León Sarcos: Ciudad sin ciudadanos

Los síntomas del vacío: una democracia sin estado de derecho; unas elecciones reiteradamente fraudulentas; un mercado sin oferentes y sin demandantes; ciudades sin ciudadanos; unos medios secuestrados; un periodismo amordazado y una libertad condicionada; que nos hace a todos vivir —como en una vieja cinta de policías y ladrones— en libertad condicional, bajo un régimen que todos los días introduce nuevas prácticas corrosivas y degradantes a lo que fueron estatutos sagrados ganados por la razón y la ciencia desde el siglo de las luces y que dieron paso a la institucionalidad liberal, la más idónea y eficaz del mundo, para vivir y compartir y especialmente para tener esperanza y crecer humana y espiritualmente.

Hace muchos años escribí en un periódico de Maracaibo, mi primer artículo: El titulo de ciudadano, que hacía alusión a una frase del Libertador, donde se autoconfería esa distinción como el máximo de los reconocimientos públicos, más que el rango de general o el cargo de presidente. Bolívar tenía la lucidez elemental —que hoy no la tiene un general ni un cadete, y menos aún un guardia de esos que lucen un emblema que provoca risa y que irónicamente reza: El honor es su divisa— de entender que la razón de ser del Estado y de todos sus servidores públicos es brindarle atención, consideración y respeto a quien, con su trabajo, el pago de impuestos, la soberanía del consumo y la elección de sus representantes constituye el alma de la República. 

Recuerdo que esa noche fue de celebración anticipada, a la espera junto a mi gran amor en los portones de la empresa, la salida de los repartidores para comprar y ver mi artículo por primera vez impreso en la página de opinión del periódico más prestigioso del Estado: Panorama. Era entonces presidente de la Federación de Centros Universitarios, cuando aún ese cargo podía ostentarse con orgullo y decoro. Reconozco que el ver mi solo nombre impreso me llenó de mucha satisfacción y aún tardíamente descubrí que escribir sería mi vocación definitiva antes de abandonar este mundo.





De la mano de mi padre conocí a Rómulo Betancourt, de quien fue con mucha razón seguidor incondicional. Del gran líder e icono de la democracia venezolana y de sus ideas, aun sin procesarlas para su tiempo, fuimos adversarios emocionales mis hermanos y yo, enfermos del sarampión socialista que contaminó todo el mundo universitario en la década de los 60 y los 70. Éramos de los moderados, en esencia demócratas; los radicales no tenían audiencia ni adentro ni afuera de la universidad.

En mi caso, la enfermedad juvenil terminó a mi paso por LUZ y progresivamente me fui enamorando de la idea de fortalecer una sociedad civil que sirviera de control y contrapeso al abuso de los partidos y a los desmanes del presidencialismo y el centralismo. Y especialmente a darle vigencia a la condición de ciudadano —distinta a la de hombre de uniforme—, que conoce exactamente sus deberes y sus derechos y está hecho y formado para discutirlo todo y cuando lo considere pertinente y conveniente tener la potestad de decir esa expresión que nos hace tan felices: ¡NO!

Años enteros me dediqué a promover el ideario democrático y la descentralización, en cuanto foro, conferencia, simposio o seminario pude montar para recoger lo mejor de las ideas e ir haciendo perfectible la democracia que tanta sangre, esfuerzo y sacrificio costó a los fundadores. De ese pasaje dejé más de 25 títulos que escribí en solitario y otros en equipo, como editor, que pudieran ser de utilidad cuando culmine este momento oscuro de nuestra historia.

Nunca me detuvo ninguna aspiración para ser elegido a ningún cargo; sentía y consideraba que había suficientes vocaciones calificadas para representarnos y así cuando lo creí oportuno, fui promotor de figuras de renombrado acento y vocación como servidores públicos ejemplares, como fue el caso de Fernando Chumaceiro, para mi gusto el líder más completo, idóneo, e íntegro que tuvo la democracia en el Zulia en sus cuarenta años (entre 1958 y 1998).

No voy a entrar a explicar las causas de la caída de la democracia, pero siento que hay mucho de la comodidad de la mayoría de ciudadanos que nos mantenemos al margen por uno u otro motivo de las acciones y desenlaces del mundo político, como si la única responsabilidad fuera de una vanguardia que está obligada a resolverlo todo. Especialmente si poco a poco, sentimos que van apoltronándose en el poder cuatro patanes que abjuran de toda valoración democrática, de todo respeto a la ciudadanía y del mínimo respeto a la condición humana.

