El suicidio del asesino más terrible de Hitler: cómo fue el final del monstruo que creó los campos de la muerte

El suicidio del asesino más terrible de Hitler: cómo fue el final del monstruo que creó los campos de la muerte

Heinrihch Himmler era el segundo de Adolf Hitler y el criminal de guerra más buscado por los aliados; había sido el arquitecto del Holocausto, responsable de la muerte de millones de personas, en su mayoría judíos europeos

 

El capitán Thomas Selvester, del ejército británico, no tenía pensado pasar a la historia. La Segunda Guerra Mundial había terminado hacía quince días, él había sobrevivido, que ya era decir mucho, sólo quería regresar a casa. Aquel 21 de mayo de 1945, hace setenta y siete años, estaba a cargo del centro de interrogatorios a civiles de Luneburgo, Baja Sajonia, no muy lejos de Hamburgo. Las tropas aliadas buscaban, en todo alemán en edad de ser soldado, a los líderes nazis en fuga, a los militares responsables de la guerra, a quienes pudiesen dar información de valor sobre la tragedia ante la que había caído el telón.

Por infobae.com





A Selvester le pusieron en frente, para que lo interrogara, a un tipo raro: cabeza afeitada, parche negro en el ojo, una sombra de bigote también recién afeitado, con sus papeles ordenados y en regla: sólo eso lo convertía en sospechoso. Esos papeles decían que su portador era el sargento Heinrich Hitzinger, de la temida Feldpolizei, una de las ramas del terror nazi que tenía a cargo el temido Heinrich Himmler, número dos del Reich después de Hitler. La prestancia del sargento llamó la atención de Selvester, no parecía el suboficial que decía ser, que en realidad había sido fusilado meses antes acusado de derrotismo en momentos en que el nazismo se hundía para siempre.

Las preguntas del oficial británico hicieron que por fin, Hitzinger se quitara el parche del ojo izquierdo, que estaba sano, se calzara unas gafas redondas que dejaron pocas dudas sobre su identidad y dijera a Selvester: “Soy Heinrich Himmler y quiero hablar con el general Eisenhower o el mariscal Montgomery”. En ese momento, Himmler era el criminal de guerra más buscado por los aliados; había sido el arquitecto del Holocausto, responsable de la muerte de millones de personas, en su mayoría judíos europeos, administrador, sostenedor, impulsor y hasta admirador de los campos de concentración y exterminio del nazismo.

Lo que Selvester hizo fue avisar al cuartel británico de Luneburgo la identidad del pájaro que había caído en sus manos y lo que pretendía. Le ordenaron revisarlo de arriba abajo en previsión de que intentara suicidarse, como habían hecho muchos jerarcas nazis.

El temido Himmler fue llevado a una casa confiscada, sede del cuartel general del Segundo Ejército británico. Allí la tropa lo vapuleó y maltrató un poco y dos días después, el 23 de mayo, lo sometieron a una nueva revisión médica. No había tal revisión: los británicos querían cerciorarse de que Himmler no escondiera una cápsula de cianuro. Le ordenaron desnudarse y lo revisó el capitán médico Jimmie Wells, de cincuenta y cinco años, que hurgó en cada uno de los agujeros del cuerpo de quien había sido sucesor de Hitler. El último, fue la boca.

Himmler, que había perdido ya toda esperanza de hablar con uno de los altos mandos aliados, se negó a abrirla y apartó la cabeza. Wells lo forzó un poco y vio, entre los molares del alemán un objeto pequeño, extraño, le pareció que de color azul. Metió la mano en la boca de Himmler para sacarlo y el nazi lo mordió y, de inmediato, mordió el pequeño objeto azul que escondía entre las muelas. Era cianuro. Murió en quince segundos. La muerte le dibujó en la cara un extraño rictus de paz.

¿Quién era esa personificación de la barbarie nazi? Bien mirado, un fracaso viviente, vestido con el oropel del Tercer Reich, elegante uniforme de las SS, diseño de Hugo Boss, y escudado en millones de asesinatos durante la guerra y en centenares de crímenes en su rápido ascenso al poder. En esencia, también era un traidor a lo que había jurado ser fiel.

