Enrique Viloria Vera: Gastón Baquero, amor sin término

Si tomas entre los dedos la palabra amor
y la contemplas de derecho a revés
y de arriba a abajo,
verás que está hecha de algodón,
de niebla y de dulzura.

El amor no es unívoco ni uniforme: es plural, diverso, disímil, heterogéneo La poesía de Gastón Baquero es indudablemente de amor, aunque no estrictamente amatoria, en el sentido del amor cortesano, del amor cortés, de la llama doble, tan analizada en la poesía de Occidente por Octavio Paz, es decir, aquel que se incendia cuando:

“El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida”.





Ciertamente el escritor cubano no es un poeta amatorio, cortesano, erótico, en sentido cabal, empero su obra contiene textos que dan buena cuenta del talante amoroso de Baquero: “la llave del corazón está en los ojos” afirma, o bien: “Todas las violetas de la tierra / Para ocultar que existes. // Toda la luz posible de los cielos / Para encontrar que existes. // Toda la canción eterna de la estrella / Para decir que existes”, o en aquel otro poema donde invita a la perpetuidad al ser amado. “Vamos / juntos / a quedarnos / eternamente / silenciosos”.

Indudablemente que en la poesía de Baquero hallamos emocionados poemas dedicados tanto a amores propios como ajenos, en los que el escritor antillano demuestra sus dotes galanas y seductoras, en los que reiteradamente el recuerdo y la nostalgia se hacen presentes, tal como lo constatamos en el poema dedicado a Berenice que lleva este dicente epígrafe “el amor y el tiempo”. Escribe Gastón a su evocada damisela: “A veces tu recuerdo me hace daño / como un alfiler clavado en la palma de la mano. // Pero me das el tiempo intemporal, lo eterno, / el olvido del mundo y de esas horas / que me van empujando lentamente al vacío; / el tiempo que me das tiene su nombre: / solemne puede ser llamado Eternidad, / humilde puede ser llamado Amor, / pero a solas yo gusto de invocarlo con tu dulce nombre, / y decirle simplemente, ven a mi corazón, / porque te quiero”.

El poeta, trasmutado en Sancho, revive las dolencias que este hombre simple, torpe e ignaro, experimentaba por Teresa: “era la enfermedad del Amor, pero él no lo sabía. Sobre el corazón de la rústica moza – rosa silvestre, manzana blanquirrosa – caía el silencio de su enamorado, que no acercaba a decir en palabras, en canciones, de sus ensueños y de sus fiebres”. Y para liberar a Sancho de sus males de amor, Baquero le cede uno de sus poemas en honor a la amada del amigo: “Teresa: / traía para ti, / entre las manos, / una mariposa. // Era roja, era azul, / era oriblanca, / era tan linda, / que al verla bajo el sol / esta mañana, / quise que la tuvieras / o al menos la miraras. // Tría para ti, lleno de contentura / aquella mariposa / que aleteaba en mis manos / como un pajarito. / ¡Quería verte la cara / cuando vieras saltar / sobre tu falda / aquella mariposa! // Pero ya junto a tu casa / vi a otra mariposa / sola, amarilla y verde, / parecía estar triste, / como un hombre sin novia, / y pensé si sería / la novia de la mía: / y abriendo mis manos / dejé que se escapara / la oriblanca, la azul / la roja mariposa; / y las dos volaron, / y juntas fueron a quererse perdidas en el cielo”.

Para Julia también hay un poema veraniego, pleno de luz cenital, de amor y necesidad por parte de un poeta que se reconoce absolutamente inútil para enfrentar la triste soledad de los domingos solos y tristes, y la implacable cotidianidad de andar vestido, con eso que llaman, urbana corrección. Escribe Baquero a Julia más que un poema, una súplica: “Me siento bajo el sol a beber tarde, / a comer rodajitas de blando atardecer, / rodajitas finales de este domingo triste, / y más los domingos tristes de verano, // La campana vacía de la tarde / se llena de fantasmas silenciosos: / vuelve la compañía mejor del solitario, / que es la memoria barrida de arriba a abajo, / lavada, planchada, limpiecita, / por la callada escriba de la muerte. // Julia, si quisieras ponerle un botón a esta camisa, / o un reborde de nácar en esta solapa, / porque esta noche / puede que regrese trayendo un clavel, / o quizás un puñadito de lágrimas / absolutamente cristalizadas ya, / en el revés de la manga. // Julia, no me dejes aquí: / llévame a tus terrazas llenas de geranios, / llévame al quitasol de estar bien muerto, / porque vendrá el verano otra vez, / y tendré que sentarme yo solo, / yo solo conmigo solo, / con esta camisa tan sucia, sin botones, / vieja y destartalada / como el ataúd de un ajusticiado”.

