León Sarcos: I am Russian. Sorry for that

León Sarcos: I am Russian. Sorry for that

Dos ejércitos frente a frente, son un gran ejercito de suicidas. Henri Barbusse

Con la guerra se desata la ira y se desbordan el resentimiento y el revanchismo; iniciado el caos, ya después no podemos recoger la pena y el dolor humano ni olvidar jamás el cuadro atroz que provocan el sufrimiento y la muerte. La espiral de violencia se vuelve inextinguible y solo termina con la derrota de los dos ejércitos. No en vano el duque de Wellington, cuando se paseaba triunfante por el campo de batalla después de derrotar a Napoleón en Waterloo, exclamó frente a aquel cuadro desolador, dantesco e inhumano: No hay nada mas triste que la derrota, que la victoria.

Esa primera impresión escrita que corre debajo del título de este artículo, es la que llena el alma del ruso que abraza conmovedoramente al otro, una mano sosteniendo la pancartica y la otra fraterna sobre su espalda, suplicando perdón por la afrenta sin razón de su país a Ucrania.





Hoy de nuevo confirmo que el peor enemigo del ser humano es, paradójicamente, el mismo ser humano, y que definitivamente nuestra memoria es tan frágil como inconmensurable, enfermizo y destructor es nuestro ego. Nadie imaginaba en los primeros días de 1914, después de tantos años de paz, auge económico, innovaciones tecnológicas y prosperidad en la vieja Europa, en una época bautizada por unos como la Belle Époque, por otros como los años de oro o las décadas de la seguridad, que repentinamente, a mediados de ese año, el 28 de julio, estallaría uno de los conflictos más espantosos en la historia de la humanidad.

Los nacionalismos y el patriotismo en efervescencia a finales del siglo XIX campeaban junto a la inocencia, que también es humana, en la conciencia de los jóvenes que entusiastas se alistaban en los ejércitos como si fueran a fiestas de honor y de coraje. Muy pronto el miedo, el terror y la muerte harían descorrer las grandes cortinas de un escenario que superaba todas las tragedias griegas y el circo romano, donde la sangre y el horror eran tan reales como el mundo feliz que los había acunado (ya no recuerdan).

El costo humano impredecible, las huellas imborrables en las almas de aquel linaje de guerreros ilusos. Nueve millones de muertos, veintidós millones de heridos y ocho millones de inválidos fue el desolador saldo que, a finales de 1918, cuando la guerra finalizó, le haría confesar conmovido a Romain Roland, autor de una de las grandes obras de la literatura universal, Jean Cristophe, y una voz solitaria voz que siempre clamó por la paz:

Estoy anonadado. Quisiera estar muerto. Es horrible vivir en medio de una humanidad demente y asistir, impotente, a la bancarrota de la civilización. Esta guerra europea es la catástrofe más grande de la historia desde hace siglos, la renuncia a nuestras más sentidas esperanzas de fraternidad humana.

El excelente filólogo y crítico literario Robert Curtius afirmó, consensuado por el sano silencio al que obliga su sensatez: Nunca llegaré a ver en esta guerra sino una espantosa calamidad, una prueba trágica de la debilidad, de la locura humana. Toda guerra es un horror, un fracaso, una renuncia a todo ideal de moral humana, un retroceso hacia la época de la fuerza bruta, una abdicación del espíritu.

La paz se firmaría el 28 de junio de 1919, en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles. Si algo nos enseñó ese tratado es que en los acuerdos de paz no se puede cargar la mano sobre los derrotados, porque el tiempo hace madurar el resentimiento y el ánimo de revancha, porque la vida nos dice que el sentimiento de humillación crece en las disputas mal canceladas. O como habría dicho Walter Benjamín, de estar vivo, para recordarnos la fragilidad de los recientes acuerdos de Minsk del 5 de septiembre de 2014: No existe ningún documento de la cultura que no sea a la vez de la barbarie. 

Vendrían los felices veinte del siglo XIX y a finales de los 30, con la invasión de Polonia, el primero de septiembre de 1939, volvería la insensatez y la locura, esta vez exacerbada por un psicópata: Adolf Hitler, sus delirios de grandeza y el deseo de venganza para redimir el espíritu alemán ofendido en el pasado (recuerdan).Otra vez la guerra hacía poner al mundo de cabeza para dar paso al conflicto bélico más extensivo y depredador de seres humanos de toda la historia de la civilización cristiana moderna.

Las estimaciones más conservadoras de los expertos acerca del número de víctimas y de las desastrosas consecuencias de los seis años que duró la guerra: entre 45 y 50 millones de muertos entre civiles y militares, violación generalizada de los derechos humanos y la consumación del holocausto, uno de los actos más abominables y vergonzosos para la raza humana, cometido por el ejército alemán contra once millones de seres indefensos (seis millones de judíos y cinco millones de gitanos, homosexuales y otros) que murieron en las cámaras de gas y por efecto de fusilamientos en masa (es que ya no recuerdan). 

El 9 de mayo de 1945, en Europa finalizaba la guerra con la rendición incondicional de Alemania y unos meses después, el 15 de agosto, se sellaba la victoria de los aliados con la rendición formal de Japón. Sin embargo, parece que la lección, a pesar de todo el daño infligido a la condición humana con el macabro resultado exhibido después de Hiroshima y Nagasaki (recuerdan) por la sinrazón y las enconadas disputas geopolíticas, nacionalistas e ideológicas, pareció no hacer mella en la devastada alma humana. 

