Serena Williams, icono y leyenda

Serena Williams, icono y leyenda

La estadounidense Serena Williams saluda al público después de perder contra la australiana Ajla Tomljanovic en tercera ronda del Abierto de Estados Unidos en Flushing Meadows, Nueva York. EFE/EPA/JASON SZENES

 

 

 





“El método Williams” refrescó meses atrás el impacto deportivo y también social de las hermanas, Venus y especialmente Serena, aplacado en los tiempos recientes por la ausencia de la competición de las jugadoras que marcaron una época y que han decidido echar el cierre a sus carreras en su casa, en el Abierto de Estados Unidos.

La bofetada de Will Smith a Chris Rock en la última gala de los Oscar de Hollywood tuvo tal dimensión que arrinconó la historia llevada a la pantalla. La gestación y el desarrollo de unas hermanas que llegaron a marcar la pauta en el mundo del tenis.

El film plasma la mirada en Venus, la mayor, que ha cumplido en junio pasado 42 años y que el lunes dejó arrinconada su raqueta en la taquilla de los vestuarios del recinto de Flushing Meadows tras perder en dos sets, sin excesiva resistencia, contra la belga Alison Van Uytvanck.

La cinta dirigida por Reinaldo Marcus Green, originalmente titulada “King Richard”, pasa de puntillas, sin embargo, sobre Serena, el auténtico fenómeno de la historia del tenis, una de las más grandes de todos los tiempos, una leyenda, que perdió anoche, ante la australiana Ajla Tomljanovic en la tercera ronda del Abierto de Estados Unidos, el que puede ser su último partido.

Puede que esta atleta que el próximo 26 de septiembre va a cumplir 41 años, acostumbrada a un éxito tras otro y que dio un vuelco al estilo en el tenis femenino, asuma como única derrota, irreparable, no haber ganado un Grand Slam más. Solo uno. El que le hubiera situado en el Olimpo de este deporte, al lado de la inalcanzable Margaret Court.

Y es que desde que la australiana levantó el trofeo en el Abierto de Estados Unidos de 1973 tras imponerse en la final a Evonne Goolagong y elevar a veinticuatro el número de “majors” nadie ha sido capaz de cuestionar su reinado. Ni la alemana Steffi Graf (22), ni antes Chris Evert (18), ni Martina Navratilova (18), mujeres que impusieron el absolutismo en las pistas.

Durante un tiempo dio la sensación de que Serena estaba llamada a derribar la barrera de Court. Y medio siglo después todo tenía pinta de que el trono de Margaret se tambaleaba. De que la norteamericana lo tenía a tiro. De que ese registro era ya suyo. No le ha dado tiempo. Es posible que con unos años menos o con un par de temporadas más por delante hubiera podido asaltar ese trono. Como tantos otros, como todos, perdió la batalla definitiva contra el tiempo.

Nada frenaba a la pequeña de las Williams que transformó el juego, el estilo del tenis femenino sobre una pista. Parte de su legado estará en la forma, en la manera que instauró su proceder a la hora de competir. En las inspiración que ha supuesto para las generaciones venideras. La estadounidense ha marcado una era.

El método de Serena enterró el estilo clásico que durante décadas marcó la pauta en el circuito WTA, con la estrategia como argumento, jugadoras talentosas, de una técnica pulida y movimientos de escuela amparadas por una gran preparación mental y física.

Serena impuso definitivamente una revolución que empezó a dejarse entrever años atrás, en raquetas como las de Steffi Graff o Monica Seles pero que no terminaba de establecerse. Era la fuerza, la potencia por encima de todo, una gran ambición y un carácter competitivo extraordinario. Eran los tiempos en los que la preparación física imponía su ley. Los intercambios dejaron de ser eternos y los puntos en juego cada vez más cortos. El saque ganaba en relevancia también ya en el tenis de mujeres y la pegada desarmaba a la adversaria.

La evolución coincidió con el desarrollo de los nuevos hábitos. La alimentación, por ejemplo, y los nuevos materiales en raquetas y en todos los componentes deportivos. A ello se habituó a la perfección Serena que ya marcaba territorio en el tour. Gran parte de lo que llegó después y de lo que hay ahora procede de la factoría Williams. Ahora todo tiene que ver con esto.

Serena, consciente de su superioridad, ganaba como y cuando quería. Aceleraba a tiempo para dar un giro al resultado, para arruinar pronósticos y frustrar adversarias. La jugadora de Saginaw marcaba el paso. Su irrupción en la cancha iba más allá del mero partido, de la competición, del torneo. Instaurada en el número uno del mundo durante 319 semanas hizo del juego un espectáculo. Hizo de las pistas una pasarela donde cada movimiento y cada actuación tenían una parte atlética y otra de tendencia, de estilismo.

