Secuestrado y torturado por ser gay: Cuatro sobrevivientes revelan el infierno de las terapias de conversión en México

En la imagen, Iván Tagle, sobreviviente del Grupo de Apoyo San Agustín, un ECOSIG que operaba en la Ciudad de México (Foto: Infobae)

 

Iván Tagle tenía solo 15 años cuando lo privaron de su libertad y lo obligaron a reconocer, por medio de torturas, que estaba “enfermo”. Jazz Bustamante había cumplido 21 cuando acudió a un retiro espiritual donde le quitaron su maquillaje, su maleta, y la forzaron a hincarse de rodillas en la tierra hasta que se comportara como un hombre.

Por infobae.com





Ambos son sobrevivientes de ECOSIG, centros clandestinos que operan en México ante la parsimonia exasperante de las autoridades. Desglosado, el término significa “Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual y la Identidad de Género”, y en estos lugares se acosa, amenaza y agrede a personas LGTBI para “curarlas” de su “homosexualismo”, recurriendo a métodos tan bárbaros como los exorcismos, los electroshocks o las violaciones correctivas.

Los promotores de los ECOSIG suelen ser charlatanes estafadores. A veces los impulsan líderes religiosos convencidos de que actúan bajo los designios de dios. Otras veces los cometen organizaciones de ultraderecha, sedientas de fulminar cualquier expresión que sea diferente a la suya. También ocurren en centros de rehabilitación de Alcohólicos Anónimos y, por desgracia, se dan además en consultorios de psicólogos con cédula profesional que cobran cifras escandalosas para eliminar el “AMS” o “atracción hacia el mismo sexo”. Todos ellos consideran la homosexualidad una enfermedad.

Desde hace años, organismos internacionales como Naciones Unidas han insistido en que estas mal llamadas “terapias de conversión” no son efectivas y carecen de cualquier sustento científico. Sin embargo, el costo es muy alto para quienes las sufren, porque destruyen la autoestima y orillan a la depresión, al consumo de sustancias tóxicas o a intentos de suicidio, entre otros riesgos.

A pesar de esto, en México no existe todavía una ley que prohíba a nivel nacional estas prácticas homófobas y violatorias de los derechos humanos. En el Senado los legisladores mantienen congelada una iniciativa para constituir los ECOSIG como delito. La votación se ha aplazado ya en dos ocasiones para atender otros temas que consideran prioritarios.

Por entidad, estas prácticas solo están prohibidas en la Ciudad de México y en el Estado de México. Apenas en 2020, sus Congresos estatales votaron a favor de penalizarlas, pero aún así, perseguir a los responsables no es sencillo.

En Infobae México, hablamos con cuatro sobrevivientes de estos módulos del terror para descubrir, a través de una serie de varios capítulos, qué ocurre al interior de los ECOSIG; quiénes mueven sus hilos, dónde se encuentran los más activos y cómo se lucran con sus prácticas repulsivas. Y el primero en compartir su historia es Iván Tagle.

Iván Tagle. Grupo de Apoyo San Agustín

Enseguida empezaron los gritos. A la fuerza y con insultos los obligaron a subirse a los autobuses. Iván no entendía la violencia; no sabía qué estaba ocurriendo ni por qué había tanta gente allí.

“Comenzaron a tratarnos muy mal, nos amenazaron y nos subieron a un autobús donde todas las ventanas estaban cerradas. Yo me espanté mucho porque no sabía qué estaba pasando. Nos subieron a estos camiones, todo el tiempo con groserías. El camino duró como dos horas, dos horas y media, hasta donde nos dejaron, que era un lugar alejado de la ciudad”, recordó Iván.

Así comenzó su historia, hace 17 años. Esos fueron los primeros minutos de una experiencia que lo destruyó emocionalmente durante demasiado tiempo. El Grupo de Apoyo San Agustín lo había invitado a unirse a un retiro espiritual dedicado al crecimiento y enriquecimiento personal. Saldrían de la Ciudad de México para pasar unos días en el campo. Sin embargo, nada ocurrió como le habían contado. Primero les insultaron y los forzaron a subir a los tres autobuses y cuando llegaron a su destino, vio que estaban en medio de una zona desértica.