Más tarde, las motivaciones ideológicas fueron el acicate central en la búsqueda de la confrontación sin sentido. Esta vez eran los Estados Unidos, inspirados en la doctrina Truman y en su afán por detener la expansión del comunismo, los que entraban a la guerra en 1964, con tropas y equipos bélicos, de lado de Vietnam de Sur para evitar la toma y reunificación por Vietnam del Norte (ahora recuerdan).

En este nuevo tiempo, gracias a la vivencia de esos jóvenes que en la primera guerra fueron entusiastas equivocadamente a combatir por sus países en aquel momento, ahora otros jóvenes hijos de la rebelión de los sesenta y de todas las reformas en ciernes, herederos de la paz de la última guerra, se volvieron contra la insensatez de los gobernantes e iniciaron uno de los más hermosos movimientos de protesta por la vuelta de sus hermanos a casa para salvarlos del horror y de la muerte.

La más recordada y celebrada de esas protestas por la paz y contra la guerra sería la celebrada en Washington D.C, el 24 de abril de 1971, cuando más de medio millón de almas protestaron pacíficamente contra la guerra al día siguiente de que 700 veteranos arrojaran sus medallas por las escaleras del Capitolio (ahora recuerdan). Ya no eran los solitarios intelectuales Romain Roland, Stefan Zweig y Herman Hesse quienes clamaban para detener la primera guerra, ni un Congreso Mundial que discutía en Polonia en 1948 la importancia de vivir en paz; no, el mundo, la gente, los jóvenes, habían llegado a comprender el valor del pacifismo para vivir, aun siendo diferentes y pensando y creyendo distinto; para convivir en armonía con los otros.

Esos mismos jóvenes que hoy integran los ejércitos de Rusia y Ucrania, con una valoración distinta de la vida, de la sociedad, de las relaciones humanas, sociales y políticas después de la caída del muro de Berlín en 1989 y de la generalización del uso de Internet y la revolución digital, tiene concepciones similares sobre el mundo, muy lejos de las decadentes y trasnochadas ideas nacionalistas de ayer y de las visiones ideológicas y dogmáticas que tantas oscuridades y abusos ocultaron en el pasado.

El aliento de un ejército no puede consistir en causas perdidas ni en el rescate de enfermizos sueños imperiales. El mundo es uno solo para ambos contendientes, con las mismas raíces raciales y similares historias y una estructura de incentivos para luchar y una esperanza centrada en la superación personal, en la propiedad, la familia y el progreso. Ya no hay cultos personales que los sujeten, ni himnos sagrados que los obliguen a marchar, ni consignas que los igualen como maquinas: todos trabajan, viven y luchan por la libertad.

En el caso de Ucrania, las motivaciones a sus soldados y a sus civiles les nacen del alma, son el producto de la pujanza de una sociedad que quiere escribir en democracia su propia historia y por eso está dispuesta a entregarse por entero por su patria y su libertad. No le teme a dar su vida por el futuro y tiene de su lado la razón.

En cuanto a los muchachos que conforman el ejército ruso, desde el punto de vista de las artes militares, sus últimas salidas al campo de batalla dejan mucho que desear en convicción, disciplina, motivación y moral. Desde la derrota en Afganistán, el inicio de su debacle moral, que les provocó más de 14.000 bajas en 10 años y los obligó a abandonar el país en 1989, pasando por la histórica guerra con Chechenia, donde mostraron en Grozni emociones encontradas entre misión y actuación que les hacían sentir censurables sus acciones, hasta la última victoria en Georgia, en 2008, rápida, pero de flagrantes fallas en su desempeño militar, que los obligó a un proceso de renovación y modernización de su aparato militar y de revisión de sus tácticas de guerra.

Los jóvenes rusos que hoy integran las filas del ejercito invasor tienen más en común con sus compinches generacionales ucranianos, que junto a ellos dieron vivas cuando el muro de Berlín era derribado con aliento libertario; son los mismos que hablan, como ellos, el lenguaje de las redes y manejan todos los instrumentos de la revolución tecnológica, que les permiten amenidades, cuitas de amor, entretenimiento y diversión sin fronteras, no solo con sus paisanos ucranianos, sino con el resto de razas del mundo que hoy los miran como agresores. Y esta, debo confesar, es una de las victorias de la revolución tecnológica, de la que tanta reserva guardo en cuanto a su instrumentación: que ayuda al ser humano a promover y a su vez a defenderse, en varias esferas de la vida, de las emboscadas, la violencia y la muerte.

Muchos más sentimientos solidarios y fraternos y de interés social y político tienen los rusos con sus hermanos ucranianos, solo enemigos decretados por un alto mando militar y por la visión de un solo hombre lejano, de vida hermética, sórdida y oscura, sin atributos personales ni humanos, sin dones, sin encanto personal, sin nuevas ideas y sin el acompañamiento de la inteligencia que dio cuerpo al temido espíritu alemán con el que pretenden compararlo.

La verticalidad, la disciplina y la motivación de un ejército es lo único que no se puede amalgamar a la fuerza. Un ejército sin moral y sin incentivos para ganar es un ejército, por muy superior que luzca en el papel, destinado a la derrota más humillante en el tiempo. Y el pueblo ruso es quien mejor lo sabe; por eso resulta tan edificante, ética y espiritualmente hablando, el gesto inolvidable del ciudadano ruso con su pequeña pancarta y el corto tweet que se dispara a partir de la foto: Soy ruso, siento tanto lo que pasa.

León Sarcos, marzo de 2022

 

 

View this post on Instagram

 

A post shared by NTN24 Venezuela (@ntn24ve)