El sorpresivo llamado a la paz de John Kennedy que pudo detonar su asesinato

Kennedy habla en la American University. Es un discurso clave para entender su presidencia y muchas veces olvidado. (Getty Images)

 

Fue un discurso que pudo cambiar el mundo y evitar décadas de sangre y muertes. Fue una propuesta que, de haber sido entendida y aplicada, pudo poner fin a años de tensión y de carrera armamentista; el continente americano entero pudo haber gozado de paz y, acaso, de bienestar, liberado de guerras civiles larvadas o manifiestas, sin zozobra, sin congoja.

Por Infobae





El 10 de junio de 1963, hace cincuenta y ocho años, el presidente americano John Kennedy enfrentó a una audiencia, algo escasa, de alumnos, profesores y egresados de la American University, en Washington, y lanzó, al sol del duro mediodía primaveral, un insólito llamado a la paz que incluía un nuevo tipo de relación entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética que permitiera poner fin a la Guerra Fría. Pidió un cambio de mentalidad a los ciudadanos americanos y, en especial, a sus políticos. Invitó a la autocrítica y a reconocer méritos en la potencia rival. Sus palabras provocaron un cimbronazo en Estados Unidos y en la URSS porque, además, proponían un cese de las pruebas nucleares en el mundo. Era un paso ambicioso. Kennedy llamó a su discurso “Una estrategia para la paz”. Cinco meses después de darlo, yacía con la cabeza destrozada a balazos en el Parkland Hospital de Dallas, Texas.

La Guerra fría, que no fue guerra, ni fue fría, pudo terminar medio siglo antes por esa propuesta de Kennedy luego de que, en octubre de 1962 y durante la crisis de los misiles rusos en Cuba, Estados Unidos y la URSS estuvieran a punto de desencadenar una guerra nuclear, que hubiese dejado millones de muertos y de ciudades destruidas. Ocho meses después de aquellos trece días al borde de la guerra, Kennedy estaba decidido a mejorar las relaciones con la URSS y desalentar cualquier otra amenaza de conflicto nuclear.

Y pensaba que Nikita Khruschev estaba de acuerdo. No se equivocaba. Además, caminaba sobre seguro. La crisis de los misiles había dejado a los dos líderes escaldados. El 19 de noviembre de 1962, Khruschev había presentado un informe al Comité Central del Partido Comunista en el que, de una manera un tanto alambicada, pedía que se detuviera la intervención soviética en el extranjero para concentrar todos los esfuerzos en la economía del imperio, que andaba desflecada.

Un mes después, Khruschev escribió a Kennedy una carta en la que decía: “Ha llegado el momento de poner fin de una vez por todas a las pruebas nucleares”. Coincidía en esto con el presidente americano que, en Viena y en 1961, le había dicho: “Ya podemos destruirnos mutuamente. Es hora de hablar de paz”. Kennedy tomó la propuesta de Khruschev, esa carta del líder ruso lo cambió todo, y amplió el desafío. Era hora de hablar de otra forma con los soviéticos. Con ese espíritu subió al estrado de la American University. Si lo que dijo fue trascendente, todo lo que rodeó al discurso fue insólito y configuró uno de los momentos más extraordinarios de la Guerra Fría que, por alguna razón ignota, es olvidado.

Kennedy sabía lo que iba a provocar su discurso. Sin embargo, empezó con una broma. Iban a otorgarle un doctorado en derecho y al saludar a las autoridades dijo: “(…) Y a mi antiguo colega, el senador Bob Byrd, quien obtuvo su título después de varios años de asistir a la Escuela de Derecho vespertina, mientras que yo me voy a ganar el mío en los próximos treinta minutos”.

Enseguida, habló de la paz: “¿A qué clase de paz me refiero? ¿Qué clase de paz buscamos? No la ‘pax americana’ impuesta al mundo por las armas de guerra estadounidenses. No la paz de la tumba, ni la seguridad de la esclavitud. Estoy hablando de una paz genuina, del tipo de paz que hace que valga la pena vivir la vida en la tierra, el tipo que permite a hombres y naciones crecer, tener esperanzas y construir una mejor vida para sus hijos. No simplemente paz para los estadounidenses, sino paz para todos los hombres y mujeres; no simplemente para nuestro tiempo, sino paz para todos los tiempos.”

