Alberto Ray: La aceleración de la complejidad

Alberto Ray: La aceleración de la complejidad

 

En 1967, Roger Zelazny, reconocido escritor norteamericano publicó una novela de ciencia ficción llamada El señor de la luz. Entre su trama, un grupo de revolucionarios quería llevar a la sociedad a un nivel superior de desarrollo haciendo uso de avanzadas tecnologías. Zelazny los llamó aceleracionistas.

A estas alturas del siglo XXI el mundo ya no recuerda a Zelazny, pero, como alguna vez lo mencionó, el también novelista James Graham Ballard, “lo que los autores de ciencia ficción inventan hoy, usted y yo lo haremos mañana.”

El aceleracionismo se convirtió luego en un movimiento de importancia que pregonaba la necesidad de evolucionar hacia un mundo post-capitalista marcado por la dinámica incesante del cambio.

La verdad es que han pasado más de 50 años y lo que fue ficción en los 60s ya forma parte de nuestra más cotidiana realidad. Hoy, nadie puede quedarse estático ante el cambio, ya sea por el interés que despierta o la resistencia que produce, resulta imposible ignorarlo, no solo por su capacidad de modificar el entorno, sino por el impacto en el curso vital de quienes habitamos el planeta.

La sociedad contemporánea ha asumido el cambio como una constante, con conciencia o sin ella, todo cambia a mayor o menor ritmo. El cambio, además, se presenta vigorizado por la aceleración con el que ocurre y es el eje principal de una nueva dinámica global que lo hace todo más complejo.

La aceleración y la complejidad son intrínsecas al cambio y ambas operan en una sinergia que las potencia, pero ¿Cómo se manifiesta esta aceleración y complejidad del cambio? y ¿De qué forma impacta a personas y organizaciones?

El cambio acelerado puede parecer más palpable en la tecnología. Basta con observar la expansión de las telecomunicaciones, la disponibilidad y accesibilidad a la información o las capacidades de procesamiento y almacenamiento de los microcomponentes electrónicos, sin embargo, el cambio también está presente en nuevos modos de hacer negocios, las maneras distintas que tienen las sociedades de organizarse y participar en la vida pública y hasta en los tipos de gobierno que se dan los países. Todas estas fuerzas, de gran poder para transformar la vida de cada hombre y mujer sobre la Tierra, son interdependientes unas de otras, y se realimentan en sus propias complejidades produciendo un entramado infinito de posibilidades y relaciones no lineales entre causas y efectos, haciendo a la realidad circundante, cada vez menos comprensible.

Valdría aquí destacar que el crecimiento acelerado en el número de miembros que participan en un sistema, así como el incremento de las interacciones entre estos participantes son condiciones para la complejidad, pero, lo que transforma al sistema en complejo es la dificultad para describir los comportamientos de sus integrantes. Es decir, aunque conozcamos detalles de una situación y sus actores, si esta realidad es compleja, no podremos pronosticar con algún grado de precisión su comportamiento futuro.

El ritmo ascendente en que se suceden los cambios viene acompañado – porque es una de sus consecuencias- de la disolución de lo permanente. Como bien lo puntualiza Zygmunt Bauman:

“la sociedad moderna no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo, todo en ella es efímero y sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas determinadas”.

Esta adicción al cambio deja tras de sí un vacío abismal entre aquellos globalizados que poseen una visión panorámica, totalmente virtualizada de la realidad sin límites espaciales o temporales, mientras otros, los locales, siguen anclados a lo finito del territorio que ocupan y al tiempo físico.

Vivimos, por tanto, en una realidad que ya no es un estado sólido e invariable, sino que se presenta como un fluido en tránsito en el que nada se mantiene demasiado tiempo en escena. Es una mutación continua que devalúa lo que antecede y hace impredecible lo que sucede.

La brecha entre quienes conducen el cambio y aquellos que ignoran sus consecuencias es parte de ese mundo líquido (Bauman, Modernidad líquida, 1999), sin asideros ni referencias. Es precisamente en esa brecha donde germinan un conjunto de riesgos que llamaremos líquidos, y que hoy no hemos conseguido fórmulas efectivas para mitigarlos dada la dificultad para entenderlos, definirlos y abordarlos.

El reto que tenemos por delante quienes estamos llamados a gerenciar esta nueva clase de riesgos es inmenso, no solo por la intangibilidad de las amenazas y las dinámicas líquidas en las que se desenvuelven, sino por sus capacidades de adaptación al entorno.

Hemos estado habituados a lidiar con amenazas sólidas y tangibles. En la realidad de lo estático, las amenazas tenían rostro y se diferenciaban de su entorno, funcionaban en un marco temporal y espacial definido, y en relación de sus modos de operación podíamos llegar hasta predecir algunos de sus movimientos. En contraste, en el mundo líquido estas nuevas amenazas tienen la capacidad de aparecer y desvanecerse, se mimetizan con su entorno y traspasan fronteras temporales y espaciales a través de las redes globalizadas que lo interconectan todo.

De la complejidad del mundo líquido se deriva su incomprensión. Ambas, complejidad e incomprensión se realimentan entre sí en una dinámica acelerada que coloca al individuo en medio de la más grande incertidumbre, y a partir de allí, se convierte en un sujeto vulnerable de quienes decidan explotar su nula capacidad de entender (y pronosticar) el futuro inmediato. Es así, como los riesgos líquidos se forman y se fortalecen en un ciclo que tiene a la incertidumbre como eje para la pérdida de toda referencia que haga al entorno predecible.


Este texto es un extracto del primer capítulo del libro Riesgos Líquidos, a publicarse en marzo de 2022.

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