“Eran como unas pequeñas ruinas, había unas cabañas… El techo era de lámina… como si fueran barracas improvisadas. Las sillas eran de plástico y los tablones estaban hechos de maderos. La única luz que había eran puras velas”, explicó.

Entonces Iván tenía solo 15 años. En el fondo intuía por qué estaba allí… Pero a esa edad no había salido del closet, no había hablado con nadie sobre su orientación sexual.

Sus sospechas no tardaron en confirmarse. Al bajar de los camiones, los organizadores los dividieron según sus “enfermedades”. Había un grupo de alcohólicos, otro de drogadictos y a él le tocó el de homosexuales.

“Ellos nos recalcaban que teníamos un ‘defecto de carácter’: la homosexualidad. Y decían, ‘es una enfermedad comparable con el alcoholismo y la drogadicción, entonces, tenemos todo un programa para ustedes. Si quieren pueden correr e irse, pero en la noche los coyotes los pueden…’ O sea, ese tipo de amenazas. Y tú, un niño de 15 años, volteas en medio de la nada en un desierto y… ¿hacia dónde corres?”.

No sabe exactamente cuánto tiempo lo retuvieron en la cabaña, pero calcula que fueron de tres a cuatro días. Durante ese tiempo, le prohibieron pasear, dormir y descansar.

Además, para torturarlo usaron otros métodos crueles. No le daban de comer ni le dejaban beber agua. A cada rato, entraban a la cabaña hombres y mujeres que compartían sus propias historias: decían que habían sido homosexuales en el pasado y que su antigua vida LGTBI les había llevado a sufrir enfermedades venéreas, adicciones y marginación social.

“No podíamos comer, no nos dejaban dormir, no nos daban de tomar agua. Todo el tiempo estábamos sentados en hilera. Las personas estaban ahí cuidándonos, leyendo la biblia, y estábamos escuchando a cada momento los testimonios de las personas que ya se habían curado. Y estas historias eran bastante fuertes, bastante crudas, porque llegaba la persona que tenía sida y decía que se iba a morir. Y yo pensaba, ‘no quiero llegar a eso’”.

Después de varios días, le permitieron cerrar los ojos, pero no para dormir sino para realizar lo que ellos denominan “terapia de regresión”, una práctica que se repite a menudo en los ECOSIG y que pretende rebuscar en la memoria de la persona con AMS para encontrar el trauma infantil que la llevó a desarrollar la homosexualidad.

“Me hicieron lo que llaman regresiones. Para ellos, todas las personas LGBT en algún momento tuvieron que vivir un descoyuntamiento sexual: alguien te tuvo que violar para que seas gay”, explica Iván. “Cuando privas de la libertad a una persona y no la dejas dormir, y no la dejas tomar agua, su psique empieza a ser maleable. Trata de no dormir en tres días y cierra por 10 minutos los ojos, te vas a cualquier lugar. Entonces, la persona empieza a inducirte recuerdos, y a inducirte una retórica para que tú aceptes que alguien te hizo algo, que lo reconozcas, porque a partir de que reconozcas que eres un enfermo, te vas a curar”.

A él nunca lo violaron de niño. No lo agredieron en su infancia ni vivió abusos o maltratos. Pero los integrantes del Grupo de Apoyo San Agustín le hicieron creer que sí, y él tuvo que cargar con ese miedo.

“Que te metan a los 15 años esa idea de que tú eres así porque alguien tuvo que hacerte algo, para mí era la forma más fácil de justificar que [ser homosexual] era responsabilidad de alguien más. Y que yo no lo podía recordar porque era un trauma de mi pasado”, cuenta mientras caen lágrimas por sus mejillas.

En 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS) sacó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales y, recientemente, también quitó de esta clasificación a la transexualidad. Sin embargo, en México todavía abundan grupos religiosos -católicos o evangelistas-, extremistas de derecha y hasta psicólogos que insisten en que es una patología que debe erradicarse.

Las personas que estaban detrás del ECOSIG por el que pasó Iván no eran profesionales de la salud mental: “Eran de todo; había oficios, ingenieros, médicos, o quien simplemente no tenía ningún estudio pero estaba ahí haciendo eso”, explicó.

