Provea: Comunidades vulnerables y embarazos sin garantías en Bolívar

 

En una de las habitaciones de un hotel invadido en San Félix, vive una niña de 15 años con su novio. Se mantienen a la espera de que las fuerzas de seguridad del estado los desalojen, o los extorsionen para no desalojarlos, pero no se van porque no tienen a dónde ir. Ella tiene 5 meses de embarazo y no ha podido costearse una revisión en el médico; trabaja vendiendo pescado en el mercado municipal, mientras que su novio “mata tigritos”, y así llevan comida a casa.





Su nombre es María y es la segunda hija en una familia de 7 hijos: 6 niñas y un niño. Su hermana mayor, de 17 años, se prostituye desde los 15. Sus hermanas menores, de 13, 12, 8 y 7 años no ven su sexualidad como algo prohibido a su edad; su entorno les ha enseñado que falta poco para que sea su momento de quedar embarazadas. Cuando María recibió un kit de asistencia para su embarazo, se les dio uno a sus hermanas. “¿Le regalarán sus kits a su hermana?” Les preguntaron a las niñas. “¿Cómo? No. Ya nos va a tocar a nosotras”, respondieron.

Una emergencia humanitaria compleja hace de un país una realidad inédita, que extrapola realidades drásticamente. Mientras que, en Puerto Ordaz, un embarazo adolescente sigue siendo un tabú, algo rechazado socialmente, además de peligroso; a 16 kilómetros, en el barrio Los Naranjos de San Félix es visto como algo normal, e incluso, como una situación que ofrece cierto status, pues les permite a las niñas salir de casa de sus padres.

Mientras esta es la realidad que se vive de en Ciudad Guayana, el representante del poder ejecutivo en Venezuela, Nicolás Maduro, habla en cadena nacional sobre un Plan Nacional de Parto Humanizado y Lactancia Materna. “A parir seis muchachos cada una para que crezca la patria”, dijo Maduro, en un marco de precariedad del sistema de salud pública y privada, con el derecho a la alimentación severamente vulnerado como consecuencia de la crisis económica, una falta de políticas públicas en materia asistencial, y una tasa de mortalidad materna de 112,2 por cada 100.000 nacidos vivos.

Ese “¡a parir pues, a parir!” que parece una exhortación, se transforma en un mandato cuando se toma en cuenta el difícil acceso a anticonceptivos, el cual, en el 2019 se encontraba entre un 83,3% y un 91,7% (Avesa, 2019); la vulneración de los derechos sexuales y reproductivos; la penalización del aborto, pues según los artículos 432 y 433 del Código Penal venezolano, el aborto solo es legal en caso de que el embarazo amenace la vida de la parturienta, dejando prohibida cualquier otra razón para interrumpir un embarazo bajo amenaza de prisión de seis meses a dos años; el fracaso de las políticas públicas en educación sexual integral y salud sexual y reproductiva, reflejado en un aumento del 65% de los embarazos adolescentes entre 2015 y 2019; y una emergencia humanitaria compleja que afecta de forma diferenciada a las mujeres, especialmente a aquellas que se encuentran en condiciones de vulnerabilidad.

La combinación de todos estos factores ha incrementado, además, las infecciones de transmisión sexual (ITS) y los abortos inseguros asociados a embarazos no deseados.

En el mercado municipal de San Félix abundan las historias de hombres mayores que compran a niñas y mujeres a través de teléfonos modernos, comida, o ropa. Las menores, y sus familias, los ven como una oportunidad de conseguir una mejor calidad de vida. El trasfondo: una necesidad tan agravada, que no distingue entre oportunidad y explotación; algo que bien explicaba el último informe del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, publicado en junio del 2021: la emergencia humanitaria tiene un impacto diferenciado en las mujeres, que las termina condenando prácticas de esclavitud moderna, como la explotación sexual.

En las poblaciones mineras del estado Bolívar, la explotación sexual, la exposición a enfermedades de transmisión sexual y los abortos clandestinos, son una situación habitual. Mujeres que se desplazan a la zona buscando condiciones económicas diferentes a las del resto del país, para conseguir su sustento y el de sus familias; mineros que exigen mantener relaciones con las trabajadoras sexuales sin protección, que anteponen sus deseos a los de ellas, en un territorio controlado en gran parte por grupos irregulares armados y con ausencia de mecanismos de protección del Estado; y trabajadoras sexuales que recurren a métodos alternativos e ilegales que les permitan seguir consiguiendo los recursos que necesitan.