La hermana menor de las Williams imponía su sello en el tenis pero también en la indumentaria. Ahí también fue rompedora, llamó la atención. Compartía primera plana en los grandes medios deportivos como en los magazines de actualidad, en el papel couche. Y es que Serena era un reclamo de las grandes firmas que impulsaron aún más su popularidad. Ahora tiene su propia línea de ropa y colecciones de complementos de mujer, incluso de joyas.

Una celebridad Serena Williams, la última gran reina del circuito femenino. La que dominó durante décadas en las canchas e implantó una autoridad comparada ahora con la que establecieron en el tenis masculino el conocido como Bir Three que forman Rafael Nadal, Novak Djokovic y Roger Federer.

Entonces nada era otra cosa que Serena que deja la competición con los 23 Grand Slams que sobresalen en los 73 títulos conseguidos en el circuito. Cuando irrumpió definitivamente en la élite acaparó el reinado por el que pujaban la suiza Martina Hingis primero, su hermana Venus o su compatriota Jennifer Capriati en los últimos años ya de Graff, a un paso de la retirada.

Serena empezó a ganar en 1999. Levantó las copas de París, Indian Wells, Los Ángeles, la Copa Grand Slam y también el Abierto de Estados Unidos, su primer gran título. Ya nada la paró.

Desde ese triunfo en Nueva York en la final ante Hingis en Flushing Meadows nada pudo parar a Serena. Siempre ganó algo desde entonces hasta el 2017, excepto en el 2006, su única temporada en blanco. Aquel curso solo jugó cuatro torneos lastrada por una lesión en la rodilla.

Cuatro años antes, en el 2002 había firmado su explosión definitiva. Ese año ganó tres de los cuatro Grand Slam: Roland Garros, Wimbledon y Abierto de Estados Unidos. En el 2007 reapareció y venció en Australia, en el Melburne Park. Se sobrepuso y todo siguió.

Mantuvo el tipo y el dominio ante la irrupción del tenis belga con Justine Henin y Kim Clijsters, a la fortaleza de la nueva generación rusa liderada por Maria Sharapova, Svetlana Kuznetsova o Anastasia Myskina. A sus compatriotas Venus, Capriati o Davenport. Ella permaneció allí, entre todas ellas, como la mejor.

Siete títulos del Abierto de Australia (2003, 2005, 2007, 2009, 2010, 2015, 2017), tres de Roland Garros (2002, 2013, 2015), siete de Wimbledon (2002, 2003, 2009, 2010, 2012, 2015, 2016) y seis Abiertos de Estados Unidos (1999, 2002, 2008, 2012, 2013, 2014).

Además, un oro olímpico en Londres 2012, catorce grandes en dobles y tres títulos en los Juegos (Sydney 200, Pekín 2008 y Londres 2012) junto a su hermana Venus.

Un lustro ha pasado desde su último título del Grand Slam, en el Abierto de Australia tras vencer en la final a su hermana. Entonces superaba a Steffi Graf. Recuperó el número uno del mundo y todo por delante para dar caza al registro de Margaret Court.

Su mundo se detuvo. Serena estaba embarazada y en abril de ese año, del 2017, dejó de lado el circuito, la competición y sus objetivos. Todo cambió para Serena Williams. La perspectiva, los retos, la competición. Pasó a ser prioritaria la familia. Su vida, la de su hija. Su familia.

Entre ceja y ceja ser la mejor de la historia. La mejor de siempre. Nunca se le fue de ahí la idea. Y volvió. Tuvo a tiro la conquista del Grand Slam cuando en el 2015 logró ganar en Australia, París y Londres. Pero se le escapó Nueva York.

Hacía tiempo que barruntaba con la idea de volver, de cerrar el círculo. De cumplir con el último desafío. Con dar caza a Court, con ser la mejor de siempre. Saltó a la pista otra vez y rozó la meta. En el 2018 disputó las finales de Wimbledon que perdió ante Angelique Kerber y del Abierto de Estados Unidos superada por la japonesa Naomi Osaka. Aún una temporada después, estuvo a punto en Wimbledon, batida en el último partido por Simona Halep, y en Nueva York, superada por Bianca Andreescu.

Fue un torneo de menor relevancia, en Auckland en el 2021 cuando consiguió su último trofeo, el primero tras ser madre.

Nada fue ya lo mismo. No pudo vencer al tiempo, a la ley natural ni a las jóvenes cargadas de ambición que se crecían frente a la leyenda. Sometida por los problemas físicos, empezó a asumir su retirada y a pensar en “planes lejos del tenis”.

Nada como Nueva York, como Flushing Meadows, para fijar un adiós. Superó a la montenegrina Danka Kovinic. También a la número dos del mundo, la estonia Annet Kontaveit. Pero no sobrevivió ya a la australiana Ajla Tomljanovic. El mundo le cayó encima. La emoción, el adiós, el tiempo. “Soy Serena Williams”; ¡Qué fue lo que faltó para llegar a ser la más grande!.

EFE