Los 12 años de hielo y terror de la División Azul en las prisiones rusas

Soldados españoles, durante el asedio de Leningrado, en 1942.EFE

 

Cualquier página al azar por la que se abra De Leningrado a Odesa, de Gerardo Oroquieta y César García (nueva edición del sello Arzalia, después de 49 años en el olvido), tiene un pasaje conmovedor o un pedazo de información histórica asombrosa.

Por: El Mundo





Un ejemplo: página 185. Mayo de 1943. 70 prisioneros españoles, miembros de la División Azul apresados por el Ejército Rojo en la liberación de Leningrado, en febrero de 1942, son enviados a un bosque desde su campo de internamiento, Makarino. La comisaria que los dirige, una finlandesa, les reduce la dieta a la mitad (compuesta, hasta entonces, de «tres sopas de verdura, un par de cucharadas de puré y cebada y un trozo de arenque») y les encarga trasladar la leña talada en el bosque .El trabajo es una carga imposible para los españoles. Un preso, desesperado, escapa, cruza un río a nado y se topa con su campo de concentración, donde los oficiales soviéticos lo reciben respetuosamente, escuchan su relato y lo protegen. La comisaria finlandesa es relevada y los españoles, eximidos del trabajo en el bosque.

De Leningrado a Odesa está lleno de momentos así, mezcla de brutalidad e inesperada nobleza. En sus 657 páginas, Oroquieta, capitán de la Brigada Azul, narra los 12 años que pasó con sus soldados desde la derrota de Krasny Bor, el combate más destacado de los españoles que lucharon con la Wehrmacht, hasta la partida del Semiramis, el barco que llevó a los prisioneros falangistas de vuelta a casa desde el puerto de Odesa.

En medio, los supervivientes divisionarios vagabundearon por varios centros de internamiento. ¿Cómo de mal lo pasaron? «Lo pasaron fatal, porque, en comparación con los otros prisioneros de guerra de la URSS, los españoles estaban huérfanos», explica Ricardo Artola, editor de Arzalia. «En los campos de internamiento había, sobre todo, alemanes, húngaros, rumanos e italianos. Alemanes, húngaros y rumanos tenían estados socialistas que preguntaban por ellos. Los italianos tenían un partido comunista muy poderoso. En cambio, España no tenía relaciones diplomáticas con la URSS. Eso se notaba en cosas como que los españoles no pudieron enviar cartas a su familia hasta 1949».

Por eso, a Gerardo Oroquieta, el narrador de De Leningrado a Odesa (su compañero de armas César García le ayudó en la redacción), le llegaron a dar por muerto en España. ¿Quién era Oroquieta? Antes que nada: un falangista convencido. Entró en el partido en los años de la República, cuando estudiaba Química, hizo la guerra como alférez provisional y fue a Rusia voluntario, entusiasmado con la idea de derrotar al comunismo. Su prosa tiene ese aire de caballero falangista que suena hoy un poco anacrónica: la obsesión por el honor, la tendencia a la retórica… Pero también hay algo muy sincero en su relato.

«En realidad, en el libro no hay más de 10 referencias ideológicas», explica Artola. «Lo que hay es un retrato humano que emociona mucho». Oroquieta no se retracta de sus decisiones. Ignora o se desentiende del hecho de que la toma de Leningrado fuese una espeluznante batalla de hambre y evita reflexionar sobre los horrores de los nazis. Pero cualquier lector atento intuye las grietas que se abren en su visión monolítica de la vida.

Un ejemplo: a lo largo de su internamiento, los prisioneros falangistas se cruzaron a menudo con los presos españoles republicanos (entre 180 y 300 alumnos de aviación y marineros que quedaron atrapados al comienzo de la guerra y acabaron en el gulag). Después de algunas reticencias, azules y rojos se reconocieron como semejantes, intimaron y empezaron a protegerse unos a otros.

«Oroquieta fue mucho más duro con los divisionarios que, por oportunismo o por debilidad, empezaron a colaborar con los soviéticos», cuenta Artola. Pero es que incluso entre sus carceleros, el capitán falangista fue capaz de diferenciar a los hombres amables de los crueles y se interesó por lo que quedaba de la cultura rusa por debajo del granito soviético.

«Las escenas de brutalidad, que se dieron, sobre todo en los primeros años, están narradas casi con eufemismos», explica Artola. Era parte de ese personaje caballeroso de Oroquieta. «Cuando volvieron a España, los supervivientes de la División Azul que se iban a casar le presentaban a sus novias como si buscaran su aprobación. Es un ejemplo del liderazgo moral que tenía Oroquieta entre su tropa».

Aquella nueva vida en España empezó en 1954, tras la muerte de Stalin. Oroquieta escribió sus memorias en 1958, ganó el Premio Nacional de Literatura y murió en 1972.Vivió con tranquilidad, pero nunca volvió a dormir en colchón. Se había acostumbrado al suelo