Creó las normas del “buen alemán” y rastreó en el pasado hasta quinta generación de los aspirantes a las SS, para asegurarse de que por sus venas corriera sangre pura, sangre aria, sangre elegida. Impuso también el reglamento de aceptación y adoctrinamiento para integrar las SS: los candidatos, todos de “sangre pura”, debían medir no menos de un metro setenta y cuatro, no usar ni necesitar de anteojos, no padecer enfermedades crónicas o contagiosas, dentadura perfecta y condiciones atléticas. Pero el mismo Himmler era miope, de baja estatura, enjuto, canijo, débil, enfermizo, inútil para cualquier deporte.

Había fracasado en su intención de convertirse en militar, pero llegó a manejar las poderosas fuerzas policiales del Tercer Reich. Hitler lo hizo su segundo y lo consagró como un número dos eterno. Ser dos con ambiciones de ser uno, conduce al desastre; aún ser número uno, sin quitarse de encima la rémora de ser un número dos, desemboca en una tragedia mayor. Himmler canalizó todo en los asesinatos masivos, las estrictas leyes raciales que impulsó, la decisión de eliminar a millones de personas para satisfacer a su Führer idolatrado. Eligió como su mano derecha a Reinhard Heydrich, otro criminal, ario puro, al que también colocó Himmler en el santuario de su admiración. Quien quiera hacer psicología de potrero, puede.

Había nacido en Múnich, el 7 de octubre de 1900, tenía cuarenta y cinco años en el momento de morir y parecía de sesenta, en una familia conservadora y católica. Fue un buen estudiante y quiso ser atleta. No pudo, toda su vida padeció dramas de salud de todo tipo, en especial dolores de estómago y, al parecer, también tuberculosis. Llevó un diario de vida desde los diez años, al que confesó su interés en “discusiones serias sobre la religión y el sexo”. Soñó con ser militar, oficial del ejército o la marina, pero fue rechazado por sus condiciones físicas.

El padre, con alguna conexión con la familia real bávara, hizo que ingresara en la escuela de oficiales: lo destinaron al batallón de reserva del Undécimo Regimiento Bávaro en diciembre de 1917, y cuando la Primera Guerra Mundial llegó a su fin, en noviembre de 1918, Himmler estaba en fase de entrenamiento: no llegó a combatir, no pudo ingresar a la marina por “miopía y falta de desarrollo muscular”, y lo licenciaron el 18 de diciembre. Fue un devoto católico y un temprano antisemita; conoció a Ernest Rohm, líder entonces de las tropas de asalto SA, los camisas pardas, en los primeros años 20 y fue miembro de la Sociedad Alemana de la Bandera Imperial (Bund Reichskriegsflagge), un grupo nacionalista, antisemita de extrema derecha.

Se unió al partido nazi en 1923 como el miembro 14.303 y participó del famoso “putsch de la cervecería”, un intento de Hitler y sus partidarios de dar un golpe de Estado en Múnich para ir luego por el poder total en Alemania. El intento fracasó, Hitler fue a parar a la cárcel y Himmler, que perdió su trabajo como agrónomo en una granja, se refugió en la casa de sus padres para hallar consuelo y refugio.

Desde 1924, a órdenes de Gregor Strasser, presidente del NSDAP (Partido Nacional Socialista Obrero Alemán) mientras Hitler estuvo preso, trabajó como secretario y asistente de propaganda. Cuando el partido fue refundado en 1925, Himmler se unió, número 168, a la Schutzstaffel, la SS, custodia principal de Hitler, y decidió hacerse dueño de la fuerza: presentó a Hitler un proyecto para convertir a las SS en una poderosa unidad militar, o paramilitar, de elite, consagrada por su pureza racial. Hitler compró el proyecto de inmediato y Himmler empezó a redactar una serie de estudios estadísticos sobre el número de judíos, masones, comunistas y otros “enemigos del pueblo alemán”.

En 1930, con el nazismo lanzado a la conquista del poder, Himmler había transformado a los doscientos noventa SS iniciales en una fuerza de tres mil hombres a los que quiso darles, y les dio con el visto bueno de Hitler, un carácter independiente aunque, sólo en lo formal, bajo el ala de las SA. El nazismo creció al amparo de la gran crisis económica mundial de 1929, y del fracaso de la experiencia socialista de la República de Weimar. Ni bien Hitler llegó al poder como canciller, en enero de 1933, los nazis se lanzaron a la transformación de Alemania, que terminaría con las ruinas humeantes de Berlín en 1945.

