarentena. Él había llegado antes que Yaraviceth a Colombia y se había empleado en un autolavado. Ella se vino siguiéndole los pasos en un autobús que tomó en la misma frontera por la que ahora regresará. Lo que ganaba en un local de venta de café en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía sencillamente no le alcanzaba para vivir. Eran nueve horas de trabajo diario por un salario mínimo sin bonificaciones. Dos, tres dólares mensuales, a lo sumo. Había decidido migrar para darle una mejor vida al hijo que había tenido con su anterior pareja, y también ayudar a su hermana Deisy y a varios sobrinos. Este regreso, igual de forzado, no estaba en sus planes.

Pero, a estas alturas, ya lo había entendido: la vida le había cambiado a todo el mundo. No tenía caso resistirse.

El asunto era cómo hacía para regresar.

Yaraviceth había escuchado de otros venezolanos que estaban volviendo a su país con el apoyo de Migración Colombia. Le dijeron que eran traslados humanitarios en más de 20 autobuses desde Soacha, al sur de Bogotá, y Bucaramanga, casi a 400 kilómetros de donde ella vivía. El 4 de abril, 600 venezolanos habían regresado al país voluntariamente a través de este procedimiento.

Un traslado en autobús hasta la frontera con Venezuela le costaba entre 120 mil y 150 mil pesos (unos 37 dólares) que ella no tenía, así que una mañana se enrumbó a una de las sedes de Migración Colombia y también a la Alcaldía de Bogotá. La única respuesta que obtuvo fue que debía esperar. No podían hacer más por ella. Eran cientos de migrantes en las mismas condiciones.

Días después, ya no podrían entrar a Venezuela todos al mismo tiempo. Migración Colombia informó del límite impuesto por el régimen de Nicolás Maduro, de 200 y 100 personas al día para que pudieran atravesar los pasos autorizados en el Puente Internacional Simón Bolívar, en el Norte de Santander, y el Puente Internacional José Antonio Páez, en Arauca, respectivamente. El argumento era la limitada capacidad del país para recibir a los migrantes, aunque autoridades en Venezuela dirían luego que cada día ingresaban al país hasta 700 personas.

Lo cierto es que el colapso ya no podía ocultarse. Desde el 16 de marzo, Venezuela había entrado en cuarentena tras el anuncio del primer caso positivo de coronavirus tres días antes. Entonces, comenzaron a someter a un confinamiento obligatorio a todo el que regresara. Los centros habilitados en San Antonio, La Fría y Rubio, en el estado Táchira, no contaban con las mínimas condiciones para recibir tal cantidad de personas y muchas, como si fuesen migrantes en su propio país, debían esperar en el Puente Binacional de Tienditas, durmiendo en el piso y sin acceso a alimentos y agua.

Todas eran noticias que escuchaba Yaraviceth. Pero, como si escuchara una balacera a lo lejos, todavía no era algo que la inquietara demasiado.

Sin respuestas rápidas de las instituciones a las que acudió en busca de apoyo, no le quedó más opción que caminar. Esperar, como le habían recomendado, era imposible para ella. No tenía dónde quedarse ni tampoco más alimentos para darle a su hijo. Sus últimos pesos los había usado en cancelar lo que debía del alquiler en la fría habitación de la pensión donde vivía. Su arrendatario le había dicho que debía cancelar el mes puntualmente. Y eso hizo.

—No nos están ayudando en nada —le dijo Yaraviceth a un periodista que cubría el masivo retorno de caminantes, en el peaje a la salida de Bogotá en dirección a Chía—. Dicen que no pueden hacer nada por los venezolanos, ni Migración ni la Gobernación ni nadie. Le preguntas a un policía en la autopista sobre qué hacer y no responde. Dicen que están ayudando con mercados a los venezolanos en la calle, es mentira. Estamos tratando de pedir cola, pero nadie quiere. 

Yaraviceth había escuchado rumores sobre los venezolanos que habían decidido irse. Se comentaba que ninguno de los que tramitaron el proceso con las alcaldías podría luego regresar a Colombia. Creía que las autoridades aprovechaban la coyuntura para expulsarlos. Y con ello, se aferraba más a la idea de echar a andar sus pies.

Un mes antes, el 17 de marzo, un decreto del alcalde de Pamplona, Humberto Pisciotti Quintero, había avivado la discusión en torno a la xenofobia contra los venezolanos. La normativa prohibía el ingreso y permanencia de migrantes no regularizados en su jurisdicción y suspendía temporalmente los cuatro albergues que les ofrecían alimentación y ayuda humanitaria. Y cuando la marea había bajado, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, copaba las redes sociales diciendo que ya se habían hecho cargo del pago de los alimentos, de los nacimientos, las escuelas y los empleos de los venezolanos. “Qué pena que lo único que no podemos cubrir es el arriendo. Y para eso pedimos un poquito de ayuda del Gobierno Nacional”. La administración de Iván Duque aún no emitía el decreto que prohibía los desalojos, firmado a mediados de abril, pero ya se sabía de cientos de familias venezolanas que habían sido expulsadas de las pensiones donde vivían.

Pero esto ya no era un tema para Yaraviceth.

Seis días después de salir de Bogotá, amparada en la compañía de un grupo de venezolanos que caminaban junto a ella y los suyos, recién llegó a Tunja, la capital de Boyacá. Había avanzado unos 140 kilómetros, que en carro les habría tomado poco más de dos horas. Siglos atrás, esa ciudad universitaria había sido un emplazamiento importante para colonos españoles. Ahora, era el sitio de paso de gente que huía por segunda vez, gente que regresaba de su primera huida.

Yaraviceth creía que no soportaría los cambios de temperatura, aquel intenso calor en el día y el frío penetrante en las noches. Pero no había tiempo para el arrepentimiento. Su único cobijo eran unas cuantas prendas que llevaba en la maleta. Y el tapabocas. Agradecía que al menos su hijo, a diferencia de ella, no tenía ampollas en los pies. Y que ellos no eran los únicos en el medio de la nada.

Puede leer la historia completa, que forma parte de un proyecto en conjunto de La Vida de Nos y DeJusticia en Los Confinados.

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