Fergie y el príncipe Andrés: Un beso que escandalizó a la corona, una boda rebelde y el divorcio controversial

El hijo favorito de la Reina Isabel y la joven aristócrata londinense se casaron en julio de 1986, en la Abadía de Westminster, adoptando los títulos de Duques de York (Photo by Tim Graham Photo Library via Getty Images)

 

El 23 de julio de 1986, cinco años después de la gran boda de Lady Di con el príncipe Carlos, la Corona británica volvía a acaparar la atención de románticos, curiosos y público en general. En la imponente Abadía de Westminster, el príncipe Andrés se casaba con Sarah Ferguson, para todos Fergie. La prensa los llamaba “los príncipes de la eterna sonrisa” es que si algo los caracterizaba es que se notaban enamorados y sobre todo mucho pero mucho más relajados que Carlos y Diana. Si el heredero al trono había elegido la mujer adecuada sobre la amada, Andrés se casaba con la mujer amada y adecuada. El detalle -no menor- es que tanto la prensa como la realeza no dudaban que Fergie era la adecuada para Andrés, si era la adecuada para la Corona no estaban tan seguros.

Por Susana Ceballos / Infobae





Cuando los británicos conocieron a Diana amaron a esa joven que se veía tan bella como cándida, digamos que su imagen era como la de una suave brisa. En cambio, Fergie no había modo de no asociarla con la pasión, lo suyo era un viento huracanado, una tormenta tropical. Su cabello rojo impactaba, no por las leyendas maliciosas que existen sobre los pelirrojos sino porque ese color era ella: fuego y pasión.

Sarah Ferguson no era lo que se considera una belleza tradicional, mucho menos una joven calladita y modosita. Era un petardo, pura chispa, simpática, un poco desfachatada, muy pecosa, pelirroja y bastante alta (mide 1,72 m). Andrés tampoco era el príncipe rígido de la monarquía más rígida del planeta. Al contrario, a diferencia de su hermano, él había sido criado por su madre, la reina Isabel. Andrés disfrutó dormirse escuchando un cuento contado por ella y no por niñeras. Fue con su mamá que aprendió el abecedario y la hora y no con las rígidas institutrices que le tocaron a Carlos. Es cierto que como sus hermanos recibió su educación inicial en el palacio de Buckingham, pero lo hizo bajo una mamá que lo miraba cara a cara y no solo desde un imponente retrato.

Isabel no ocultaba la debilidad por ese hijo que parecía destinado a brillar y ser el orgullo de sus padres. Es cierto que el estudio mucho no le gustaba así que no siguió una carrera universitaria, aunque en 1978 ingresó en la Marina Real Británica. Cuatro años después participó de la guerra de Malvinas como piloto de helicópteros. La noticia provocó una bravuconada del general argentino Mario Benjamín Menéndez, gobernador de las islas entonces, que dijo: “Que traigan al principito”.

Al terminar el conflicto, Andrés volvió convertido en un héroe para los británicos. Como monarca, Isabel estaba orgullosa de su súbdito; como madre estaba feliz con el regreso del hijo. Según asegura el biógrafo Andrew Morton desde ese día: “A donde quiera que va, todavía sigue llevando en su bolso una foto del príncipe Andrés del día que regresó de la guerra”.

Con 22 años, una pinta aceptable y su fama de héroe, Andrés se convirtió en un “soltero de oro”. Protagonizó algunos romances pero ninguno trascendió hasta que Sarah Ferguson volvió a su vida.

Su primer contacto fue de chicos. En uno de los topísimos partidos de polo de los que participaba su padre, Ronald Ivor Ferguson, Sarah se escabulló para jugar con otros niños, entre ellos su futuro esposo.

Los años pasaron y Sarah supo que la vida, a veces, desgarra. Lo comprobó cuando tenía solamente doce años y su madre Susan la abandonó en Gran Bretaña para radicarse en un país lejano, la Argentina corriendo detrás de su gran amor el polista Héctor Barrantes. Fergie quedó desolada. Ese hecho la marcó de por vida, se sintió “despreciable e incapaz de ser amada”.

Mientras Andrés se capacitaba como marino, Fergie estudió para ser secretaria, en la London Secretarial College, y rápidamente salió al mundo laboral. Una ex compañera de trabajo le contó a la prensa que “era el terror de los jefes porque se acostaba y se levantaba muy tarde”. Su primer novio le llevaba diez años y el segundo, veinte. En eso estaba cuando recibió una invitación que le cambió la vida.

Nada más y nada menos que Diana de Gales -con quien era amiga desde la adolescencia– decidió invitarla a una after party de las carreras de Ascot en el Castillo de Windsor, ya sabemos que los royals se conocen en eventos royals, nada de citas en la plaza, en un casa de comidas rápidas, ni siquiera en un partido de fútbol. No: sus encuentros deben ser en banquetes, en partidos de polo o carreras de caballos. En la velada, el hijo favorito de la reina y la joven pelirroja se flecharon mutuamente. “Ay, Andrés es realmente muy buen mozo”, le dijo Fergie a su amiga Diana.