El incendio del Reichstag, el Parlamento alemán dio a Hitler la posibilidad de exigir al presidente von Hindenburg que decretara la suspensión de los derechos básicos y la detención de personas sin proceso o juicio previo. Hitler obtuvo así plenos poderes legislativos y Alemania se convirtió en una dictadura. El 1 de agosto de 1934 sucedió algo muy singular: el gabinete de Hitler aprobó una ley que declaraba que, a la muerte de Hindenburg, el cargo de presidente sería abolido y sus poderes quedarían fusionados con los del canciller. Eso no fue lo singular. Lo singular fue que Hindenburg murió al otro día y Hitler fue desde entonces jefe de Estado y de Gobierno. El poder total.

Para entonces, las SS de Himmler sumaban cincuenta y dos mil efectivos y Reinhard Heydrich era ya su segundo a cargo de la inteligencia. Ambos sancionaron una política de integridad racial para la fuerza, con derecho a investigar las raíces arias de cada SS y de sus esposas o futuras esposas. La idea, así expresada, era que cada matrimonio SS produjera entre tres y cuatro hijos para crear una futura comunidad de miembros SS dueños de una genética superior.

Fue Himmler quien, en marzo de 1933, a menos de tres meses de la llegada de Hitler al poder, creó el campo de concentración de Dachau y nombró a Tehodore Eicke, un delincuente convicto y nazi fervoroso, para que lo dirigiera.

Eicke y Himmler crearon para los prisioneros un sistema de aislamiento del mundo exterior, listas e historial de cada uno de los presos, uso de la fuerza y de ejecuciones arbitrarias para forzar la obediencia y un estricto código de disciplina para los guardias. Gracias a un decreto de Hitler de 1937 que permitía el encarcelamiento de cualquier persona a la que el régimen considerara “miembro indeseable” de la sociedad, a ese campo y a los que siguieron después, fueron a parar judíos, comunistas, gitanos, homosexuales, Testigos de Jeohvá y opositores. En el otoño de 1939, al inicio de la Segunda Guerra, funcionaban ya seis campos de concentración con veintisiete mil prisioneros, con tasas muy altas de mortalidad. Todos estaban en manos de Himmler.

Hitler lo nombró jefe de todas las fuerzas policiales de Alemania y Himmler nombró a Heydrich nuevo jefe de la Gestapo, la policía del Estado alemán. Fue un intento, exitoso, de terminar con la existencia de las SA: Hitler temía un golpe de Estado de Rohm. Lo determinar con la existencia, fue literal. El 30 de junio de 1934, las SS de Himmler aprovecharon un encuentro partidario de las SA, tomaron por asalto el sitio y, a lo largo de dos días, asesinaron a más de doscientos de sus hombres, entre ellos al propio Rohm, viejo aliado de Himmler, en la matanza conocida como “La noche de los cuchillos largos”.

En 1935 Himmler impulsó las Leyes Raciales de Núremberg, que prohibían el matrimonio entre judíos y no judíos, dar empleo en hogares judíos a mujeres no judías menores de cuarenta y cinco años y privaban a los llamados “No arios” de los beneficios de la ciudadanía alemana. Hitler hizo algo más diabólico en beneficio de Himmler: anunció que las SS eran ahora una organización independiente y que Himmler era su subordinado, lo que colocaba su autoridad, y también a las SS, fuera de las leyes del Estado alemán. Así logró Himmler eludir las revisiones administrativas o judiciales externas de su personal, de sus finanzas y, en especial, de sus operaciones policíacas y paramilitares. Himmler recibía sólo órdenes directas de Hitler para llevar adelante políticas que el Estado alemán no permitiría, o que pretendería al menos fiscalizar.

Antes de la guerra, después de la anexión de Austria a Alemania y de la cesión a Hitler de los Sudetes checoslovacos por parte de Gran Bretaña y Francia, los objetivos del Tercer Reich eran extender el imperio hacia el Este para disponer de más “espacio vital” para los pueblos germánicos y la eliminación de todos aquellos que eran considerados inferiores por los nazis: judíos y eslavos: todo había sido escrito y firmado por Hitler en 1924.

La idea del nazismo era eliminar de eslavos los territorios a ocupar, para poblarlos de alemanes. Las proyecciones preveían que los estados bálticos, Polonia, Ucrania occidental y Bielorrusia serían reconquistados y repoblados por diez millones de ciudadanos alemanes. Algo similar a lo que Vladimir Putin lleva a cabo hoy, ocho décadas después, en Ucrania a la que pretende “rusificar”.

Himmler lo puso en claro en uno de sus mensajes: “Es una cuestión de existencia, por lo que será una lucha racial de una severidad implacable, en la que morirán entre veinte y treinta millones de eslavos y judíos, a través de acciones militares y la crisis en el suministro de alimentos”.

