Cómo un robo convirtió a “La Mona Lisa” en la obra más famosa del mundo

Cómo un robo convirtió a “La Mona Lisa” en la obra más famosa del mundo

Mona Lisa, el cuadro más fotografiado del Louvre (Foto:REUTERS/Charles Platiau/File Photo)

 

Cuando en pleno mayo de 2020, un consultor francés sugirió sacar a la venta La Gioconda en “al menos 50 mil millones de euros a algún príncipe árabe” para reinvertir las ganancias de la venta para apoyar las artes, tras la crisis económica generada por la pandemia de coronavirus, la sociedad gala rápidamente se vio herida en su orgullo: Certainement pas, o de ninguna manera.

Por Infobae

La reacción fue inmediata y lapidaria. Pero, ¿por qué los franceses aman tanto a esta obra de un italiano?, ¿qué hace tan especial al retrato de Da VinciUna historia que hoy cumple 110 años tuvo una enorme relación en la manera en que la obra es apreciada en la actualidad: su robo del Louvre.

Si bien hay versiones que difieren sobre quién es la retratada, se considera que es Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, quien encargó la obra al polímata florentino, quien a su vez nunca realizó la entrega ni se despegó de ella hasta su muerte. Leonardo llevó su obra a Roma y luego a Francia, donde la conservó en su residencia, el castillo de Clos-Lucé, y se conoce que pasó a manos del rey francés Francisco I, quien la habría comprado por 4000 escudos de oro, aunque no hay evidencia de si esto sucedió antes o después de la muerte del artista.

Leonardo Da Vinci.

 

Por los escritos de Giorgio Vasari, primer historiador del arte y contemporáneo a Da Vinci, se calcula que este óleo sobre tabla de álamo (77 × 53 cm) fue pintado entre 1503 y 1519, y por el estudio de la pieza que fue realizada con la técnica de sfumato, invento de Leonardo, aunque ha perdido su colorido original por las capas de barnices que recibió.

Tras la muerte de Francisco I, la obra comenzó un derrotero que incluyó Fontainebleau, París y luego el palacio de Versalles. Con la Revolución francesa arribó al Louvre, y posteriormente Napoleón Bonaparte lo colocó en su dormitorio del palacio de las Tullerías hasta que lo devolvió al museo en 1804, lugar que abandonó una vez más durante la Segunda Guerra Mundial, cuando fue protegido en el castillo de Amboise y posteriormente en la abadía de Loc-Dieu.

Desde 2005, se encuentra alojada en el Salón de los Estados, donde tiene una pared para ella sola, junto otras pinturas venecianas notables como Las bodas de Caná de Veronese, separada del público por estrictos protocolos de seguridad, por lo que nadie nota el medio millón de craquelures, pequeñas grietas, que surcan la pintura. Llegó allí tras haber pasado por la Sala Rosa y la sobrecargada Sala Carré, donde estuvo ausente durante dos años tras ser robada por el italiano Vincenzo Peruggia.

La obra en la sale Carré en 1909. Foto: Cortesía.

 

Historia de un robo que lo cambió todo

En contexto, el Louvre no era hace 100 años lo que es hoy. Si bien ya resguardaba las impresionantes colecciones reales a lo largo del tiempo como las obras que Napoleón robó durante sus campañas de conquista, era más una sala de trofeos que en sí no despertaba el interés del público local. Por otro lado, el fenómeno turístico como los medios masivos, ayudaron a soliventar su status del más visitado del mundo, con 10,2 millones de visitantes en 2018, y 9,6 en 2019.

Entonces, con la tecnología acorde a la época, la seguridad quedaba relegada a los guardias del museo, que eran por tradición pensionados y soldados retirados, quienes tenían una reputación de quedarse dormidos en las horas de trabajo. A fin de cuentas, nunca nada extraordinario sucedía allí.

