San Francisco de Asís: la revelación divina en una misa que lo hizo despojarse de sus bienes

San Francisco de Asís: la revelación divina en una misa que lo hizo despojarse de sus bienes

San Francisco de Asís vivió varias vidas en una. Pero el giro lo dió el 24 de febrero de 1208, cuando sintió que Jesús le hablaba a él

 

Cada febrero, un grupo de frailes menores franciscanos de la Porciúncula van al encuentro de los monjes benedictinos de San Pedro de Assisi y les entregan una canasta con peces. Es el pago que San Francisco de Asís les hizo por permitirle tomar posesión de la pequeña capilla de la Porciúncula (”La Porcioncita” o “El terrenito”, hoy basílica de santa María de los Ángeles) y ubicar allí la “cabeza y madre de la Orden de los Frailes Menores”. Sin embargo, nunca fueron los propietarios, Francisco no lo quiso. Siempre fue de los benedictinos, que le permitieron ocuparla a cambio del modesto alquiler que el santo de Asís les ofreció. Los monjes, a su vez, le entregaron una tinaja de aceite. Esta tradición se mantiene 8 siglos después.

Por infobae.com





El 24 de febrero 1208 -se cumplen 815 años- escuchó durante una Misa en la que hoy es Basílica de Santa María de los Ángeles en Asís. En el capítulo 10 del Evangelio de Mateo leyeron un párrafo en el que Dios envía a los apóstoles y les dice que no lleven “ni oro, ni plata, ni dinero en sus bolsas, ni alforja para el camino ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón”. Francisco sintió que esas palabras estaban dirigidas a él. Fue una revelación divina y, a partir de ese momento, se despojó de todas sus pertenencias. Vivió, así, de la caridad de los habitantes de la ciudad, hasta que llegó el momento en que los benedictinos le permiten tener el hogar de su orden.

Como un intento para recuperar ese espíritu de Francisco es que el Cardenal Bergoglio, al iniciar su Ministerio Petrino, tomó su nombre, para rebelarse contra las injusticias del mundo. Sería imposible poder concretar todos sus actos revolucionarios en una nota periodística, pero ojalá sirva para reencontrarnos un poco, aunque más no sea con “il vero Francesco d’Assisi”.

Sus primeros pasos

Es allí, en Asissi, Umbría, Estados Pontificios, circa 1181/1182, que nació un niño al que llamaron Giovanni di Pietro di Bernardone, hijo de Pietro Bernardone dei Moriconi y la noble Joanna Pica de Bourlémont; que pertenecía a una familia noble Provenzal. Tuvo al menos un hermano de nombre Ángelo y fue bautizado con el nombre de Giovanni por voluntad de su mamá en la iglesia de Santa María Maggiore, en aquel tiempo la Catedral de Assisi (hoy es San Rufino la que lleva el título Catedralicio en esa ciudad). El día de su bautismo, su padre estaba comerciando telas en Francia. Cuando llegó a ver a su hijo lo apodó “el francesito”, “Francesco”, como un reconocimiento a Francia, que había otorgado la prosperidad a esta familia de Bernardone.

Tuvo una niñez propia de la clase social a la que pertenecía. Se presupone que estudió con los clérigos, y era bilingüe. Alrededor de los 14 años comienza a trabajar junto a su padre en la venta de telas finas de importación. Todo estaba destinado a que siguiera el camino paterno y a ser una persona importante en Assisi. (De hecho, lo fue…). Era un joven atractivo, y muy popular entre todo el pueblo.

En esos años la ciudad ya estaba envuelta en conflictos. En 1201 se enfrascaron en otra guerra contra Perusa (Perugia), apoyada por los nobles desterrados de Asís. En la batalla de Ponte San Giovanni, en noviembre de 1202, Francisco fue hecho prisionero y estuvo cautivo por lo menos un año. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu, pero al recuperarse determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena, en el sur de Italia. No obstante, ocurrían cosas extrañas en su vida. Por ejemplo: había en el pueblo un hombre muy sencillo y pobre, el cual al ver que Francisco venía por la calle siempre extendía su pobre capa para que Francisco pasara sobre esta. Este relato se encuentra magistralmente pintado por Giotto en la Iglesia Superior de la Basílica de San Francisco en Assisi, al lado el Altar de la misma.

Francisco partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que lo exhortaba a “servir al amo y no al siervo”. Regresó a Assisi y al principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. La gente, al verlo ensimismado le decían que estaba enamorado. “Sí”, replicaba Francisco, “voy a casarme con una joven más bella y más noble que todas las que conocéis”.