La gente tiene que convencerse de que esta es una pelea por la vigencia de los valores más trascendentes del ser humano en cualquier sociedad, de que la tolerancia tiene un límite, de que nuestro futuro y nuestras riquezas no son propiedad de nadie y de que los paradigmas sobre los que se mueven las nuevas generaciones son emblemas de facilismo, dependencia, autoritarismo, caos y corrupción. He preguntado a jóvenes recién graduados por nombres ilustres del periodo democrático: no conocen a Betancourt, ni a Jacinto Convit, ni a Uslar Pietri. Todo es nacionalismo fanático, pueril e historia retorcida de los hechos y los protagonistas.

Para rescatar lo que hemos perdido, para llenar ese vacío que enumeré al comienzo, tenemos que retomar a pensadores de gran aliento como Chesterton, para quienes las causas de la familia libre y del hombre dueño de sí mismo son las máximas de su pensamiento. Que tenía en su juventud de espíritu el verdadero secreto de la permanencia de sus ideas. Que sabía que los viejos tiranos invocaban el pasado y los nuevos el futuro. Que la familia necesita la pequeña propiedad contra el asedio del capitalismo y del socialismo. Que sin propiedad no hay ciudadanos libres y corrientes. Que la familia sana es lo único que les puede parar los pies a los poderes del Estado. Que es en el propio hogar y no en las utopías donde se cocinan la libertad y la felicidad de las generaciones.

En palabras de uno de sus tantos biógrafos, Luis Ignacio Seco, Chesterton… apostó siempre por el sentido común de la gente corriente, por la libertad garantizada en la unidad familiar y por la soberana fantasía de las iniciativas sociales espontáneas como base de una solidaridad entre hombres libres que ni el capitalismo ni el socialismo ni el comunismo ni el fascismo podían ofrecer. Y se rió —con sobradas razones— de los superhombres… en los que sus más ilustres contemporáneos cifraban la opción de futuro.

En la casa de los Chesterton, en oposición al culto primitivo y feo que se rinde a los caudillos militares depredadores de América Latina, solo se rendía culto a la inteligencia, a la libertad y a la tolerancia; había pasión por las Bellas Artes y la literatura y se prescindía de realidades tan concretas como el tiempo.

¿Cómo llenar al menor costo posible ese vacío que han dejado dos décadas de tropelías, asaltos al erario público, ultraje a los derechos ciudadanos, destrucción del aparato productivo, desmontaje de la educación de calidad y competitiva, rescate de la institucionalidad y el estado de derecho? Sin duda que haciendo un gran ejercicio de introspección ciudadana para que cada uno asuma su compromiso, y convocando toda la existencia y la experiencia de lo mejor de nuestros recursos humanos esparcidos por el mundo, y pidiendo el asesoramiento de los técnicos de todos los organismos multilaterales, junto al concurso desinteresado de una población llena de ganas, de voluntad y de auténtico deseo de superación.

He visto con interés y satisfacción un emotivo video sobre Maracaibo que me llevó a felicitar a sus productores. Conmueve, toca la fibra más sensible de nuestro gentilicio, pero lamento decir que no creo que Maracaibo haya muerto; las ciudades no mueren, las ciudades son maltratadas, discriminadas, golpeadas, olvidadas y hasta destruidas, pero tienen una vida muy longeva y la capacidad de renacer del Ave Fénix. Las ciudades, como las grandes catedrales, son fieles testigos de desmanes, vilezas, castigos y proclamaciones, pero también suelen ser muy agitadas y vengativas cuando los ciudadanos recuperan de nuevo sus deberes y derechos.

Ojalá y estemos cerca de recuperar la ciudadanía perdida, o por lo menos una parte de ella, que sea el inicio de la reconstrucción de nuestra patria chica. Chesterton decía que la tradición es la democracia de los muertos. Nuestros padres, abuelos y antepasados se sentirán desde la otra orilla dignos de habernos formado en la tradición de lo mejor de la práctica de sus experiencias religiosas, costumbristas, folclóricas y clásicas. Entonces la ciudad volverá a ser de ciudadanos y no de policías y de parias.  

León Sarcos, octubre 2021