En plena guerra, Himmler creó los terribles “Einsatzgruppen”, escuadrones móviles de matanza integrados por hombres de las SS y la policía, encargados de “aniquilar” a los civiles considerados enemigos de la Alemania nazi o a quienes fuesen considerados peligrosos en materia política o racial. Esos grupos dependían de Himmler y de Heydrich, que en 1941 fue nombrado adjunto del Protectorado de Bohemia y Moravia, y que desató una matanza colectiva de checoslovacos y gigantescas deportaciones a los campos nazis de exterminio. Así fue hasta que Heydrich, llamado “El carnicero de Praga”, fue asesinado por la resistencia checa en junio de 1942.

La muerte de Heydrich, un delfín del nazismo, conmocionó a Hitler y a Himmler, que se hizo cargo de los dos hijos del nazi asesinado. Hitler ordenó entonces, en represalia y luego de haberlo discutido con Himmler, una represalia enorme y sangrienta. En el pueblo checo de Lidice fueron arrestadas trece mil personas y el poblado arrasado hasta los cimientos: nada quedó en pie. Todos sus habitantes fueron ejecutados, al igual que toda la población adulta del vecino Lezaky. Himmler asumió el mando de RSHA (Oficina Central de Seguridad del Reich) y aceleró la matanza de judíos en Checoslovaquia en la llamada “Aktion Reinhard – Operación Reinhard”, en recuero de Heydrich. También ordenó la puesta en funcionamiento de los campos de Belsec, Sobibor y Treblinka.

Estaba en marcha ya lo dispuesto en la famosa Conferencia de Wannsee, convocada en enero de 1942 por Heydrich y bajo supervisión de Himmler en ese suburbio berlinés, en la que el alto mando nazi dispuso la eliminación de todos los judíos de Europa: unos once millones de personas.

En los campos de exterminio nazis se mató primero con camiones y monóxido de carbono: se hacía subir a los condenados, se sellaba el camión, el escape de gas estaba conectado a la cabina de carga y el camión se echaba a andar. Era un procedimiento terrible, desastroso y no siempre efectivo: algunos sobrevivientes, pocos, debían ser eliminados a balazos. También se mataba a balazos, pero la masividad de las muertes afectaba la salud mental de los ejecutores.

En agosto de 1941 Himmler vio en persona la ejecución de cien judíos en Minsk: vomitó y quedó sacudido por la visión. Entonces ordenó que se investigara una nueva forma de ejecución masiva. Así nacieron las cámaras de gas y el Zyklon B, un pesticida que liberaba cianuro de hidrógeno fabricado por la química Bayer, como el producto químico a ser usado en seres humanos. En la primavera de 1942, el campo de exterminio de Auschwitz había sido ampliado para dar cabida a las cámaras de gas.

Himmler visitó casi todos los campos de concentración, y eran muchos, convencido de que el exterminio de millones de personas era inevitable para el nacimiento de una Alemania dominadora del mundo por imposición militar y derecho genético. En octubre de 1943, ya con la guerra en contra, los rusos habían vencido en Stalingrado a las tropas del mariscal von Paulus y empezaban su marcha hacia Berlín, Hitler pidió a Himmler que hablara a un grupo de generales de las SS, y también a algunos jefes militares del ejército alemán, estos últimos no muy de acuerdo con el exterminio masivo. Es una de las citas más miserables y dañosas de la historia humana.

Himmler dio dos discursos el 4 y el 6 de octubre de 1943, en el edificio municipal de Posen, en la Polonia ocupada por los nazis y habló con claridad sobre el genocidio a los judíos, algo que no había hecho ningún nazi hasta entonces. Dijo: “Me estoy refiriendo a la evacuación de los judíos, el exterminio del pueblo judío. Es una de esas cosas que se dice fácilmente: ‘el pueblo judío está siendo exterminado’, lo dice todo miembro del partido, ‘esto es muy obvio, está en nuestro programa, eliminación de los judíos, exterminio, lo estamos haciendo, já, un pequeño asunto’. (…) Pero nadie lo ha visto, nadie lo ha aguantado. La mayoría de vosotros aquí sabe qué significa cuando 100 cuerpos yacen uno al lado del otro, cuando hay 500, o cuando hay 1000. Haber soportado esto y al mismo tiempo haber seguido siendo una persona decente –con excepciones debido a nuestra debilidad humana– nos ha hecho fuertes, y es un capítulo glorioso del que no se ha hablado ni se hablará. Porque sabemos lo difícil que sería para nosotros si todavía tuviéramos judíos como saboteadores secretos, agitadores y revoltosos en todas las ciudades, con los bombardeos, la carga y las dificultades de la guerra. Si los judíos todavía fueran parte de la nación alemana, probablemente llegaríamos ahora al estado en el que estábamos en 1916 y 17 (…)”.