Poco a poco, fue cambiando de vida y quien era el “Rey de las fiestas” se volvió meditabundo. Empezó a mostrar una conducta de desapego a lo terrenal. Un día sus amigos le preguntaron si estaba pensando en casarse, a lo que él respondió: “Están en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de ustedes verán otra igual”.

La epifanía de Francisco

En esta etapa de su vida se encontró con un leproso que le pedía una limosna y Francisco bajó de su caballo y le dio un beso. A los que antes consideraba seres despreciables y daba vuelta la cara, ahora los miraba con otros ojos. Su familia comenzó a preocuparse por esta situación, no comprendían en absoluto lo que ocurría en la mente de este joven, otrora brillante, simpático, buen mozo y de risa fácil, ahora convertido en una sombra melancólica, taciturna y muy religiosa. Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba. Y es en este preciso momento que Francisco recibe en el año de 1205 su epifanía, su revelación por parte del Señor.

Estando en las ruinas de una capilla fuera de las murallas de Assisi, en lo que era una ermita dedicada a San Damián, escucha la palabra del Señor que por tres veces le dice: “Francisco, repara mi casa, pues ya ves que está en ruinas”. Francisco creyó que el Señor desde un crucifijo que se encontraba en esas ruinas le pedía que reparase el estado ruinoso de esa capillita; así pues, partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y los vendió junto con su caballo en Foligno, ciudad cercana a Assisi. Una vez obtenido el dinero, visitó al sacerdote que regenteaba esa capilla y se lo entregó para su restauración, pero el sacerdote se negó a recibir el dinero. Don Bernardone, al enterarse que había tomado lujosas telas y las había vendido, enfureció. Fue a buscarlo, mas no lo encontró por ningún lado. Un mes después fue Francisco mismo el que decidió encarar a su padre.

En el camino a su casa, las personas con que se encontró lo recibieron mal, le lanzaron piedras y lodo. Al llegar a su casa, el padre lo encerró en un calabozo, pero la mamá de Francisco lo liberó en la ausencia de Bernardone. Éste, al volver, encontró que Pica lo había dejado libre. Su furia era indescriptible; solo estaba preocupado por sus bienes materiales y que estos sean devueltos a toda costa. Fue nuevamente en busca de Francisco y lo halló en San Damián, pero él se plantó delante de su padre y le dijo que enfrentaría cualquier cosa por amor a Cristo. El papá de Francisco acudió a las autoridades civiles sin importar que era su propio hijo y requirió que le sea devuelto lo robado. Pero éstos le dicen que al estar dentro de una propiedad perteneciente a la Iglesia, la capilla de san Damián, el tema era de jurisdicción eclesiástica (recordemos que la región de Umbría pertenecía a los Estados Pontificios).

Y acá ocurre el primer acto revolucionario y contestatario de Francisco, delante del Obispo Guido y de todo el pueblo de Assisi. Imaginemos lo que significaba para la época que un padre entregue a la autoridad a su hijo y lo acuse de ladrón, siendo de familia principal y siendo una ciudad pequeña. Francisco se quita toda la ropa y queda desnudo en medio de la sala en Palacio Episcopal, al lado de la antigua catedral de Santa María la Mayor. Esa sala hoy se denomina “sala della spogliazione”, es decir, “sala del despojamiento”, en recuerdo del hecho de despojarse la ropa efectuado por Francisco. Por su parte, la antigua catedral de Santa María la Mayor, es un nuevo Santuario llamado “Santuario del Despojamiento”. Ante esto, el obispo lo abrazó y lo envolvió con su manto.

Al renunciar a todos los bienes terrenales, Francisco se consideró un ser libre en absoluto. Nada lo ataba al mundo, no tiene nada por defender o por proteger, es libre para Dios. Ciertamente, el joven converso no pretendía faltar al debido respeto a su padre, pero recordaba que el bautizado debe anteponer el amor a Cristo a sus afectos más queridos. Renunciará a todo lo material pero mantendrá y recuperará la alegría, la dicha y el amor a todo lo creado.

Cerca de Assisi y ya liberado de toda cuestión humana y de continuar preservando el patrimonio material familiar, encuentra una pequeña capilla casi en ruinas que pertenecía a los monjes Benedictinos del monte Subasio, en Santa María de los Ángeles, y allí se instalará. Ese sitio será conocido como “La porciúncula” es decir “El terrenito”. Posiblemente allí es donde recibirá otra Epifanía al escuchar el texto evangélico que sellará definitivamente su misión. Fue probablemente el 24 de febrero de 1208 cuando escuchó: “No lleven monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar a conocidos…” (Lc., 10). Así, cambió su afán de reconstruir las iglesias por la vida austera y la prédica del Evangelio.

