Por estos días, nos sorprendió una crítica tuiterlandesa relacionada con los escribidores que intentamos simultáneamente ejercer una disciplina tan particular, como la política. Borrado luego el mensaje, tuvo por fundamental queja la de aquellos que, asegura, no operamos la definitiva salvación del país, esmerándonos en un debate innecesario.
Deducimos, sólo el mensajero en cuestión tiene el derecho y, entenderá, la obligación de telegrafiar sobre el curso de los acontecimientos y sus distintas expresiones, frecuentemente equívocas, mientras que el resto de la humanidad ha de depararle la grata sorpresa de la caída del régimen. Por cierto, caída que aquél y únicamente aquél, puede interpretar.
Los hay en el otro extremo, esperando de cualquier evento una declaración consecutiva de principios, con prolija y detallada explicación hasta de las estrategias y tácticas impensadas, pues, al fin y al cabo, se han erigido en jueces de cualesquiera convicciones e iniciativas. Quizá porque no logran profesar una cátedra, la dictan a toda eventualidad deseándose virales.
De fácil constatación, las columnas o artículos de opinión forman parte de una larga tradición de la dirigencia política del país. Hoy, existen quienes todavía cultivan esa tradición, al lado de otros que no les da tiempo, o sencillamente no les gusta, encontrando otros recursos de expresión.
La nuestra es ya una vieja costumbre y, mientras haya ocasión, batimos el tintero de bytes con toda la humildad del mundo. Ojalá, sigamos haciéndolo en 2022, inspirados en la más reciente noticia de una Natividad que nos reta en el tiempo, concedido como gracia de Dios, fase experimental para el destino eterno, como refirió monseñor José Ignacio Munilla en homilía reciente de nuevo año.