Pero ninguna elegía de amor tan bella y cruel como la que Baquero – estimulado por unos versos de Vicente Huidobro “¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? Te pregunto otra vez” -, escribió con el desgarrador titulo de Manos: “Me gustaría cortarte las manos con un serrucho de oro. / O quizás fuera mejor dejarte las dos manos en su sitio / Y rodearte todo el cuerpo con una muralla de cemento, / Con sólo dos agujeros precisos / Para que por ellos sacases las manos a que aleteasen, / Como palomas o como prisioneras de un rey implacable. // Tus manos estarían bien guisadas con tiernos espárragos, / Doradas lentamente al horno de la devoción y del homenaje; / Tus manos servidas por doncellas de cofias verdes, / Trinchadas por Trimalcrón con tenedores de zafiro. / Porque después de todo hay que anticiparse a la destrucción, / Destruyendo a nuestro gusto cuanto amamos: / Y si tus manos son lo más hermoso de tu cuerpo, / ¿Por qué habíamos de dejar que pereciesen envejecidas, / sarmentosas ya, horripilantes manos de anciano general o magistrado? // Procedamos a tiempo, y con cautela; un fino polvo de azafrán, / Unas cucharaditas de aceites de la Arabia perfumante, / Y el fuego, el fuego santificador, el fuego que perpetúa la belleza. / Y luego tus manos hermosísimas ya rescatadas para siempre. / Empanizadas y olorosas al tibio jerez de las cocinas: / ¡Comamos y salvemos de la muerte, comamos y cantemos! // ¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? Creo que sí. / Por eso te suplico pases por el verdugo mañana a las seis en punto, / Y dejes que te cercene las manos prodigiosas: salvadas quedarán, / Habrá para ellas un altar, y nos reiremos, nos reiremos a coro, / De la cólera inútil de los dioses”.

El amor – pasados los fulgores de la juventud, las pasiones de la luna de miel, los encuentros arrebatados y encendidos en revueltos lechos – también puede convertirse en ternura, sentencia nuestro poeta: “Cuando se vuelve muda la carne clamorosa, / para ella nos queda la ternura. / Persiste el resplandor de aquel glamoroso incendio / que fuera un día himno de deleite, ramo de música viviente. // Debajo de las pálidas cenizas / palpita todavía / el jubiloso cantar de la hoguera // Los ojos escaparon a otros paraísos, / tocó en otras playas la barca del deseo, / pero en el centro del alma está incrustada / aquella música suave y tenaz como el perfume de la infancia. // Cuando se vuelve muda la carne clamorosa, / aletea gimiente en el más puro rincón de la existencia / el pájaro gris de la ternura”.

Y para no quede duda de la vocación amatoria de su poesía, de sus versos que trascienden la carne y el tiempo, Baquero escribe:

“Amar es ver en otra persona el cirio encendido, el sol manuable y personal / que nos toma de la mano como a un ciego perdido entre lo oscuro, / y va iluminándonos por el largo y tormentoso túnel de los días, / cada vez más radiante, / hasta que no vemos nada de lo tenebroso antiguo, / y todo es una música asentada, y un deleite callado, / excepcionalmente doloroso y a un tiempo, / tan niño enajenado que no atreve a abrir los ojos, ni a pronunciar una palabra, / por miedo a que la luz desaparezca, y ruede a tierra el cirio, / y todo vuelva a ser noche en derredor / la noche interminable de los ciegos”.