León Sarcos: Una Nueva contracultura

León Sarcos: Una Nueva contracultura

A Sergio Antillano Armas 

La tecnocracia terminará haciendo iguales a todos los modelos políticos del mundo, 
y a los seres humanos animales con un código de acceso.

 





Tenemos que evitar que las llamadas redes sociales de la era digital sigan haciendo estragos en la cultura contemporánea y nos vayan transformando en dóciles ovejas, supuestos protagonistas de nuestro tiempo. Somos una masa subyugada por el puro ego y por la ostentación de la figuración en imágenes que, en el caso de América reproducen los espejos con los que hace siglos fuimos sometidos por la fuerza de la cruz, la espada y la pólvora.

Obligados estamos contener la supremacía de la visión tecnocrática del mundo, que ha creado los mecanismos tecnológicos que facilitan que todo se mida por consumo, por audiencia, por popularidad y por capacidad de entretenimiento, y que ha llegado a crear eso que también definió en su ensayo Mario Vargas Llosa como la civilización del espectáculo, que propicia las condiciones para eliminar el mérito y la calidad de la producción artística y periodística para meter en un mismo saco un concierto de Sara Brightman, uno de Metallica, una actuación del Pollo Brito y una de Bad Bunny y la reina de la ordinariez, Carol G.

Hoy en materia comunicacional no se distingue qué es verdad, qué es una verdad a medias y qué son Fake News, asunto terrible en un mundo conflictuado con miles de problemas serios que atender, pleno de incredulidad, expectación e incertidumbre; extraviado, donde hasta vacunarse está en entredicho; un asunto tan normal y convencional en otro tiempo se ha transformado en una querella, entre muchas otras, de bandos que sostienen banderas sin sentido.

Ya uno de los maestros de la semiótica, Umberto Eco, lo había advertido con mucha naturalidad años atrás: Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente, y ahora tienen el mismo derecho a hablar de un premio nobel. Es la invasión de los necios.

En el caso del periodismo la cosa adquiere ribetes de mayor gravedad, según el autor de la famosa novela histórica El nombre de la rosa, que tanto éxito tuvo llevada al cine: Hace tiempo se podía saber la fuente de la noticia… igual que en los periódicos se podía saber su opción política. Con Internet no sabes quién está hablando. Incluso Wikipedia, que está controlada. Advertía Eco: usted es periodista, yo soy profesor de universidad, y si accedemos a una determinada página web sabemos que está escrita por un loco, pero un chico no sabe si dice la verdad o es mentira.

La cultura del uso indiscriminado, extensivo e intensivo del celular en todos los ámbitos y en todo momento profundiza la desorientación. Los niños desde que sale el sol —como decían nuestros abuelos— hasta en la noche antes de dormir hacen las tres comidas y van al baño teléfono en mano, sin control alguno, ejercitados día y noche en el manejo de las redes, donde pueden entrar hasta a la zona oscura, si son curiosos, sin ningún obstáculo. 

Lo peor de todo esto es que tales medios están provocando hoy en día lo que he dado en llamar la revuelta de los ignorantes y de los inocentes, frente a la cual el peso de ninguna autoridad, de ninguna sabiduría o conocimiento científico y humanístico bien ordenado es capaz de ayudar a clarificar, por lo masivo y abrumador de las distorsiones que se crean en el receptor.

Soy de los convencidos de que ninguna de las revoluciones sociales, aparte de la estadounidense en 1776, que le permitió la independencia de la Inglaterra imperial a esa sociedad de nobles y valientes ciudadanos y dio paso a la democracia, ha cosechado más logros internos y externos que ese modelo basado en el estado de derecho y en el libre intercambio, y ninguna otra revolución ha sido capaz de lograr un sistema más estable, progresista y poderoso en el mudo contemporáneo. 

Tampoco las ideologías, a través de toda su historia, hicieron posibles transformaciones sustanciales en el mundo, aparte del estado de bienestar, fueron útiles únicamente para ayudar civilizada y progresivamente a mantener las estructuras del modelo de vida democrático, pero sin incentivos permanentes como doctrinas que ayudaran a anclar la democracia como un sistema en permanente evolución hacia la perfectibilidad. 