La pintura desapareció un lunes, pero recién el martes notaron su ausencia, lo que marca que en ese mar de obras La Gioconda, que compartía pared con muchas otras, era un pez más. Y el hallazgo no se produjo per se por su ausencia, sino porque Louis Béroud, un pintor de buena técnica pero sin estilo propio, conocido por copiar pinturas famosas para turistas, tenía aquel día la misión de duplicarla.

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Así que el bueno de Béroud llegó con sus bártulos, su atril, listo para una larga sesión de trabajo para encontrarse con un hueco en la pared. Espera por un tiempo y ya cansado se acerca hasta un guardia para preguntarle por la obra, éste, a su vez, no tenía idea porqué no estaba allí. Como el Louvre era enorme y contenía miles de piezas, era normal que retirasen a alguna para fotografiar o incluso reparar, luego reaparecían y se acababa el misterio. El guardia pregunta en el taller de reparaciones, nada, en el de fotografía, nada. Se enciende la alarma.

Los trabajadores recorren el museo y encuentran el marco y el vidrio protector escondido detrás de una escalera de uso privado. Ya no había dudas, La Gioconda ha desaparecido. Sacrebleu.

La investigación y el espectáculo en los medios

La noticia copó las principales primeras planas de los periódicos del mundo. De golpe, la cara de La Mona Lisa se convirtió en un rostro familiar en todo globo, bueno no en todo, ya que el Washington Post se equivocó de pieza ilustrativa y colocó la de La Monna Vanna, llamada La Gioconda desnuda, de la que entonces no se sabía si era obra de Leonardo y aún hoy la atribución despierta polémicas, lo que denota en parte como el cuadro en sí no era tan conocido al otro lado del oceáno.

Solo había en Francia toda una mente brillante capaz de resolver el misterio: Louis Lépine, una suerte de Holmes Lupin combinados, responsable de la modernización de la policía y la aplicación de la ciencia forense al que se conocía como “El hombrecito del gran garrote” por sus políticas para desarmar manifestaciones.

Lépine llega y arma toda una escena: 60 policías recorren el museo como sabuesos, y personalmente interroga a cada uno de los empleados. De esas entrevistas saca las primeras dos claves; el cuadro desapareció en un intervalo de 6 horas y un plomero vio a un sospechoso junto a una puerta de salida lateral a la que le faltaba un picaporte.

El Washington Post no estaba muy al tanto sobre cuál era la obra robada y colocó a “La Monna Vanna”.

 

Siguiente paso, aplicar los métodos que lo hicieron famoso. No la terapia de los garrotes a los guardias, sino sus métodos de avanzada. Encontró huellas dactilares en el vidrio (en esa época todavía no se utilizaban guantes, ¿para qué?), pero con 750 fichas dactilares en el archivo no encuentran una idéntica y el tiempo para hacer la comparación les juega en contra.

Su siguiente conclusión fue determinante en el desarrollo de la búsqueda. Lépine nota que el lienzo fue retirado con mucho cuidado, con cortes exactos, por lo que creyó, basado en su lógica irreprochable, que el o los sospechosos sabían exactamente lo que hacían. Entonces, asegura, La Mona Lisa solo podría haber sido robada por un grupo internacional especializado y que la posibilidad de que haya sido un trabajo al azar o solo para obtener dinero tras una venta es inaceptable.

El mutismo por la vergüenza es feroz. La policía ni ningún funcionario hace declaraciones a la prensa, pero alguien habla, alguien siempre habla, y la información del posible grupo de élite se filtra. Y allí, lo que era ya un tema central en los periódicos y la radio, crece exponencialmente.

 

Comienzan a difundirse historias sensacionalistas de todo tipo, que parecían competir entre sí por cuál era la más creíble y fantástica. Una de las tesis más replicadas sostenía que era obra de un millonario estadounidense, que había contratado a especialistas para la faena, y que el cuadro estaba ya en el estudio de su mansión, donde la apreciaba con un whisky en la mano junto a sus amigotes empresarios, soltando risotadas.

