El filósofo moral Michael Sandel habla en un reciente libro, “The Tiranny of Merit”, sobre la política de la humillación, refiriéndose a la reacción que el culto a la meritocracia puede crear en sectores de la sociedad. No es que la meritocracia sea condenable, nos dice Sandels. Al contrario, es perfectamente deseable y necesaria para el progreso social pero, cuando prevalece aparejada con la insensibilidad, puede conducir a reacciones adversas de sectores que se sienten menospreciados por grupos de mayores logros.
Esto que leí de Sandels me disparó una alarma. Por muchos años he sido un defensor apasionado de la meritocracia petrolera como algo que debía haber sido imitado por la administración pública venezolana, lo que Alberto Quirós solía llamar la “contaminación al revés”. Es decir, en lugar de petroleros convertidos en burócratas venezolanos tradicionales, decía Alberto, “contagiemos” a esa burocracia con nuestra eficiencia. Este fue un sueño de imposible realización por aquello que el pez grande casi siempre se come al chico.
La victoria obtenida por la meritocracia petrolera venezolana durante el proceso de la nacionalización y algunos años post-nacionalización creó una reacción tan fuerte por parte del mundo político que fue llevando a PDVSA a ser invadida por la politiquería, hasta llegar a la debacle chavista, en lo que ha representado un trágico proceso de nivelación hacia abajo.
Las reflexiones de Sandel me han ayudado a entender lo que nos ha sucedido en la industria petrolera venezolana. Se trata de reacciones producidas por lo que él llama en su libro la política de la Humillación y que yo creo más apto llamar – al menos en el caso venezolano – la política del resentimiento. Veamos:
La nacionalización petrolera consolidó una élite
La decisión política de “nacionalizar”, realmente estatizar, la industria petrolera venezolana condujo a que un relativamente reducido número de técnicos y gerentes venezolanos de la industria petrolera, casi todos bien educados en las mejores universidades de Venezuela y del exterior, tomaran el control operacional de la industria petrolera. Esta Gente del Petróleo era “rara” para el mundo político venezolano, esencialmente desconocida. Muchos de sus integrantes hablaban varios idiomas, habían viajado extensamente, se sentían a gusto en Caracas y en Houston, Londres o Yakarta. Tenían una visión tecnocrática – no política – de sus responsabilidades. No creían necesario enviarle flores a la querida del jefe para progresar en la empresa. Eran, sí, frecuentemente arrogantes y se sentían miembros de un grupo especial.
Eran miembros sofisticados de un grupo diferente al empleado promedio de la administración pública. Estas diferencias pudieran haber sido manejables si hubiese existido una alta dosis de sensibilidad de parte y parte. Pero no fue así. De esos orígenes culturales diversos fue surgiendo la desconfianza y la animadversión, alimentadas por diferencias en las condiciones de trabajo. Ello llevó a una progresiva tirantez entre quienes trabajaban en la industria petrolera y quienes trabajaban en los ministerios que regulaban sus actividades.
Quizás la mayor cuota de responsabilidad estuvo en quienes pertenecíamos a la “élite” petrolera, por haber tenido con frecuencia una actitud condescendiente hacia los empleados de la administración pública, aún sin proponérnoslo conscientemente. Fue un proceso totalmente insidioso. Aunque el petrolero promedio no “se las daba” y simplemente hacía su trabajo bien su silenciosa dedicación al trabajo era tomada por el grueso de la burocracia estatal como señal de desprecio hacia ellos y como indiferencia hacia el país. En el mundo político se fue consolidando una matriz de opinión según la cual estos venezolanos tecnócratas y amantes de la llamada “meritocracia” tenían mentes colonizadas por sus ex – empleadores anglo-holandeses o estadounidenses. Así lo dijo, entre otros, Jaime Lusinchi en discurso ante el Congreso. Esta percepción del mundo político era compartida por la mayoría de nuestros políticos destacados, desde la extrema derecha de Hugo Pérez La Salvia hasta la extrema izquierda de Radamés Larrazábal.
El progresivo estado de guerra “fría” entre petroleros y los políticos de oficio y burócratas del estado tenía que ver con sentimientos de superioridad y de inferioridad. El mundo político y burocrático oficial se sentía humillado por los petroleros y comenzó a reaccionar ante ellos con desconfianza y antipatía.
Estos miembros del sector político y gubernamental venezolanos se habían acostumbrado a verse como el sector dominante de una sociedad tradicionalmente basada en el poder, ya el país estuviese en democracia o en dictadura. En su percepción la tecnocracia petrolera amenazaba con tomar el control de ese poder por la vía del conocimiento sobre la industria esencial para el país y de habilidades gerenciales que eran poco comunes en la administración pública. El mundo no-petrolero se sintió agredido y comenzó a batallar en contra del “enemigo”.
Sugiere Sandels en su libro que el resentimiento contra las élites por parte de los sectores de menores logros tiene que ver con los patrones existentes de reconocimiento y de estima social. Generalmente el graduado universitario ve a su colega no-graduado de arriba hacia abajo. En el caso venezolano la adhesión del sector petrolero a la meritocracia, es decir, al ascenso y la recompensa en base a méritos los llevaba a educarse mejor, a estar en continuo esfuerzo de superación, poseían una cultura que no podía improvisarse de la noche a la mañana en el seno de la administración pública, donde los estándares eran frecuentemente más bajos. La conciencia de estas diferencias generó mucha humillación en amplios sectores del mundo político, generando complejos de inferioridad que llevaron a una guerra fría y no tan fría contra la industria petrolera. El término meritocracia se convirtió en una mala palabra para los grupos resentidos. Ya hemos visto como en la Venezuela del chavismo los objetivos sociales y políticos han sido exactamente contrarios a los que se requieren para lograr el progreso, lo cual ha conducido a una sociedad chavista hasta orgullosa de su ignorancia. Ser rico es malo, decía Chávez, a pesar de que esa consigna no caló entre sus seguidores, quienes se dedicar0n a saquear el país. A la internacionalización de la industria opusieron la “internalización”, como si el petróleo pudiese quedarse en casa. Ramírez Carreño decía, escandalizado, que la PDVSA “meritocrática” pretendía que PDVSA diese ganancias, como si ello fuese un crimen y no la razón de ser de la empresa, en lugar de la importación de comida podrida o la cría de búfalos. El chavismo creó una “nueva” PDVSA con misión y objetivos “revolucionarios” y anti-meritocráticos, lo que llamó una empresa “social”.
El resultado está a la vista: La ruina de PDVSA y la ruina material y espiritual del país.