El coronavirus acabó en un mes con casi 30 años de amistad

El coronavirus acabó en un mes con casi 30 años de amistad

 

 





Las muertes violentas dejan un inmenso sin sabor en los allegados de los fallecidos. Esta, sin lugar a dudas, ha sido la más violenta y cercana que le ha tocado vivir a quien suscribe.

Ilógica, irreal e inmerecida, no es una muerte más, es culpa de un cúmulo de factores que los inocentes no podemos manejar y que escapan de nuestras manos.

30 años de amistad se acabaron en un mes, la amistad mía con mi amigo.

Vivíamos compartiéndonos imágenes que nos llamara la atención a través de los mensajes privados del Instagram. Él siendo diseñador gráfico y yo siendo periodista, la estética de las vainas agradables que nos podrían gustar no nos las guardábamos y me pareció extraño que la frecuencia disminuyera, a pesar de ser algo normal.

Apenas hace dos semanas, el 10 de noviembre, me lo dijo. “Tengo covid”.

Dos semanas después ya no tengo mejor amigo.

Los gustos similares fueron siempre una constante desde que nos conocimos entrando en la adolescencia. Corría el año escolar 1992-1993 y por cuestiones de la vida dábamos al mismo tiempo el paso de un colegio privado a un liceo público, en el mismo salón, de un séptimo grado con 10 secciones.

Entre trabajos del liceo y conciertos de rock arrancó una amistad sincera y fuerte a lo largo de casi 30 años que trascendió de mí a mi familia. Mi hermano, mi parranda de primos y tías, madre, padre y hasta mis hijos, que con mucho cariño lo llamaban “tío”, lo estamos llorando con incredulidad.

Mi familia terminó siendo suya.

Pulcro como era, desconocía cómo carrizo pudo haber contraído el virus. Sus medidas sanitarias eran bastante óptimas porque vivía con su mamá, adulto mayor, y temía por ella. No agarró Metro; trabajó desde casa; salía con mangas largas; guantes; tapaboca y mascarilla. También desinfectaba ropa y zapatos antes de entrar a su casa.

“¡Esa vaina está en el aire!”, me dijo.

 

De repente todo colapsó… creía que me iba a morir

 

A la revelación de la presencia del covid vinieron mis preguntas lógicas y sus respuestas claras.

Todo comenzó como un malestar normal “como si te fuera a dar gripe”. Ni dolor de cabeza, ni náuseas, ni pérdida de olfato, ni pérdida de gusto. Ocho días de fiebre 38-39, pero, mucha fatiga. Caminar del cuarto a la cocina se le dificultaba.

Cerca de dos semanas después de los primeros síntomas, sus niveles de saturación de oxígeno en la sangre bajaron a 66 por ciento cuando deben estar entre 95 y 100 %.

Monitoreado en casa con una doctora y recibiendo tratamiento, alquiló un concentrador de oxígeno cuyo costo escapa de las manos de cualquier mortal venezolano y, lamentablemente, no fue suficiente.

 

Hipoxia silenciosa

 

A diferencia de otras enfermedades respiratorias, el covid-19 puede privar al cuerpo de oxígeno lentamente sin causar problemas para respirar en un principio, reseña la National Geographic.

“Para cuando algunos pacientes presentan disnea o sienten presión en el pecho, unos de los síntomas que figuran como señales de alerta urgentes, ya se encuentran en una situación grave”, reseña la nota titulada “La hipoxia silenciosa y cómo se relaciona con la COVID-19”, publicada el pasado 28 de mayo en la versión online para Latinoamérica de la revista.

 

Una lotería macabra

 

Hace exactamente una semana le hice saber que le avisé a todo el “grupete”. Mis familiares y panas en común que ahora están regados, a juro, por el mundo y del que solamente quedábamos él y yo acá en el país.

México, Chile, Argentina, Colombia y Venezuela se unieron al mediodía del martes 17 de noviembre en un improvisado grupo de WhatsApp que él mismo creó: “Así echo un mismo cuento, porque separado es más ladilla”.

Entre mensajes de positivismo, uno que otro chiste y planes a corto plazo se nos fue pasando el día. Aseguraba sentirse bastante mejor y se mostraba encaminado a continuar. Le mandé un selfie a las 7:24 pm con un whisky en la mano, se lo dediqué y brindé por su salud… lo vio a las 7:48 pm y no supe más de él.

Se nos fue físicamente en la mañana del 18.

Un mes exacto le tomó al coronavirus acabar el trabajo al que la vida le había tomado 40.

En un país normal debió haber estado monitoreado en un hospital público con los doctores que también están dándolo todo. En una situación país normal hubiese estado monitoreado en una clínica privada con los doctores que también están dándolo todo.

A pesar de que suene a cliché en este año de pandemia, la invitación es a no bajar la guardia. A pesar de anuncios televisivos de rojos fantoches bigotones sobre “normalizaciones”, el tema del virus es serio.

Estamos a merced de una lotería macabra indefensos en un ex país.

Te voy a extrañar y mucho Wil, gracias por casi 30 años de una irrepetible amistad.

Gabo