Otra de las teorías más populares replicaba la idea de un loco enamorado de la pintura, que se la llevó solo para colocarla en su habitación y darle el beso de las buenas noches. Y la gente consumía y ese cuadro, perdido en un mar de cuadros, estaba en las bocas de los comerciantes y en la mesa de los hogares. Y ese cuadro, al que nadie conocía, fue la primera celebrity del Louvre, que drante su ausencia, ayudó a batir el récord de visitantes. La gente al fin acudía, aunque sea para observar el hueco que había dejado en la pared.

El hueco más famoso de la historia, donde se exhibió la Mona Lisa antes de que fuera robada en 1911 (Mary Evans Picture Library / The Image Works)

 

Los relatos envolvieron a la pieza con un aura mística. Algo sensacional había sucedido y solo algo sensacional podría ser su explicación. Este espíritu romántico en torno a la obra permaneció en el tiempo -y sigue hasta la actualidad- e incluso dos décadas después del robo, la película alemana El robo de la Mona Lisa, de 1931, recrea la historia de un ladrón que lleva a cabo el atraco para impresionar una joven francesa. Paris, toujours la ville de l’amour.

Lépine tuvo entonces otra idea. Realizó pruebas sobre cuánto tiempo se necesitaría para descolgar la pintura y llegó a una conclusión que estrechó la lista de sospechosos: solo aquellos familiarizados con el museo sabían el método para hacerlo en escasos segundos. La mirada se acotó tanto puertas adentro como a contratistas que hayan trabajado allí.

Recreación de época del robo y el lunático enamorado de la obra

 

Una de esas firmas era Saint-Gobain (la misma que desarrolló los cristales de la famosa pirámide inaugurada en 1988), responsables de haber colocado sus “vidrios de diamante” en muchas de las principales obras luego de que en 1907 una mujer acuchilló un lienzo de Ingres en nombre del anarquismo. Todos se presentaron a declarar, menos uno: Vincenzo Peruggia.

Peruggia, de 29 años, era un inmigrante italiano sin educación, pobre como tantos otros que conformaban la comunidad extranjera más populosa de ese momento y que habían llegado para ser la mano obrera para los oficios que los franceses ya no querían hacer y a los que los locales llamaban despectivamente les macaronis.

Había estado trabajando en el Louvre un año atrás, sí, en La mona Lisa. Investigan sus antecedentes, prometedores para la causa: dos detenciones, una por robo y otra por amenazar a una prostituta con un cuchillo. Sin embargo, Lépine se deja llevar por sus prejuicios, que son los de muchos aún hoy en día, sobre quién podría estar interesado en el arte: una persona con una alta educación, sofisticada, que tuviera una vida social que le permitiera comprender el tipo de obra que se había llevado. Sí, el empresario estadounidense que los medios habían creado, no este pobretón ignaro.

Así que no considera necesario conocerlo en persona y envía a un policía a su hogar. Peruggia niega toda relación con el hecho, inventa una coartada que nadie comprueba y luego de recorrer la habitación derruida en la que vivía, el oficial se marcha descartándolo como sospechoso. El Jefe tenía razón.

Peruggia, tras ser detenido en Florencia.

 

Una banda internacional de ladrones algo llorones

Pasan pocas semanas, la investigación no avanzaba, pero el interés del público seguía siendo enorme, por lo que los periódicos parisinos ofrecieron recompensas que iban de los 25 francos, para lo que ofrecieran pistas, a los 50 mil (más de USD un millón 300 mil actuales) para los que les llevaran la pintura a las oficinas del diario.

Toneladas de cartas llegaron a las redacciones en búsqueda de hacerse con algunos billetes de manera fácil, entre todas ellas una llamó la atención. Un ciudadano belga, Joseph Géry Pieret, aseguraba no tener La Mona Lisa, pero que robar obras del Louvre era una tarea mucho más sencilla de lo que se decía, ya que él mismo lo había hecho.

