Frank Calzon: Sin reciprocidad no habrá normalización con Cuba

La decisión del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, de reinsertar a Cuba en la temida lista de países patrocinadores del terrorismo recibió inmediatamente una respuesta de La Habana y de varios comentaristas que denunciaron la medida.

En la misma declaración del jefe de la diplomacia estadounidense se dio a conocer que Sudán, que había permanecido sancionado desde 1993, ha sido sacado de la misma lista.

¿Por qué la diferencia?





Según la cancillería estadounidense, porque Sudán negoció de buena fe con Washington, aceptó su responsabilidad por los crímenes cometidos, dejó de apoyar al terrorismo y, significativamente, decidió compensar a las víctimas o a sus familias por los actos terroristas de Jartum.

Sudán no le da abrigo a terroristas buscados por el Buró Federal de Investigaciones, ni es aliado estratégico de países involucrados en el terrorismo internacional como Irán, Siria y Corea del Norte. Por lo demás, Sudán es uno de los países de la región que recién ha normalizado sus relaciones con Israel.

Algunos han lamentado que Washington incluyera a La Habana en la lista justo en los últimos días de la presente Administración, aduciendo consideraciones políticas pero soslayando el hecho de que Cuba estuvo incluida desde 1982, bajo las Administraciones de Reagan, Bush, Clinton, Bush hijo y Obama. Y que no fue hasta que el general Raúl Castro amenazó con no facilitar la apertura de las embajadas en 2015 que el presidente Barack Obama tomó la decisión de sacar a Cuba de la lista.

Obama hizo mucho más que eliminar a La Habana de la lista, pues devolvió a la Isla al espía Gerardo Hernández. Ese agente de inteligencia cubano cumplía dos condenas perpetuas en una penitenciaría federal por haber planeado el derribo de dos avionetas civiles en el espacio aéreo internacional, lo que causó la muerte de cuatro residentes de Florida, incluyendo tres estadounidenses.

Ese espía ya había recibido privilegios especiales del Gobierno de Obama mientras estaba preso, pues pudo enviar semen a su esposa en Cuba para concebir a una hija. Obama ignoraba así que Raúl Castro había condecorado a los pilotos de los aviones de combate que derribaron esas avionetas en febrero de 1996 y que la entonces secretaria de Estado, Madeleine Albright, denunció públicamente en Naciones Unidas por su cobardía.

Barack Obama, quien había dicho que el diferendo de Estados Unidos con Cuba se había iniciado antes de su nacimiento, como si eso probara su condición de obsoleto, esperaba que la reapertura de las embajadas sería parte de su legado histórico.

Lamentablemente, como declaró en septiembre pasado el exsecretario de Estado John Kerry, “todos estuvimos un tanto frustrados por la dirección elegida por el Gobierno cubano”, en el sentido de “un endurecimiento tras ciertos pasos iniciales”.

Todo lo anterior seguramente será reexaminado por Jake Sullivan y Antony Blinken, seleccionados por Biden como consejero de Seguridad Nacional y secretario de Estado, respectivamente.

Es difícil que en la revisión de la política hacia Cuba se ignore esta realidad: a pesar de las concesiones de la Administración anterior, la Plaza de la Revolución continuó su apoyo y colaboración con terroristas internacionales, y no se cumplieron las promesas hechas a Obama de mejorar la situación de los derechos humanos ni de realizar reformas aperturistas en la Isla.

Además, el futuro presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, Robert Menéndez, un demócrata de Nueva Jersey, seguramente le recordará a la Casa Blanca que el Gobierno cubano no cumple sus promesas. Con una excepción: Estados Unidos vende a Cuba todos los años cientos de millones de dólares en alimentos y medicinas, pero los pagos tienen que recibirse en el banco antes de que los barcos con los pollos congelados salgan del puerto.

Las compañías extranjeras que han confiado en las promesas de pago de La Habana han sufrido las consecuencias por ello. En las últimas semanas, Rusia y Angola suspendieron proyectos con la Isla valorados en muchos millones de dólares, debido precisamente al incumplimiento de las obligaciones financieras del régimen cubano.

Si Obama hubiera condicionado sus concesiones a la retirada de los miles de soldados cubanos de Venezuela, al retorno de los terroristas estadounidenses prófugos de la justicia de EE UU y al cese de lo que Ernesto Guevara llamaba el “terrorismo revolucionario”, Cuba ya sería probablemente un país normal, sin tanta necesidad de normalizarse a perpetuidad, y, aún más, las relaciones entre ambos países estarían hoy beneficiando tanto a la ciudadanía cubana como a los intereses económicos y de seguridad nacional de Estados Unidos.

Joe Biden tiene en sus manos una oportunidad histórica única: asegurarse de no repetir sus propios errores durante los ocho años del obamato y presionar por todos los canales legales a La Habana hasta que el Gobierno cubano demuestre reciprocidad y merezca ser sacado de una lista a la cual pertenece desde hace cuatro décadas.

No es en Washington donde deben darse los primeros pasos. Ya se dieron pasos de sobra entre 2008 y 2016, muchos de ellos siguiendo una agenda de secretismo típica de los totalitarios. Es hora de que La Habana tome la iniciativa y asuma responsabilidades, dejando de protagonizar patéticamente el papel de víctima de un imperialismo imaginario. Es hora también de que la gerontocracia acepte que debe respetar los derechos humanos en la Isla y acatar los reclamos de democratización del pueblo cubano en el interior y en la diáspora.


Frank Calzon es activista de derechos humanos, politólogo, escritor, ex director ejecutivo del Centro para una Cuba Libre y representante en Washington de Freedom House.

Este artículo se publicó originalmente en 14ymedio el 16 de enero de 2021