Obviamente, el trabajo de destrucción de la democracia venezolana fue facilitado por la marcha decadente de los partidos políticos, a los que parte importante de los venezolanos dejó de apoyar, no siempre por razones valederas. Rasgos reiterados de la crisis política latinoamericana son el descrédito y el desafecto hacia las organizaciones partidistas. Es el denominador común a lo largo y ancho de nuestro hemisferio. Este caldo de cultivo propició el surgimiento de movimientos políticos, organizados unos, y espontáneos, otros, sin experiencia, antipolíticos y populistas, a los que une el repudio, en algunos casos, irracional, a las ejecutorias de los partidos tradicionales, que no han sabido sintonizar con los nuevos tiempos y las demandas sociales más sentidas. Los países latinoamericanos que están viviendo serios trances políticos no están condenados a ir por el camino desastroso que ha recorrido Venezuela. La mayoría de los Estados de esos países no tienen el peso del que ha dispuesto el de Venezuela.
Esto da a esas sociedades civiles una ventaja no desdeñable para contrarrestar los eventuales abusos que desde el poder estatal grupos políticos autoritarios puedan cometer. El caso chileno, en particular, vistas las resultas de su proceso electoral reciente, no deja de preocupar, sobre todo, por las propuestas que lanzan las fuerzas vencedoras. Creer que de manera mágica se cambiará el país por una nueva constitución es un grave error. Puede traer una enorme decepción, que pondría en riesgo avances importantes alcanzados por ese país. El proceso constituyente venezolano fue un fracaso. ¿Se replica en Chile, Colombia o Peru la amarga experiencia de Venezuela? Veremos.