Hablar de paz llevaba en aquellos tiempos, tal vez aún en estos, a hablar de la guerra. Kennedy aprovechó para lanzar una primigenia advertencia hacia una crisis del medio ambiente: “La guerra total no tiene sentido en una era en que las grandes potencias pueden mantener fuerzas nucleares grandes y relativamente imbatibles, y negarse a rendirse sin recurrir a esas fuerzas. No tiene sentido en una era en que una única arma nuclear contiene casi diez veces la fuerza explosiva liberada por todas las fuerzas aéreas aliadas en la Segunda Guerra Mundial. No tiene sentido en una era en que los venenos mortales producidos por un intercambio nuclear serían arrastradas por el viento, las aguas, el suelo y las semillas hasta los confines más lejanos del planeta y hasta generaciones por nacer.”

Luego propuso examinar la visión de la paz que tenía la sociedad estadounidense: “Primero: examinemos nuestra actitud hacia la paz en sí. Muchos de nosotros creemos que es imposible. Demasiados creen que es irreal. Pero esa una creencia peligrosa y derrotista. (…) No tenemos que aceptar ese punto de vista. Nuestros problemas son provocados por el hombre, por lo tanto, pueden ser resueltos por el hombre. Y el hombre puede ser tan grande como lo desee. Ningún problema del destino humano está más allá de los seres humanos.

El tramo esencial de su discurso, por lo que implicaba como desafío y lo que perseguía como un cambio de mentalidad, estuvo dirigido a describir una nueva percepción, la suya, sobre la URSS y sus habitantes. “Volvamos a analizar nuestra actitud hacia la Unión Soviética. Es desalentador pensar que sus líderes realmente pueden creer lo que escriben sus propagandistas. (…) Sin embargo, es triste leer estas afirmaciones soviéticas y darse cuenta de la magnitud del abismo entre nosotros. Pero también es una advertencia, una advertencia al pueblo estadounidense de no caer en la misma trampa que los soviéticos, de no tener solamente una visión distorsionada y extrema del otro lado, de no ver el conflicto como inevitable, los acuerdos como imposibles ni la comunicación como nada más que un intercambio de amenazas”.

Esa nueva visión de Kennedy de la Unión Soviética, separaba al régimen de Khruschev de sus ciudadanos. A sabiendas del costo interno que los “halcones” de la Casa Blanca iban a facturarle, Kennedy dijo: “Ningún gobierno ni sistema social es tan malvado como para considerar a su pueblo como carente de virtud. Como estadounidenses, el comunismo nos parece profundamente repulsivo como una negación de la libertad y la dignidad personal. Pero de todas maneras podemos aclamar al pueblo ruso por sus muchos logros: en las ciencias y el espacio, en el crecimiento económico e industrial, en la cultura y en actos de valentía. Entre los muchos rasgos que las personas de los dos países tienen en común, ninguno es más fuerte que nuestro aborrecimiento de la guerra. Somos casi las únicas principales potencias del mundo que nunca han estado en guerra entre ellas. Y ningún país en la historia de las batallas sufrió más que lo que sufrió la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial (…)”.

Luego hizo un anuncio sorprendente. Por partida doble. Primero, una sorpresa para el mundo. Segundo, una sorpresa para el propio gobierno americano. Y esta es la parte de la historia tal vez más atractiva. Muy pocas personas sabían lo que Kennedy diría en el estrado de la American University. Si bien su discurso no era secreto, no lo conocía ni el Departamento de Estado, ni la secretaría de Defensa, ni la Central de Inteligencia (CIA). Además del presidente, el que más sabía sobre el discurso era Ted Sorensen, su speechwriter, el tipo que, dice la leyenda, podía afilar cualquier párrafo, refinar su tono, ajustarlo al ritmo seco, casi sincopado que trazaba el fuerte acento bostoniano de Kennedy, a quien conocía desde los años 50. Ambos trabajaron en el mensaje en el avión presidencial que veinticuatro horas antes, había llevado a Kennedy desde Honolulu a Washington.

En los días previos, los asesores de Kennedy habían tanteado el ambiente con una pregunta destinada a los funcionarios del Departamento de Estado y de la secretaría de Defensa que encabezaba Robert McNamara. La pregunta sonaba inocente: “El presidente quiere hacer un discurso sobre la paz. ¿Alguien puede aportar alguna idea?” Sorensen cosechó las respuestas y escribió un “duro borrador, todo en crudo” que fue revisado por el asesor de seguridad de Kennedy, McGeorge Bundy y por uno de sus principales consejeros para todo servicio, el historiador John Schlesinger Jr. Eran casi los únicos en el secreto. La versión final fue revisada y corregida por Kennedy y Sorensen, que la pasó al papel con los retoques finales.

