Juan Ramón Rallo: Patada en la puerta contra nuestras libertades

Juan Ramón Rallo: Patada en la puerta contra nuestras libertades

Todo Estado instrumentaliza las crisis para expandir sus poderes a costa de la sociedad. En momentos de pánico, muchos ciudadanos se muestran especialmente receptivos a la hora de aceptar recortes en sus libertades y, por ello, los políticos intentan consolidar la excepcionalidad. En este sentido, la última vulneración de derechos fundamentales que se está intentado normalizar dentro de nuestro país es el allanamiento de morada por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado: la famosa patada en la puerta.

Recordemos que el motivo por el que se presta una protección reforzada a la inviolabilidad del domicilio frente a la agresión contra otros tipos de propiedad privada es que se presupone que nuestra residencia (permanente o temporal) constituye el ámbito más íntimo e inmediatamente vinculado al desarrollo de nuestra privacidad y personalidad. Del mismo modo en que no debemos invadir el cuerpo de una persona salvo acaso en circunstancias verdaderamente extraordinarias, tampoco deberíamos poder invadir el domicilio de un particular salvo en circunstancias igualmente extraordinarias (a saber, orden judicial o comisión flagrante de un delito cuya consumación deba ser evitada).

Tras haber irrumpido violentamente en dos pisos turísticos que celebraban fiestas ilegales, Interior ha pretendido justificar este nuevo retroceso de las libertades civiles apelando a dos argumentos. El primero es que los pisos turísticos no son verdaderos domicilios, de modo que, al parecer, la Policía debería poder entrar en ellos sin restricción alguna. El segundo es que, ante la comisión de una infracción grave como era la celebración de una fiesta, los residentes se negaron a identificarse ante la Policía y, por tanto, cometieron un delito de desobediencia cuya cesación exigía la entrada forzosa en el domicilio.





Ambos argumentos son, sin embargo, bastante endebles. Por un lado, cualquier morada dentro de la que se establezca la residencia permanente o temporal de una persona adquiere la consideración de domicilio: en nuestro ordenamiento jurídico, eso incluye las habitaciones de los hoteles, las reboticas de las farmacias, los camarotes de las embarcaciones y, por supuesto, los apartamentos turísticos. Por otro, aun cuando consideráramos que nos encontramos ante un delito de desobediencia por negarse reiteradamente a responder al requerimiento de los agentes a identificarse, el delito ya habría sido consumado y, por tanto, no procedería violar el domicilio, sino esperar a que los individuos lo abandonaran para poder detenerlos o, alternativamente, buscar una orden judicial que autorice la entrada. En caso contrario, el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio quedaría ‘de facto’ vaciado de contenido sustantivo: bastaría con que, ante sus meras sospechas de delito, un agente pidiera la identificación para que se le habilitara a entrar violentamente en cualquier domicilio sin orden judicial.

Quizá el ejercicio que contrafactualmente podríamos plantearnos para entender por qué estamos ante una clara violación de derechos fundamentales es el siguiente: parece bastante intuitivo que, si cualquiera de nosotros presencia que una persona está agrediendo a otra —fuera o dentro de un domicilio— podemos legítimamente defenderle de semejante agresión incluso entrando por la fuerza en el domicilio. De ahí que la Policía tenga derecho, en última instancia, a hacer exactamente lo mismo que deberíamos poder hacer cualquier de nosotros para evitar la conculcación de derechos fundamentales ajenos. Pero ¿qué diríamos de una persona que entra por la fuerza en un domicilio ajeno para identificar coactivamente a los allí presentes o para imponerles de manera violenta que cese su fiesta? Pues que ha cometido un delito de allanamiento de morada por la desproporción manifiesta de su comportamiento (aun cuando consideráramos que le asiste la razón a la hora de exigir tal identificación o de querer poner fin a la fiesta, lo cual ya sería de por sí discutible).

En definitiva, precisamente porque vivimos una situación extraordinaria en la que el Estado se ha arrogado potestades extraordinarias también deberíamos establecer un control ciudadano extraordinario sobre el riesgo extraordinario de que se perpetren estos abusos estatales extraordinarios. Y, sobre todo, deberíamos evitar que lo extraordinario se convierta en ordinario.


Este artículo se publicó originalmente en El Confidencial el 31 de marzo de 2021