Cuando esa sociedad, la estadounidense, estuvo lista para los grandes cambios, una generación cansada del tradicional dominio del pater familias, del sometimiento de la mujer, del amor convencional, del racismo, de la vida urbana, de la sociedad de consumo, de las guerras, del aburrimiento y la pacatería de los adultos, encabezó la más hermosa irreverencia juvenil de toda la historia, la Rebelión de los 60.

El mundo se conmovió frente aquel rechazo de los jóvenes estadounidenses a las convenciones de su época, a la sociedad de consumo y especialmente a la tecnocracia y a las guerras que innecesariamente libraba su gobierno en el mundo. Los alcances de esta rebelión fueron el inicio de grandes conquistas para la democracia y especialmente de grandes logros para la sociedad civil en la conquista y consolidación de nuevos derechos.

Las motivaciones políticas fueron expresadas en un movimiento conocido como contracultura, liderada principalmente por los Beatnik al final de los 50 y los hippies en los 60, inspirados, contra la psicología de la alienación, en el misticismo oriental, las drogas psicodélicas y la experiencia comunitaria. Esas causas comprendían una constelación cultural que difería sustancialmente de los valores y experiencias de la vida occidental hasta entonces.

Los promotores, liderados por Allen Ginsberg, a quien se le atribuye la frase: He quemado todo mi dinero en el cesto de papeles, dieron prioridad a su hedonismo sobre los principios que les garantizaban un camino a largo plazo en la lucha contra la tecnocracia y por la supremacía del humanismo. Esa fue la razón fundamental de su derrota temporal, pero sin duda hicieron el trabajo de los centauros en el templo de Zeus, se atrevieron a entrar embriagados y furiosos a una fiesta civilizada donde no estaban invitados y de nuevo fueron sacados por los Apolos de nuestro tiempo, pero se sembraron en la historia para enamorar de su causa a futuras generaciones. Sucedió igual con los primeros cristianos en la época de la roma imperial y ya llevan 2.000 años reinando como religión en el alma de una parte sustancial de los habitantes del planeta. 

Hoy hay razones para promover una nueva contracultura, para que la tecnocracia vele por la preservación de la tierra, para detener el cambio climático, la contaminación y volver a la naturaleza. Para poner las nuevas tecnologías y todo su aparataje al servicio de la vida, de la verdad y de los seres humanos y no solo del consumo y del placer, regulado su uso por los miembros de la familia, por los maestros, profesores, especialistas y por los legisladores. Para frenar y abortar todo tipo de autoritarismo, sometimiento y coacción.

Para reivindicar el arte en todas sus expresiones, y en especial las bellas artes. Para hacer de la política una profesión de servidores enamorados de la vida, de la ética y de la estética. Para crear organizaciones de hombres libres al servicio de los otros y por los otros. Por la vuelta a una educación integral sustentada en el mérito, en la competencia, pero también en el reconocimiento a la constancia y el espíritu de superación. Por una justicia modelo, implacable e intachable, que también se ha demostrado que es posible. Es hora de que los seres humanos se encuentren y se digan a si mismos: ¡Sí, es verdad, sí se puede! 

Tengo en mis manos uno de los libros que más útiles me han sido para compensar estos duros años de soledad y sufrimiento. Escrito hace 50 años por el profesor estadounidense Theodore Roszak, hoy es más vigente que nunca: La tecnocracia no es simplemente una estructura de poder que controla una vasta influencia de naturaleza material; es la expresión de un gran imperativo cultural, una verdadera mística profundamente refrendada por la plebe.

Así surge la pregunta, dice Roszak: Si la tecnocracia, en su larga historia, persigue en verdad la satisfacción de todos los valores universales reconocidos, ¿por qué no nos subimos de una vez a ese carro?

Yo mismo me siento —dice Roszak y yo lo acompaño— incapaz de ver nada al final del camino que estamos siguiendo con ímpetu tan confiado, salvo a los dos tristes vagabundos de Samuel Beckett bajo el árbol marchito, esperando siempre empezar a vivir. Pero yo creo que el árbol nunca llegara a ser realidad, sino una imitación en plástico. De hecho —concluye—, incluso los vagabundos pueden resultar unos autómatas… aunque sus rostros mostrarán, que duda cabe, amplias y programadas sonrisas.

Como esas que se exhiben en los selfies, hoy tan de moda.

León Sarcos, enero de 2022