“Traje un soplo de modernidad y diversión junto con la princesa de Gales. Diana y yo lo pasamos muy bien, realmente bien”, contó Ferguson (Photo by Anwar Hussein/Getty Images)

 

Era 1985 y apenas se conoció su noviazgo se convirtieron en una de las parejas más populares para la los británicos y más perseguidas por los fotógrafos. El carácter extrovertido de Sarah y sus espontáneas reacciones sumado al pasado de mujeriego de Andrés ayudaron a que protagonizaran muchos titulares. Jóvenes y enamorados se los solía ver en eventos muy british pero también salir de parranda, reírse a carcajadas algo muy poco british.

El 16 de marzo de 1986 anunciaron su compromiso. El anillo dejó boquiabiertos a todos: un aro de oro amarillo que incluía un rubí birmano rodeado de 10 diamantes, incrustados en forma de flor. No podemos asegurar que era bello pero sí que era costoso. Los periodistas preguntaron qué le gustaba a uno del otro. “Del príncipe me atrajo su ingenio, simpatía y buena presencia”, respondió Fergie y Andrés afirmó: “De Sarah, lo mismo y la cabellera roja”.

Cuatro meses después del compromiso, el 23 de julio de 1986 se casaron en una boda a la que asistieron dos mil invitados y que fue transmitida por televisión a cincuenta países. Si en ese momento hubieran existido los ringtones, al ver entrar a la novia seguramente habría sonado al unísono el que grita “oh no”. Es que la pelirroja volvió a mostrar que era ella y no lo que querían que fuera ella.

El anillo de compromiso tenía un rubí rojo que Andrés eligió en honor al color de cabellos de su prometida (Photo by Tim Graham Photo Library via Getty Images)

 

Su vestido fue una creación de Lindka Cierach, una modista nacida en Lesoto (África) de origen británico que vistió a figuras como Helen Mirren. “Sabía que me podía realizar el vestido más favorecedor de la historia. Estaba maravillosamente armado, como un corsé. Elegimos satén duquesa porque era el material más suave del mundo. Nunca se arruga. Es suave como el cristal y tiene una bonita caída” recordaba Ferguson en su autobiografía. Para elegir la tela, seguramente recibió el asesoramiento de su amiga Diana. Es que el vestido de novia de la princesa de Gales fue de tafetán de seda y dada su textura se arrugó apenas subió al carruaje de bodas.

Lo increíble es que Fergie quería bordados de helicópteros, osos de peluche y loritos. Cierach logró hacerla cambiar de idea y cuajó el satén duquesa, en color marfil, con bordados y cuentas de corazones, anclas y olas, en tributo a la carrera naval del príncipe Andrés. También utilizó cardos y abejorros, símbolos del escudo de armas de los Ferguson. La cola, de 5,1 metros de largo, tenía la letra “A” bordada en grande. Además, según escribió la duquesa de York en sus memorias, el vestido llevaba la frase en latín “Ex Adversitas Felicitas Crescit” (una traducción aproximada sería: “Más allá de la adversidad, crece la felicidad”). En el diseño se destacaban los lazos, como gesto de unión, uno grande en la cintura, dos medianos sobre los hombros y decenas de pequeños lacitos bordados en el velo. Para que el vestido le quedara impecable Sarah se sometió a una estricta dieta que la hizo adelgazar 12 kilos. Subsistió a base de carne, naranjas y vitaminas.

El velo, que medía seis metros, incluía las iniciales entrelazadas de la pareja con cuentas plateadas. Hasta ahí todo era perfecto, incluso los que solían criticar su gusto para la moda admitían que estaba impecable, pero tratándose de Fergie la rebeldía era una invitada y no precisamente de piedra a la boda.

La novia llevó el velo sujeto al cabello con una corona de gardenias, la flor favorita de su futuro esposo, debajo cubierta por las flores llevaba la tiara de York, el regalo que le hizo la reina el día de su boda. Una pieza con motivos florales y diamantes de 5 kilates engarzados en platino. No importó el valor de la joya ni quién la regalaba. La nuera de la reina dejaba bien clara su posición. Llevaba la tiara de la reina pero en primer lugar estaba su esposo. Recién cuando entraron a la sacristía y ya casados Fergie dejó al descubierto la diadema. “Ese fue mi momento Cenicienta”, reconocería muchos años después.

No sabemos si ese gesto de rebeldía le provocó taquicardia a Isabel, pero el siguiente seguro que sí. Ya como marido y mujer, se asomaron al balcón para saludar a la multitud que los aplaudía. A la royal couple les habían advertido/exigido/ordenado que ni se les ocurriera besarse en público. No hay que ser muy avezado para saber qué ocurrió en el balcón del Palacio de Buckingham. Los novios se besaron ante la gente que aplaudía enfervorizada. Pero nada de un beso casto y recatado, el de ellos fue uno apasionado de los llamados que te “parten la boca”. “Todos nos dijeron que no nos besáramos en el balcón – refiriéndose a la Casa Real – así que lo hicimos deliberadamente. Estábamos muy enamorados”, le contó Ferguson mucho tiempo después a Oprah Winfrey que a esta altura ya parece la confesora de la realeza británica.