Luego, habló también con claridad a su círculo íntimo, a su grupo más selecto y afín, tal como lo reproduce Peterson Smith en su obra “Heinrich Himmler”: “Os pido que lo que os diga en este círculo sea realmente sólo escuchado y nunca discutido. Nos enfrentamos a la pregunta: ¿qué pasa con las mujeres y los niños? Decidí encontrar una solución clara a este problema también. No me consideraba justificado para exterminar a los hombres; en otras palabras, matarlos o hacer que los maten, y permitir que crezcan sus hijos, que se vengarían en nuestros hijos y nietos. Se tuvo que tomar la difícil decisión de que este pueblo desapareciera de la Tierra. Para la organización que tuvo que ejecutar esta tarea, fue la más difícil que tuvimos. Creo que puedo afirmar que esta orden se ejecutó sin dañar la mente o el espíritu de nuestros hombres y nuestros líderes. El peligro era grave y siempre estaba presente, pues la diferencia era entre convertirse en seres crueles y sin corazón, y ya nunca respetar la vida humana, o ablandarse y sucumbir a la debilidad y los colapsos nerviosos. (…) Me sentí obligado ante vosotros, como el dignatario más elevado, como el dignatario más elevado del partido, de este orden político, de este instrumento político del Führer, a hablar también abiertamente sobre esta cuestión y decir cómo ha sido. La cuestión judía en los países que ocupamos se resolverá a finales de este año. Solo quedarán unos pocos judíos, extraños, que hayan logrado encontrar algún escondite”.

Ese era Himmler.

“Querida, hoy debo visitar el campo de Auschwitz”, escribió a su mujer. Se había casado en 1928 con Margarete Boden, tuvieron una hija, Gudrun, que nació en 1929 y adoptaron a Gerhard, el hijo de un oficial de las SS muerto antes de la guerra. Gudrun también visitó alguno de los campos, junto a su padre. “Hoy estuvimos en un campo de concentración. Ha sido muy bonito”, escribió la niña, de doce años, en su diario íntimo. Había quedado impresionada con lo que le mostraron: huertos, plantas aromáticas, flores silvestres, algunos cuadros pintados por los prisioneros. “Comimos con papá y hubo regalos”, agregó al final de su entrada. Ese matrimonio era una fachada. Himmler era amante de su secretaria, Hedwig Potthast, con la que tenía dos hijos, un varón, Helge, que había nacido en 1942 y una niña Nanette Dorothea que nació en julio de 1944.

Ese mismo año, con la guerra perdida, un complot militar liderado por el coronel Klaus von Stauffenberg y algunos oficiales de alto rango de las fuerzas armadas alemana, fracasó en su intento de asesinar a Hitler. Himmler temió que lo alcanzaran las sospechas de haber formado parte de plan, sospechas que se extendieron con amplitud hacia casi todas las fuerzas armadas. Al día siguiente del atentado, Himmler formó una comisión especial que arrestó a miles de sospechosos. Hitler ordenó una represión brutal y en pocos días habían sido ejecutadas cuatro mil novecientas personas.

El poder de Himmler se hizo mayor y ya con los aliados en Normandía y con los soviéticos en avance desde el Este, Hitler lo nombró como comandante del Grupo de Ejércitos del Alto Rin. Por fin, el debilucho rechazado en las academias militares llegaba a comandar un ejército. Y en enero de 1945 lo hizo comandante del flamante Grupo de Ejércitos del Vístula. El general Heinz Guderian calificó el ascenso de Himmler como “una idiotez” y criticó que los oficiales designados por el nuevo comandante para organizar la defensa alemana fuesen “uniformemente incapaces de realizar la tarea asignada”. Tenía razón, La gestión de Himmler fue un fracaso estruendoso, en medio de una guerra que ya portaba un destino marcado.

En abril de 1945, con los soviéticos a tiro de cañón y la guerra perdida, Himmler, a quien Hitler había nombrado sucesor, empezó a gestionar una paz en secreto y por separado con los aliados. Era alta traición, pero había que salvarse, sobre todo porque Hitler había dicho a sus íntimos que no iba a dejar ni Berlín, ni su bunker de la Cancillería, al que había llegado en enero.