En 1907, Pieret se había llevado unas antiguas estatuillas ibéricas que había vendido a un artista por 50 francos de entonces. La policía tira del hilo y encuentra que Pieret había trabajado con Apollinaire, quien todavía no era quién sería luego en la historia de la cultura, pero que como crítico para revistas había escrito en defensa de las nuevas tendencias del arte y que suscribía a las ideas futuristas de Marinetti en eso de quemar los museos para dejar lugar a lo nuevo.

Apollinaire y Picasso, dos de los integrantes del “trío contrabandista” (Getty Images)

 

En septiembre de 1911, un mes después de la desaparición, Apollinaire fue detenido, interrogado y encarcelado en la prisión de La Sant, en París, durante dos días. El poeta y dramaturgo niega toda relación con los robos (el de las estatuillas y el de La Mona Lisa) y señala a otro casi desconocido artista, extranjero como él, Pablo Picasso.

Lépine había encontrado a los sospechosos perfectos, su banda internacional de ladrones y traficantes de arte, que sí sabía lo que robaba: el belga Pieret, el español Picasso y ítalo-ruso-francés Apollinaire.

Picasso y Apollinaire fueron sometidos a un careo. Dice un relato de época que “Apollinaire confesó todo” y que Picasso “lloró abiertamente en el tribunal, alegando histéricamente en un momento dado que nunca había conocido a Apollinaire”. Después de oír los descargos llorosos y sin sentido de los veinteañeros, el juez presidente Henri Drioux desechó el caso y finalmente desestimó a ambos en el tema Mona Lisa.

Su relación con el robo de las estatuillas, en cambio, sí era clara, aunque su participación no. Apollinaire dio trabajo a Pieret, pero no se pudo comprobar que haya ideado nada, y Picasso fue quien las compró. Se conoce que Picasso fue un coleccionista de arte africano, de mascarillas de todo el mundo y que aunque él nunca lo aceptó, este arte folclórico fue esencial para inspirar su cubismo. En ese sentido, de acuerdo a la leyenda, aquellas estatuillas inspiraron a Las señoritas de Avignon, obra de 1907, pintura que se considera el inicio del arte moderno.

Las señoritas de Avignon (1907)

 

En las memorias que publicó en 1933 Fernande Olivier, modelo y artista francesa, primera pareja del español, aseguró que los jóvenes quisieron deshacerse de las obras y que Picasso, en concreto, propuso tirarlas al Sena, pero al final no se atrevieron porque creyeron que los perseguían. Apollinaire intentó venderlas de forma anónima y así fue como los atraparon.

Los meses pasan y la historia comienza a perder protagonismo. El mundo seguía girando y para abril de 1912 el RMS Titanic, el barco más majestuoso jamás construido, naufragó en su viaje inaugural desde Southampton a Nueva York. La atención mediática había cambiado en su totalidad y La Mona Lisa podría estar hoy aún desaparecida si realmente la hubiera sustraído alguien que sabía del tema.

Pasan dos años sin pistas. Lépine, el hombre iluminado, el detective sin parangón, acepta la derrota y debe renunciar a su cargo. Será la única mancha imborrable en una carrera brillante.

¡Aquí está!

 

Surge un héroe nacional

En noviembre de 1913, un tal Leonardo Vincenzo escribió a Alfredo Geri, un marchante de arte en Florencia, para ofrecerle La Gioconda a cambio de 500.000 liras. Se cierra el acuerdo. Un mes después, se realiza el encuentro. El retrato viaja en tren.

Pero Geri no va solo, lleva consigo a Giovanni Poggi, entonces director de las galerías Uffizi. Cuentan que Leonardo Vincenzo, que sabemos que es Vincenzo Peruggia, el único sospechoso real que tuvo la causa y que fue descartado por ignorante y pobre, los cita en el Hotel La Gioconda, sí, Hotel La Gioconda, y ya en la habitación abre un baúl, retira muchas herramientas, un fondo falso y que, envuelta en terciopelo rojo, aparece ella, la mujer de la sonrisa.

