Manuel Barreto Hernaiz: El ejemplo de Praga

“La primera pequeña mentira que se contó en nombre de la verdad, la primera pequeña injusticia que se cometió en nombre de la justicia, la primera minúscula inmoralidad en nombre de la moral, siempre significarán el seguro camino del fin”.
Vaclav Havel

Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni se ha mentido de forma tan constante, descarada y sistemática. Ya resulta un atentado contra la ciudadanía el hecho de confundir la verdad con la mentira, al punto tal de exhibir la mentira como verdad. Aquí lo que tenemos es un régimen enfermo de poder, que está dispuesto a hacer lo que sea, por mantenerse atornillado en él, cueste lo que cueste, que trasgrede, corrompe y miente sin recato, dirigido por seres más falsos que una escalera de anime.

Pero lamentablemente nos hemos acostumbrado con facilidad a la mentira, o a hacernos la vista gorda ante la triste realidad que nos abofetea cotidianamente.





Hay que reconocer, en honor a la verdad, que el régimen hace maravillas con esto de la comunicación, el marketing y la propaganda. Ya no es cuestión de magnicidio, ni de guerra económica o invasión del Imperio, como tampoco de sus sanciones. Ni las maromas discursivas para edulcorar lo amargo de la realidad que ya le alcanza.

La corrupción de la sociedad comienza con la corrupción de las palabras. La democracia – en principio – es un sistema que consiste en saber escuchar, pero también consiste en saber explicar. Sin embargo, cuando las palabras han perdido, por la necesidad de la mentira, su sentido, nadie puede explicar nada y nadie espera entender nada. La mentira en la política es aquella acción que pretende ocultar, deformar o destruir información y hechos. La mentira es una deformación intencional de la realidad. Al deformar la realidad con falsedades se agrede el sentido común y se dificulta el proceso comunicativo de entendimiento entre los ciudadanos, pues con la mentira surge una discrepancia entre los hechos y los discursos.

Se dice que en Praga el día que se reunió la Asamblea Legislativa, después de haber pasado la “Revolución de Terciopelo” pensaron elegir al presidente de la República checoslovaca. Se reunió la Asamblea para elegir a aquél que dirigiría la nación, a aquella persona encargada de coordinar el esfuerzo comunitario para hacer una comunidad plena y llena de buenos resultados. Se preguntaban cuál era la virtud superior, el valor distintivo de aquella persona llamada a ejercer el gobierno. Uno sostuvo que la inteligencia, otro argumentó que la iniciativa, se dijo que la capacidad de poder, se dijo de todo, pero un zapatero que pertenecía a la Asamblea dijo lo siguiente: “La única virtud real de un gobernante es su capacidad de decir la verdad”. Eso causó desconcierto pero el zapatero lo sostenía con contundencia, ya que cuando se ha vivido en el totalitarismo, en un imperio de mentiras, lo único que va a hacer a la política creíble es la verdad. El silencio cundió y el zapatero volvió a intervenir y dijo: -Señores, yo conozco a alguien que siempre dice la verdad.

Se refería a Václav Havel, quien en ese entonces purgaba su última pena de prisión por decir la verdad. Había escrito Havel un libro que se titulaba “El intento de vivir en la verdad”, y por ello fue a dar con sus huesos a la prisión, de donde lo sacaron para ser presidente de Checoslovaquia. Al posesionarse pronunció uno de los discursos más breves del mundo cuando dijo a su pueblo: “El único punto por el cual yo me comprometo ante Dios y ante ustedes es el de ejercer el poder diciendo la verdad”.

Václav Havel, el presidente checo, propuso la verdad y la credibilidad como las dos columnas más importantes de la democracia. Decir la verdad y ser creíbles es volver a fundar la política en la ética. En uno de sus nobles ensayos – “Política como ética practicable” – dejó anotado Václav Havel: “Estoy convencido que no podemos construir un Estado de derecho ni un Estado democrático si es que no construimos al mismo tiempo –aunque ello suene poco científico en los oídos de los politólogos- un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar nada: ni siquiera legalidad, tampoco la libertad, ni aún los derechos humanos, si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”.

Si estamos como estamos no es por culpa de la verdad sino de su ausencia, ya que donde se escatima la verdad, ella es sustituida por la mentira. La peor consecuencia de la corrupción y el clima de impunidad creado por una justicia permisiva y controlada, por organismos de control supeditados al régimen y por todo ese estamento que conforma la cadena de poder servil, es la indiferencia de una sociedad que no se escandaliza.

Cuando la política se convierte en un pantanal, la culpa es de los gobernantes, pero, sobre todo, de una ciudadanía sumisa, domesticada, manipulada y clientelar que, lejos de correrlos a sombrerazos, vuelve a votar por ellos. Nicolás Maquiavelo, en “El Príncipe” dejó escrito: “Los hombres son tan ingenuos, y responden tanto a la necesidad del momento, que quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar.” La desvergüenza y cara dura se ha puesto a la orden del día. Un pueblo ilusamente confiado que parece haberse enajenado; ahora el mentiroso se miente a sí mismo pues tiene miedo de sí y de cuanto le rodea.

Lamentablemente nos hemos acostumbrado con facilidad a la mentira, o a hacernos la vista gorda ante la triste realidad que nos abofetea cotidianamente. De nuevo Maduro grita “¡al ladrón!”, pretendiendo desviar la atención de su inoperancia, de la corrupción y de oscuras trayectorias de este totalitarismo tropikal de quienes han convertido a Venezuela en la cartera de sus truculencias.

La búsqueda de culpables para exorcizar los males nacionales resulta óptima cuando se entiende que la responsabilidad recae sobre quien tiene en sus manos la conducción del país; quienes han logrado vender fácilmente su caldo de cultivo, direccionando las culpas que surgen de la desilusión, de esperanzas truncadas y sueños frustrados. Y lo verdaderamente lamentable es que estas trapisondas, estas mentiras repetidas una y cien veces, como lo estipula el Manual del Dr. Joseph Goebbels, se hacen modelos a seguir, pues la ausencia de vergüenza indica que las personas se han vuelto inmunes ante la inmoralidad de las acciones.