Aunque al principio le dijeron que la agrupación no estaba ligada a ninguna religión, todo el tiempo hubo biblias, oraban y los amenazaban con ir al infierno si no pedían perdón a dios. Por asistir al retiro, cobraban una aportación que no podía ser menor de 200 pesos mexicanos (USD 9,67). Al preguntarle cómo acabó en esas jornadas o quién lo llevó allí, Iván enmudece: “Por una cuestión de situaciones”. No quiere desvelarlo y es comprensible.

Cuatro días en shock

Durante los días que pasó en la barraca, Iván no hizo nada por defenderse. Se moría de hambre, pero no pidió comida; tenía sed, pero no exigió agua. El miedo y la culpa lo paralizaron. Hasta llegó a convencerse de que merecía aquel trato.

“No dije nada porque yo lo sentía como un castigo, ¿sabes? Que me merecía por ser quien era y que estas personas me iban a ayudar. No dije nada. Simplemente me quedé callado. Para mí era como… estaba muerto de miedo. Era como… ‘es parte de lo que tengo que vivir para poder superar esto’”, dice entre lágrimas.

Y es que en ese momento él quería “curarse”; o al menos intentarlo. En esto influyó principalmente su falta de información. Había crecido en una familia “tradicional mexicana” apegada a valores religiosos y, a su alrededor, no tenía ningún amigo LGTBI que le sirviera como referencia, que le dijera: ‘tranquilo, está bien ser quien eres’. A esto se sumó la coerción de una sociedad que todavía estigmatiza la diversidad sexual.

“La única información que yo tenía era que me iba a morir de sida, que era una desgracia para la familia, que estaba muy mal, que me iba a ir al infierno por ser quien era. Entonces, de ahí las ganas de decir, ‘Yo no quiero ser así’. ¿Quién en su sano juicio quiere escoger una vida donde se te discrimine, donde se te golpee, donde tengas que huir de tu casa, donde no encuentres un trabajo por ser quien eres? ¡Nadie escoge una vida así!”.

Durante tres días lo alimentaron con estas ideas falsas y desvirtuadas. No había comido, no había bebido, no había dormido… Pero la solución era sencilla: todo terminaría si pedía perdón a dios y reconocía que estaba enfermo.

“El único momento donde te dejan comer, dormir o tomar agua es cuando aceptas que eres un enfermo. Cuando le pides perdón a dios y haces todo lo posible por salir de ahí, todo cambia. Me dieron dos cachetadones, me dijeron que era un enfermo y después, te muestran mucho amor. Ya puedes dormir, te abrazan…”.

Sin embargo, el ECOSIG no terminó ahí. A partir de ese momento, el Grupo de Apoyo San Agustín le asignó a Iván un coach, un asesor que le acompañaría en “las recaídas de su enfermedad”. Él nunca había dicho en voz alta que era gay; así que estas personas se apoderaron de su secreto hasta anularlo por completo.

“El problema es que estas cosas sí funcionan. Funcionan en la manera en que te despersonalizan. Empiezas a ganarte y a comprarte todas esas ideas y ni siquiera las cuestionas o las reflexionas. Simplemente las ejecutas. Yo realmente comencé a aceptar la idea de que era un enfermo y que tenía que hacer todo lo posible por no ir al infierno y para ser una persona correcta en esta sociedad y que mis papás me quisieran. Porque yo quiero que me quieran”.

En los siguientes años, bajo la máscara de una supuesta preocupación y un cuestionable afecto, su asesor le obligó a compartir sus pensamientos eróticos más íntimos, sus “debilidades morales”, sus sentimientos impíos hacia hombres por los que sentía atracción.

Como un torturador que hace bien su trabajo, su coach le hizo sentir vergüenza de sí mismo, culpa y muchas veces asco. Cuando aparecía una flaqueza de espíritu, lo castigaba. Y así hasta que Iván no pudo más. Huyó de casa, empezó a dormir en la calle, y con valor se convirtió en lo que es hoy, una de las principales voces del país contra los ECOSIG, fundador y director de la asociación Yaaj México y consejero de Naciones Unidas en temas LGTBI.

Porque como él mismo explica, “la sexualidad es un río que por más que le pongas una presa grande, siempre encuentra su curso”.