El anuncio sorpresa de Keneddy fue: “El Primer secretario Kruschev, el Primer ministro (Harold) Macmillan y yo hemos acordado que pronto comenzarán conversaciones de alto nivel en Moscú para llegar a un primer acuerdo sobre un tratado integral de prohibición de pruebas nucleares. Nuestras esperanzas se deben contener con la cautela de la historia, pero junto con nuestras esperanzas, están las esperanzas de toda la humanidad. Segundo: con el fin de dejar clara nuestra buena fe y solemnes convicciones sobre la materia, declaro ahora que Estados Unidos no tiene la intención de realizar pruebas nucleares en la atmósfera, siempre que otros Estados no lo hagan. No seremos los primeros en reiniciarlas. Esta declaración no sustituye un tratado formal obligatorio, no obstante, espero que nos ayude a alcanzar uno. Ni tampoco dicho tratado sustituiría el desarme, no obstante, espero que nos ayude a alcanzarlo.”

El impacto fue tremendo. El historiador Andrew Cohen reveló en “Two days in June”, que Schlesinger escribió en su diario, en la entrada del 16 de junio: “Supongo que, para un gobierno ordenado, fue una mala manera de preparar una tan importante declaración sobre política exterior. Pero, ni en mil años de vida, el Departamento de Estado habría producido un discurso como ese. Afortunadamente, el presidente está dispuesto a ejercer el control sobre la política de su gobierno, por más que eso pueda ofender profundamente a la burocracia”.

Kennedy selló su discurso con una frase histórica que se cita muchas veces, aunque el contexto, el del paso gigante hacia el final de la Guerra Fría, sea olvidado: “Así es que no ignoremos nuestras diferencias, pero también dirijamos la atención a nuestros intereses comunes y a los medios por los cuales se pueden resolver esas diferencias. Y si no podemos poner fin a nuestras diferencias ahora, por lo menos podemos ayudar a que el mundo sea seguro para la diversidad. Porque, a fin de cuentas, el vínculo más básico que tenemos en común es que todos vivimos en este pequeño planeta. Todos respiramos el mismo aire, todos valoramos el futuro de nuestros hijos y todos somos mortales.”

El mensaje de Kennedy fue publicado completo en la prensa soviética, algo inusual. También, y también inusual, se pudo escuchar sin censura en la URSS cuando fue retransmitido por la “Voice of América”. El más impresionado fue el propio Khruschev, que le dijo al subsecretario de Estado, Averrel Harriman, que exploraba en Moscú la posibilidad de un acuerdo sobre la prohibición de las armas nucleares, que el mensaje era “el discurso más grande de cualquier presidente estadounidense desde Roosevelt”.

Estados Unidos, la URSS y el Reino Unido firmaron el Tratado de Prohibición Parcial de los Ensayos Nucleares en Moscú, el 5 de agosto de 1963, a casi dos meses del discurso de Kennedy en la American University. El Senado americano lo ratificó el 24 de setiembre, Kennedy lo firmó el 7 de octubre y entró en vigor tres días después, el 10. Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre.

En sus fantásticas memorias, “In confidence”, (En Confianza), Anatoly Dobrynin, que fue embajador de la URSS en Washington en aquellos años decisivos, y se convirtió en decano de los diplomáticos en Estados Unidos, recuerda el momento en que, junto a Anastas Mikoyan, se acercó a Jacqueline Kennedy para darle las condolencias de Khruschev y de su mujer por el asesinato del presidente. “Ella nos dijo, con profundo sentimiento y lágrimas en los ojos; ‘El día que mi esposo fue asesinado, por la mañana, antes del desayuno, me dijo de pronto, en nuestro cuarto de hotel, que debía hacerse lo necesario para que las cosas marcharan bien con Rusia. No sé por qué me dijo esas palabras precisamente entonces, pero me sonaron como el resultado de alguna profunda reflexión. Estoy segura de que el primer ministro Khruschev y mi esposo habrían triunfado en su búsqueda de la paz, y sé que ambos la deseaban. Ahora, nuestros gobiernos deben seguir adelante hasta alcanzarla’”.

Nikita Khruschev fue barrido del poder en octubre de 1964.