Poggi analiza la parte de atrás, comprueba las fechas, las marcas. Las obras de arte cuentan su historia no solo en el frente, también lo hacen en sus espaldas, donde de alguna manera se encuentra su rastro, los dueños que tuvo, como los sellos en un pasaporte cuando se ingresa a un país. Y todo estaba en su lugar, la posibilidad de que fuera una copia era ínfima.

Como Peruggia no era muy lúcido y poco sabía de arte, lo convencen de llevarse la obra para analizarla al detalle y le aseguran que le enviarán el dinero a la habitación, pero en cambio mandan a los carabinieri, que lo arrestan in situ.

Francia pide su extradición, pero no se la dan. Peruggia se convirtió en un símbolo para todos aquellos inmigrantes que partían por un futuro mejor, un hombre que había demostrado que les macarroni merecían respeto. Y su defensa es aún más patriótica.

Vincenzo Peruggia y el paso a paso del robo.

 

Asegura que lo hizo por Italia, que trató de devolver a su país un patrimonio cultural que nunca debió salir de allí, que había sido robado por Napoleón y que debía regresar, que era lo justo, que era lo patriótico. Si Peruggia desconocía o no que La Gioconda había sido vendida a Francia, no se sabe, pero el argumento fue convincente para despertar aclamaciones y piedad. Recibió una condena de 12 meses de prisión, de las que solo cumplió 7. Tiempo después, en cartas a su padre se descuenta que en la cabeza del pintor-vidriero devenido en ladrón siempre estuvo la posibilidad de hacer una buena cantidad de dinero por su venta.

Ahora, el juicio revela otro aspecto hasta ese momento desconocido. ¿Cómo lo hizo? Lejos de lo espectacular, Peruggia fue un lunes, día que el museo permanecía cerrado al público, ingresó por la puerta de entrada con un uniforme de trabajo y sencillamente retiró la pintura, luego de descartar los marcos intenta huir por una salida lateral que estaba cerrada, saca el picaporte y cuando estaba en esa tarea aparece el plomero que luego declararía acerca de una figura sospechosa. Sin escapatoria, coloca el cuadro bajo su uniforme, como si con eso realmente lo pudiera ocultar, y desando su camino. Peruggia salió por la puerta de entrada, bajo las escaleras y desapareció. Este relato ayudó a su nueva fama, era el patriota que dejaba en ridículo el orgullo francés como nadie lo había hecho en la historia.

Gracias al rol de Poggi, La Mona Lisa permaneció un tiempo en Florencia, de donde era oriunda la supuesta retratada y donde todo comenzó, por lo que por primera vez en la historia moderna la obra pisó su tierra de origen y pudo ser exhibidas junto a otras joyas de Leonardo en las Uffizi, como La Anunciación La Adoración inconclusa de los Magos. Luego de una gira por Roma y Milán, el cuadro regresó a París en enero de 1914.

En Paris, luego de haber recuperado la obra maestra, los franceses la exhiben en la entrada del Louvre

 

La teoría del estafador argentino

En 1932, un artículo publicado en el Saturday Evening Post agregó un nuevo personaje a la historia, que la hizo aún más estrambótica: “el Marqués” de Valfierno o, su nombre real, Eduardo Valfierno.

Estafador de profesión, poco o nada se sabe realmente de él, tan poco que dio la posibilidad al escritor argentino Martín Caparrós a ficcionalizar su vida en Valfiermo, novela por la que ganó el premio Planeta en Argentina en 2004.

El periodista Karl Decker, quien se hizo su nombre como alfil de William Randolph Hearst en la famosa batalla de ventas entre su New York Journal y el New York World de Joseph Pulitzer, que fogoneó la guerra entre EE.UU. y España por Cuba a fines del XIX, aseguraba que el nacido en Buenos Aires le había confesado en vida haber sido el cerebro detrás del robo. El único problema, es que le pidió publicar la entrevista después de su muerte, sucedida en 1931, por lo que jamás nadie pudo corroborar la información.

