Luis Barragán: De la novedad del sonido

Luis Barragán: De la novedad del sonido

 

El régimen venezolano, paciente y eficazmente, ha ahogado todo gesto, corriente o movimiento de renovación cultural, aislándonos de algún fenómeno parecido capaz de extenderse desde otras latitudes. Lo peor es que el asunto no califica como un problema político, a pesar de toda su gravedad y consecuencias, sino como una veleidad de los ilustrados, quizá rayana en lo obsceno.





Por ejemplo, en un campo tan específico como el musical, fuese popular o académico, desde hace muchos años escuchamos las mismas melodías o piezas, como fácil y objetivamente podemos constatar, por cierto, en los incomprensibles fiestonones de altísimo volumen de barriadas y urbanizaciones que más de las veces concluyen en la madrugada. El período decembrino, por siempre, sirvió de escenario para estrenar las gaitas zulianas en claro zafarrancho de competencia, algo que ya no ocurre, sin que existan las agrupaciones de aficionados o profesionales capaces de sostenerse y mucho menos de ofrecer un espectáculo de los más variados géneros musicales.

No hay libertad creativa en Venezuela, ni mercado que pueda sustentarla y, cada vez más lejana la tradición que alguna vez cultivamos, respecto a las distintas generaciones formadas con rigor en la música académica o jazzística, o también la más grata espontaneidad surgida del rock o la salsa. No reportamos novedad alguna de melodía, ritmo, timbre o armonía, a menos que se tenga por tal la súbita ocurrencia de un rapero o reaggetonero. No hay el empresario que pueda promover y comercializar a algún artista, extranjero o no, ni público con capacidad de pagarlo, excepto se trate de los Pablo Montero o Bonny Cepeda, importados para una muy exclusiva presentación personal, porque Gustavo Dudamel está muy, pero muy ocupado y quizá no sea tan divertido para sus pagadores.

El problema de la música venezolana no estriba en las tendencias renovadoras que pueda experimentar, además, merecedoras de una adicional represión como la que sufrió Shostakóvich en la prolongada era del estalinismo que un novelista, como Julian Barnes, dibujó en “El ruido del tiempo” (Anagrama, Barcelona, 2016), sino en el craso propósito de convertir a todo músico en empleado del Estado. Al respecto, por extensa que sea la cita, luce pertinente Gabriel Marcel (“El misterio del ser”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1964: 209), al expresar: “Desde el momento en que el artista acepta considerarse como un funcionario, abdica, se reconoce listo para aceptar todas las capitulaciones a que lo obligarán los países totalitarios. Lo que significa decir que deja de ser un artista. Y al mismo tiempo se coloca en la imposibilidad de experimentar nada que se asemeje a la alegría de crear, que es inseparable de la verdadera libertad…”.

Esta enfermiza repetición de las harto conocidas versiones musicales, cuales armas de guerra psicológica, no encuentran tampoco a críticos decididos, como en su  tiempo lo fue Iván Loscher, desde una emisora tan éxitosa comercialmente, en torno a un género que parece ya no tener – hoy – seguidores entre nosotros, aunque – lo manifestó para un reportaje –  “como el jazz, tiene la posibilidad de nutrirse de otras atmósferas y sigue siendo rock” (El Nacional, Caracas, 16/09/2000).  Recordamos que muy brevemente hablamos sobre la materia, aunque  su añeja e  ingenua profesión de fe en la izquierda no le permitió avizorar la actual catástrofe cultural; por cierto, lo vimos y lo fotografiamos, teniendo por fondo una pieza de Rafael Barrios, en la Feria Iberoamericana de Arte (FIA, Caracas, 25/09/2014).