El 20 de abril, Himmler vio por última vez a Hitler; fue uno de los jerarcas que celebró el cumpleaños número cincuenta y seis del Führer, un festejo patético en el que se discutió la mejor manera de suicidarse, veneno o bala, y se repartieron, a modo de souvenirs, cápsulas de cianuro.

Himmler, como Göring, su eterno rival, y otros jerarcas nazis, hizo lo contrario que Hitler: huyó de Berlín. Al día siguiente, se encontró con Norbert Masur, un representante sueco del Congreso Mundial Judío, para discutir la liberación de cerca de veinte mil judíos sobrevivientes de los campos de concentración. Durante las conversaciones, Himmler llegó a afirmar que los hornos crematorios que ya habían descubierto en los campos aliados y soviéticos, habían sido construidos para eliminar a quienes morían de tifus. También dijo que en los campos de Auschwitz (que era una gigantesca fábrica de muerte que albergaba a varios sub campos) y de Bergen-Belsen había habido un alto índice de supervivencia. Pero los aliados conocían la verdad en toda su crudeza: habían liberado a esos campos, habían palpitado en carne viva el horror, y en esos días intentaban digerir la enormidad de los crímenes nazis.

Himmler también contactó al presidente de la Cruz Roja Sueca, Folke Bernadotte, ante quien dijo ser el líder provisional de Alemania. Le confió que Hitler estaría muerto en los próximos días, un pronóstico acertado, y que él albergaba esperanzas de que americanos y británicos lucharían, junto a lo que quedaba del ejército alemán, contra el enemigo soviético.

¿Había enloquecido Himmler? ¿Confiaba en sus ritos ocultistas, de los que era tan devoto, que le habían proporcionado una nueva visión del mundo? ¿Simulaba? Llegó al colmo del delirio y dijo a Bernadotte que informara a Eisenhower que se proponía, él, Himmler, como ministro de Policía durante la previsible ocupación americana de Alemania. Eisenhower, que había salido horrorizado, conmovido y furioso de los campos de concentración, repudió la propuesta y declaró a Bernadotte que Himmler era el mayor criminal de guerra de la Alemania nazi. Y lo era.

Enterado Hitler de las negociaciones secretas, bajo la insidia del poderoso Martin Borman, declaró a Himmler traidor, lo despojó de todos sus cargos, había hecho lo mismo días antes con Göring, y ordenó su arresto y ejecución. Hizo apresar al enlace de Himmler con el bunker de la Cancillería, Hermann Fegelein, casado con la hermana de Eva Braun, que estaba a punto de convertirse en la mujer del Führer. Fegelein fue juzgado por una corte marcial y fusilado; ni siquiera le dieron el triste honor de morir ante un paredón: lo balearon por la espalda en los jardines de la Cancillería.

Con Hitler casado con Eva Braun y suicidado, los dos, en su despacho del bunker, despojado de todos sus cargos, convertido en el hombre más buscado de Alemania, repudiado por sus antiguos camaradas de armas, Himmler y un pequeño grupo de fieles viajó a Flensburg, al norte de Alemania. La inteligencia danesa informó a los aliados que el ex segundo de Hitler andaba por esa zona. El 11 de mayo viajó hacia el sur aunque no tenía, ni él ni los suyos, un destino fijo. Llegó a Neuhaus, en Turingia, vecina a Checoslovaquia, hasta que el 21 de mayo, casi por azar, fue arrestado junto a dos ayudantes por tropas soviéticas. Nunca lo reconocieron. Lo llevaron de uno a otro centro de interrogación, en los que mostró su identidad falsa, la del sargento Heinrich Hitzinger.

Como tal, Himmler llegó a manos británicas en Luneburgo, y a las del capitán Thomas Selvester, que no tenía intenciones de pasar a la fama. Frente a él, Himmler puso fin a la simulación y dijo ser quien era. Todavía albergaba la idea de llegar a un acuerdo con los aliados, o con quien fuere; aún enarbolaba la ilusión de poder hablar con americanos o británicos de igual a igual, de derrotado a vencedor, pero de militar a militar, en última instancia.

Supo que todo estaba perdido cuando el capitán Selvester lo puso frente al capitán médico Jimmie Wells que lo hizo desnudar, la hurgó en todos los agujeros del cuerpo y, por fin, le pidió que abriera la boca.