Cementerio de hielo: la curiosa historia de un centenar de cadáveres enterrados bajo la Antártida

Cementerio de hielo: la curiosa historia de un centenar de cadáveres enterrados bajo la Antártida

 

 





 

A la entrada del Instituto de Investigación Scott Polar, en Cambridge, se alzan dos vigas de roble inglés apoyadas una contra otra, diseño del artista Oliver Barratt. La escultura es curiosa, elegante, evocadora incluso; pero quien pasa ante ella no llega a entenderla del todo si no está al tanto de su otra mitad: una pluma metálica situada en los muelles de Port Stanley, en las Malvinas. Aunque están separadas por miles de kilómetros, ambas piezas comparten un vínculo especial: la estructura de acero, que mira a la Antártida, casa al milímetro con el hueco de los listones de Cambridge.

Por Xataka

No es un ejercicio enrevesado de arte conceptual, sino una forma —bastante poética, cierto— de dejar constancia de que en el Scott Polar hay un vacío, una ausencia, que solo se puede llenar mirando al Polo Sur. ¿Por qué? Pues porque a lo largo del último siglo de las Islas Malvinas y otros puntos próximos a la Antártida han partido decenas de investigadores británicos que acabaron perdiendo la vida cuando exploraban el polo austral. Muchos nunca regresaron. Ni como cadáveres. Rescatarlos resultaba tan complicado que han quedaron sepultados bajo capas de hielo.

Sus condiciones extremas, con un mercurio que en la meseta polar baja de los -60 ºC durante el invierno y habitualmente no pasa de -20 ºC en verano y rachas de viento que pueden superar los 300 km/h, hacen de la Antártida una región inhóspita en la que no resulta fácil sobrevivir. Solo a lo largo del último siglo el empeño de los británicos en descubrir sus secretos ha dejado alrededor de una treintena de fallecidos. Difícil es llegar y difícil es, también, rescatar los cuerpos de quienes acaban perdiendo la vida en las zonas más remotas del polo tras sucumbir al frío o caer en grietas.

El caso más famoso es quizás el de la Expedición Terra Nova, el grupo dirigido por el aún más popular capitán Robert Falcon Scott que partió en noviembre de 1910 de Port Chalmers (Nueva Zelanda) con el propósito de estudiar la Antártida y convertir a los británicos en los conquistadores del Polo Sur. Las prisas, la presión, una serie de decisiones desafortunadas y la tremenda dureza y los peligros de la región acabaron convirtiendo la misión en una auténtica tragedia nacional.

Cuando Robert Scott y cuatro de sus hombres llegaron al polo, el 17 de enero de 1912, se encontraron con la peor de las sorpresas: se les había adelantado un equipo noruego dirigido por el explorador Roald Amundsen. El chasco de verse vencidos por la mínima —el grupo escandinavo había emprendido el regreso apenas unas semanas antes— no fue sin embargo lo peor de la fatídica Expedición Terra Nova. Durante el viaje de regreso, la Antártida mostró a los británicos su rostro más extremo. Edgar Evans, debilitado por las heridas y el escorbuto, falleció en febrero; Lawrence Oates, en marzo, cuando decidió abandonar al resto convencido de que les suponía una carga.

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