Marqués Valfierno

 

De acuerdo a Decker, Valfierno había llenado de ínfulas patrióticas la cabeza de Peruggia, convenciéndolo de robar el cuadro, para luego venderlo al mejor postor, pero que una vez sucedido el hecho, jamás apareció.

Mientras tanto, trabajó junto a Yves Chaudron, un artista que se dedicaba principalmente a falsificar pinturas del Renacimiento, y vendió cuatro muy buenas copias del cuadro a coleccionistas norteamericanos, quienes notaron el engaño cuando el original regresó a la vida pública. Por supuesto, nunca pudieron atraparlo.

Los cuadros apócrifos existen, como los estafados, que compraron las piezas a USD 300 mil y las revendieron para nunca recuperar su inversión. Que Valfierno haya estado realmente relacionado al robo parece más cercano a la ficción, a un mito, que a la realidad; el hecho de que haya aprovechado el evento para que, como buen estafador, ver el negocio es otra cuestión. Con lo recaudado, el argentino vivió entre lujos durante sus últimos años en Los Ángeles.

El centro de atención

“La Mona Lisa”, la gran influencer de todos los tiempos

 

La Mona Lisa sigue despertando fantasías. Existen un sinfín de mitos y planteos sobre ella, que si sonríe o no, que si los ojos se mueven, que si estaba enferma o embarazada. Como icono de la cultura pop es posiblemente la mujer más conocida de la historia, la más fotografiada y en estos tiempos hipermodernos carne de meme constante. Todos saben quién es, y el que no, rápidamente lo averigua gracias a esta constante y feroz campaña publicitaria ad infinitumC’est la vie.

El dadaísta Marcel Duchamp también contribuyó a su fama, con su ready-made L.H.O.O.Q., básicamente una postal a la que le dibujó un bigote y una barbita con lápiz. Las siglas corresponden al francés, Elle a chaud au cul, o en español Ella tiene el culo caliente. Por su parte, Salvador Dalí tomó esta referencia para convertirse en la propia obra de arte, algo acorde a su filosofía, en I’ve Got a Secret, un show de juegos de la TV estadounidense en 1963. Si La Mona Lisa era la máxima obra, él era La Mona Lisa. Obviamente, otro especto en la autopublicidad como Warhol también utiliza su imagen en una de sus primeras serigrafías.

La obra de Duchamp y Dalí como “La Gioconda”.

 

Para el crítico de The New York Times Scott Reyburn, en su artículo titulado What the Mona Lisa Tells Us about Art in the Instagram Era de 2018, la experiencia de fotografiarla, para lo que había que hacer dos horas de fila, se convirtió en más importante que apreciarla.

“La forma en que observamos a La Mona Lisa es representativa, de manera aleccionadora, de cómo se aprecia la mayor parte del arte en la cultura visual saturada y digitalmente mediada de la actualidad”, escribió.

Y es que La Gioconda, con una cotización estimada en los USD 2.5 billones, es en sí un objeto que reluce en tanto su valor cultural, en tanto a su historia, y la atención que ha recibido a lo largo del tiempo. Su robo la colocó en un espacio que ninguna otra ocupaba, y se produjo en un momento en que los medios masivos explotaban. Tanto es así, que volvió a ser noticia al menos tres veces más. En 1956, el boliviano Ugo Ungaza Villegas le arrojó una piedra y destrozó la vitrina; en el ‘74, en un viaje al Museo Nacional de Tokio, una mujer le arrojó pintura roja, como protesta por la ausencia de accesos al museo para personas discapacitadas, y en 2009, una mujer rusa, enfurecida por la denegación de su solicitud de ciudadanía francesa, le arrojó una taza de cerámica comprada en la tienda del Louvre.

La Monda Lisa es, sin dudas, la obra de arte más famosa del mundo, un status que nunca perderá gracias a un evento que ya tiene más de un siglo.

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