¡A parir!, dice el representante de un país en un contexto que lleva a las venezolanas, especialmente a aquellas en condiciones de vulnerabilidad, a una planificación familiar pobre, con altos índices de embarazos no deseados, cuyas cifras tienen pocas alternativas: comer o cumplir con los cuidados especiales de su gestación, o la migración, para conseguir un embarazo y un parto digno, así como una vida en condiciones adecuadas para su hija o hijo, en donde pueda proveerlos de vacunas y medicamentos.

Las vitaminas, las consultas médicas, y la alimentación balanceada en tiempos de gestación es visto como un lujo en una realidad como la venezolana, en donde uno de cada tres venezolanos sufre inseguridad alimentaria y necesita asistencia, según el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas.

Según Maritza Moreno, presidenta del Colegio de Enfermeras de Caroní, las embarazadas en el estado Bolívar enfrentan una situación muy crítica, pues en los hospitales y centros ambulatorios el control prenatal no se está aplicando. No existen recursos para ofrecerlo. Por lo que, si no se puede acceder a una consulta privada, que entre exámenes y la consulta llega a costar 80 dólares, y medicamentos que rondan entre los 40 y 60 dólares en promedio, llegar al noveno mes de embarazo es una cuestión de suerte, un “confiando en Dios” de una madre que no está en la capacidad o dispone de los recursos para ofrecerle otra alternativa a su hija menor de edad embarazada.

Y, aun así, llegar al noveno mes, tampoco es garantía.

A pesar de que Venezuela fue el primer país de América Latina en aprobar una ley para evitar la violencia obstétrica, las mujeres se ven en la obligación de recorrer diferentes centros de salud, o tener que esperar largas jornadas para ser atendidas durante el parto.

Para garantizar la atención, muchas se ven en la obligación de conseguir los kits de cesárea (con un costo aproximado de $100), o de parto (que rondan los $25), los cuales resultan inasequibles para gran parte de la población, pues el salario mínimo en el país es de Bs. 7.000.000,00 mensuales, lo que equivale a unos 2,5 dólares.

Las que no tienen los recursos para obtener estos kits, se ven inmersas en una dinámica conocida como “ruleteo”, en la cual deben ir de un centro de salud a otro, esperando dar con el que pueda brindarles atención.

Como consecuencia, se presentan casos como el que se registró en el 2017, en el Hospital Uyapar de Ciudad Guayana, en donde una mujer, luego de una gran espera, terminó pariendo en los pasillos, con la ayuda del jefe de Cirugía del Hospital, que pasaba por el lugar; el del 2019, en donde al no conseguir respuesta, una mujer terminó dando a luz en cuclillas junto a un árbol frente al hospital de Guaiparo, el más grande de Bolívar; o el de abril del 2021, cuando a una mujer se le negó la atención en Guaiparo, y terminó pariendo en toda la entrada del hospital.

“Son situaciones diarias y cada vez empeora. En el 2017 podíamos conseguir al menos el 15% de los insumos que requeríamos para estos casos, actualmente, y desde el 2020, no tenemos insumos para nada. Hasta los guantes necesitamos que traigan para hacerles la evaluación”, reveló la presidenta del colegio de enfermeras de Caroní.

Según explica, el gobierno ha intentado implementar medidas para dar respuesta a esta situación, pero sin insumos y recursos, y con colapso del sistema de salud que no hace sino empeorar, los embarazos, especialmente aquellos en comunidades vulnerables, tienen menos garantías.

Mientras el Gobierno de Maduro continúe alentando irresponsablemente a embarazos sin planificación y las condiciones de salud sigan en precariedad, las jóvenes venezolanas estarán en riesgo y dificultando su calidad de vida a futuro. Venezuela necesita políticas públicas reales que protejan a las mujeres, les den el poder de decidir sobre sus cuerpos y les permita elegir cuando quieran traer una vida al mundo.

Prensa Provea