Ibsen Martínez: Matilda Mamagay

Ibsen Martínez: Matilda Mamagay

Ibsen Martínez @IBSENMARTINEZ

Lanzarse al mar en un bote improbable, con un infante de dos años en brazos.

Desde tierra firme, con la fe puesta en alcanzar una isla al otro lado de un brazo de mar perennemente embravecido. Ponerse en manos de una mafia de trata de personas, naufragar y hallar de noche la muerte atroz de los ahogados. Un caso particular de la incesante, masiva tragedia de las migraciones en nuestra América: que se sepa, 28 balseros muertos, muchos de ellos niños de corta edad, ha sido el saldo esta vez. Buscaban escapar de los horrores que entraña ser pobre en la Venezuela del socialismo del siglo XXI. Querían llegar a la isla de Trinidad.

Hace pocos años, alguien del exilio venezolano de Miami, creyéndose ingenioso, acuñó la macabra expresión “somos balseros del aire”, aludiendo fachendosamente a su llegada por vía aérea a Estados Unidos. La tragedia humanitaria que se agudizó a partir de 2017 ha expulsado de Venezuela a 4,8 millones de refugiados. Tres millones y un pico muy largo de ellos se hallan hoy dispersos por toda Sudamérica. Ninguno se ha ido de Venezuela en avión.





Las víctimas del naufragio de que hablo eran pobrísimas, acaso las más pobres pues partieron del estado Sucre, sin duda el más pobre del país. Zarparon clandestinamente desde las cercanías de Güiria, legendario puerto situado en la costa sur de la península de Paria y al norte de la desembocadura del gran Orinoco, en lo que las cartas marinas del siglo XVIII todavía llamaban “Golfo Triste”, tal como lo bautizaron los navegantes españoles en tiempos de Colón.

En línea recta, menos de cien kilómetros separan a Güiria de Puerto España, la capital de la antigua posesión británica. Es este un mar de aguas muy agitadas, divididas entre ambas naciones. De su turbulencia y peligrosidad da cuenta el nombre de uno de los estrechos que separan Trinidad de la tierra firme: Boca del Dragón.

Esta tragedia se añade a la lista de naufragios que, en los últimos dos años y medio, ha cobrado ya casi un centenar de vidas en las costas venezolanas. La desesperación de quienes padecen lo peor de la crisis humanitaria del país ha causado la muerte de quienes han tratado de escapar por mar, proa a las cercanas islas neerlandesas, al oeste, o rumbo a Trinidad, desde el oriente.

Las draconianas deportaciones de migrantes ilegales ordenadas por las autoridades trinitarias doblan los riesgos mortales al convertir el cruce de estas aguas difíciles en una ordalía de ida y vuelta. Las ONG de derechos humanos que obran en ambas costas afirman que las deportaciones expresan, más bien, la dolosa complicidad de autoridades corruptas. Los impagos a la mafia se castigarían con deportación inmediata.

Irónicamente, los viajeros fallecidos la semana pasada aprovecharon el relajamiento del confinamiento sanitario, dispuesto irresponsable y demagógicamente por Maduro de cara a las Navidades, para intentar alcanzar Trinidad, donde se calcula que ya viven cerca de cincuenta mil venezolanos, la mayoría ilegalmente.

La prensa global ha dedicado en los últimos tiempos estremecedores reportajes de la tragedia migratoria latinoamericana. Cada una ha dejado tras de sí desazones muy suyas. Así, lo ocurrido en el Golfo Triste ha conturbado especialmente a los venezolanos por la significación que nuestra vecindad tiene en la memoria cultural-popular de ambas naciones.

En los años 20 y 30 del siglo pasado, una era difícil para la isla, miles de trinitarios cruzaban el Golfo Triste en balandras y faluchos buscando llegar a los boom towns del auge petrolero en la costa oriental del Lago de Maracaibo. Se agenciaban una nueva identidad pescando nombres de pila y apellidos españoles en las lápidas de los cementerios que encontraban a su paso. Virgil Soames, abuelo de un amigo de mi infancia, se trocó así en Virgilio Suárez.

Las primeras cuadrillas de perforación, integradas por paletos gringos de Texas u Oklahoma y braceros venezolanos se felicitaban de tener un trinitario como intérprete. Fueron estos los tiempos de “Matilda”, canción atribuida a un cantor popular, pionero del calypso, cuyo nombre artístico fue King Radio. A mediados de los 50, Harry Belafonte la popularizó en todo el mundo: Ma-til-da, Ma-til-da, Ma-til-da, she took me money and run a-Venezuela…

Trinidad dejó de ser posesión española en 1797, cuando fue ocupada por fuerzas inglesas; es el mismo año de la primera acción independentista venezolana. Uno de sus conjurados, Pedro Gual, alcanzó a huir a Puerto España, donde murió, presuntamente envenenado por un doble agente español. Las luchas venezolanas por la Independencia llevaron a Trinidad, en uno u otro momento, a muchas de sus figuras proceras, como don Francisco de Miranda.

El siglo XX venezolano no puede contarse sin que Trinidad aparezca como base de operaciones de más de una afiebrada conspiración contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Nuestra más grande poeta vivo, Rafael Cadenas, luego de sufrir cárcel durante la dictadura de Pérez Jiménez, vivió su exilio en Puerto España y de esa experiencia surgieron en 1960 los entrañables Cuadernos del destierro. No hay venezolano cultivado que no sepa de memoria sus versos mejores: “el tiempo me había empobrecido/ Mi único caudal eran los botines arrancados al miedo / De tanto dormir con la muerte sentía mi eternidad”.

Para mí hay una palabra que cifra jocundamente la familiaridad entre el pueblo trinitario y el mío. Es la palabra “mamagay” con que el inglés criollo de los trinitarios se ha apropiado de una expresión coloquial venezolana (que compartimos con los colombianos): “mamar gallo”, suprema sublimación juguetona del doble sentido. Mamar gallo: nuestra versión del albureo, la incombustible chercha caribeña. Are you mamagaying me? es el santo y seña de la jovialidad trinitaria.

Me entristece que de la desgracia surja la xenofobia entre nuestra gente, pero más aún la casi certidumbre de que estas muertes, como tantas otras que cada día acongojan a Venezuela, mediando la criminal indiferencia de los gobiernos de Caracas y Puerto España, queden sin juicio ni castigo.


Este artículo fue publicado originalmente en El País el 21 de diciembre de 2020