El beso apasionado que los recién casados se dieron en el balcón encantó a la multitud y escandalizó a la corona (Original Caption)

 

Quizá en ese momento la reina miró para otro lado mientras recordaba la tarde que le presentaron a su nuera, la muchacha estaba tan nerviosa que apenas la vio se tropezó con uno de sus amados perros corgis y derramó la bebida que llevaba en la mano. Para completarla y aunque le habían explicado el complejo sistema de reverencias y ante quienes se tenía que inclinar y ante quienes no, ella lo solucionó inclinándose ante todos. Es cierto que aunque Fergie de protocolo sabía poco, sí sabía mucho de caballos, algo que atrapó a la reina como a su esposo Felipe.

Volvamos al día del casamiento, luego de la ceremonia con “mensajes para entendidos” y el beso apasionado pero antiprotocolo en el balcón, los novios partieron a la fiesta. Ese día la Reina les otorgó los títulos de duques de York, condes de Inverness y barones Killyleagh. Fergie, además, recibió automáticamente el tratamiento de Su Alteza Real. Al otro día los recién casados pusieron rumbo a las Azores para una luna de miel a bordo del Buque Real Britannia.

Dos años después, el 8 de agosto del 1988, nació Beatriz, la mayor. El 23 de marzo de 1990, nació Eugenia. Fergie inspirada por la maternidad se decidió a escribir su primer libro para chicos y terminó haciendo varios. Quería tener trabajo y ganar su dinero. Pero no le resultaría fácil. No faltaba mucho para que comenzaran los “reales” problemas.

Durante los primeros años de su matrimonio Fergie sumó kilos. Subió de peso y los medios periodísticos y las permanentes fotos no se lo dejaban pasar. Todo lo que hacía era de dominio público. Era angustiante. Mientras tanto, su marido Andrés estaba siempre afuera: con sus misiones en la Marina, como piloto de la Royal Air Force, y cumpliendo con los deberes de la realeza. La distancia entre ellos se volvió un insondable abismo. Pasaban juntos solo 40 días al año. Demasiado poco. Empezaron los chimentos y los escándalos. Fue inevitable. “Pasé mi primer embarazo sola. Cuando Beatriz nació Andrés estuvo diez días y se tuvo que ir. Cuando yo lloraba me decían ¡Crecé y maneja la realidad!”, relataría años después.

Los diarios comenzaron a publicar rumores de romances de la inquieta Fergie con otros hombres. Entre ellos figuraba el megamillonario texano Steve Wyatt. Lo había conocido mientras estaba embarazada de su segunda hija, en 1989, en el festival británico de ópera de Houston.

Wyatt sería el responsable de la ruptura del matrimonio real luego de que los sorprendieran de vacaciones juntos en Marrakech. En marzo de 1992 los duques de York anunciaron su separación.

El divorcio se concretó cuatro años después y esta vez si fue muy british. Discreto y sin escándalos. En una entrevista para Harper’s Bazaar, Fergie admitió que uno de los motivos de su buena relación con la familia real estaría relacionado con su poco interés por el dinero: “cuando me reuní con Su Majestad al respecto(del divorcio), ella me preguntó: ‘¿qué necesitas Sarah?’ y le dije ‘Tu amistad’, lo que creo que la sorprendió porque todos creyeron que exigiría un gran acuerdo”.

“No (nos volveremos a casar). Ambos estamos en un momento mejor, por lo que probablemente podamos seguir siendo amigos tan cercanos”, dijo el príncipe dos años después de invitarla a vivir con él. (Photo by Samir Hussein/WireImage)

 

Aunque dejaron de ser un matrimonio, Fergie y Andrés siguieron siendo grandes amigos. Era frecuente verlos en distintos eventos, distendidos y siempre cerca de sus hijas.

En el 2008, Sarah regresó a vivir a las residencias reales. Y desde entonces, pese al divorcio, los York siguen viviendo juntos en el Royal Lodge en Windsor. Así como también compartían un chalet de esquí en Verbier, el centro histórico suizo. Siguen asistiendo a eventos juntos y cada tanto se avivan los rumores que aseguran que volvieron a ser pareja. Por ahora no sucede, es que como divorciados se les permite ser felices y como matrimonio se les complica. Algunos esperan que se vuelvan a dar el sí y hagan historia siendo los primeros miembros de la familia real que se casan dos veces. Teniendo en cuenta el beso que se dieron en el balcón, que Fergie sigue diciendo que el día de su boda fue el más feliz de su vida y lo que aman los ingleses las apuestas será cuestión de apostar que al menos en este caso quizá no se cumple el dicho que asegura que “segundas partes nunca fueron buenas” y entonces sí, qué viva el amor.