En unos meses sus discípulos eran varios, y de las familias más principales de Assisi: Bernardo di Quintavalle (el primero de todos), Pedro Catani, Gil, Morico, Bárbaro, Sabatino, Bernardo Vigilante, Juan de San Constanzo, Angelo Tancredo, Felipe y Giovanni de la Capella. Después de someterse a las burlas de quienes lo veían vestido de harapos, éstos ahora están escuchando con atención su mensaje, y al contrario de otros grupos reformadores de la época, el suyo no de descalificaciones ni condenas. Vivían en chozas en torno a “la Porciúncula” y practicaban vida eremítica. En abril o mayo de 1209, Francisco se decidió a presentarse ante el papa Inocencio III para que le aprobara la primera regla de la Orden. Con ese fin, él y sus acompañantes emprendieron el viaje a Roma. Fue bajo la intervención del obispo Guido de Asís y del Cardenal Sabina como pudo tener audiencia con el Papa. Algunos historiadores dicen que no fue recibido en su primer intento. Otros dicen que Inocencio aceptó encontrarlos debido a un sueño en el que vio a “un pobre hombre, vestido con harapos, que sostenía con sus brazos la Iglesia de San Juan de Letrán que comenzaba a derrumbarse” (Recuerden las palabras que escuchó Francisco en San Damián “Mi Iglesia se derrumba…”) y al verlo el Papa reconoció que ese hombre harapiento era Francisco.

Ciertos cardenales objetaban el programa franciscano por el peligro de crear otra organización nueva, debido a los movimientos anticlericales de la época y a la falta de una mínima base material de la orden. Pero con la decisiva influencia del cardenal Juan de San Pablo y el apoyo de otros, Francisco pudo tener una nueva audiencia para que se considerara la aprobación de su hermandad de pobres. Dos años después que Inocencio III confirmó de viva voz las reglas de su Orden vuelve a Roma, para ver nuevamente al Papa y dar cumplimiento de la promesa que éste le hiciera en 1210: ya estaba en condición de poder afirmar a Inocencio que “Dios había multiplicado el número de sus hermanos” y, en consecuencia, de pedir que se le confiase “una misión de mayor empeño”. En Roma continuó su costumbre de predicar en las calles y encrucijadas, y dicen que en una de estas predicaciones conquistó dos nuevos discípulos: Zacarías, futuro misionero en España, y Guillermo, que fue el primer inglés que abrazó la Orden.

Aquí abriré un largo paréntesis para escribir sobre una personaje fundamental en la vida de Francisco y de la orden franciscana: Giacoma Frangipane de’ Settesoli o “Fra Jacoba de Settesoli”, a quien “il Poverello” llamó (SIC) “Hermano Jacoba” por cortesía y carácter varonil. Tendría unos veinticinco años de edad cuando trabó amistad con ella. Casi todos sabemos sobre Santa Clara, pero quien está sepultada junto a San Francisco en Assisi es Jacoba. Ignoro por qué la historia popular (no así la historia franciscana, nobleza obliga decirlo) la deja de lado y es olvidada, pero es gracias a ella que la orden crecerá y prosperará y -sobre todo- al ser de familia noble y principal será de útiles contactos para Francisco y la expansión de su orden. Era una señora descendiente de la nobleza de Roma. Se casó con Graciano Frangipane, conde de Marino y señor de Septizonium, del que tuvo dos hijos: Juan y Graciano. En 1217 quedó viuda y nunca se volvió a casar. No solo era noble, sino que política y económicamente estaba bien situada.

Según una tradición, inspirado por Jacoba, fundó en 1221 la orden de los “Hermanos y Hermanas de la Penitencia” o “Tercera Orden” dedicada a los laicos los cuales sin dejar de vivir en el mundo deseaban llevar una vida cristiana al estilo franciscano. Pasó el resto de su vida en la práctica de buenas obras. Cuando viajaba a Roma, Francisco se quedaba como invitado. Es gracias a su intercesión que los monjes Benedictinos de Ripa Grande en Roma, le darán a Francisco un lugar para dormir. Francisco se hospedó en cuatro ocasiones entre 1209 y 1223 cuando viajaba a Roma para ser recibido por el Papa Inocencio III y gracias a ella luego es recibido por el Papa Honorio III.

Jacoba se convirtió en hermana de todos los frailes, por lo que no hubo lazos de separación. A Francisco le encantaba decir: “Abre las puertas y déjala entrar, porque para el “hermano Jacoba” no hay necesidad de observar el decreto de la prohibición del ingreso de las mujeres a la clausura”. Y según narran, a punto de morir Francisco la manda llamar a Jacopa para la “porciúncula” y le pide que le lleve unos dulces de almendras que ella hacía y unos lienzos con los cuales será amortajado su cuerpo. Así está representada en un fresco en la Iglesia inferior de la basílica de San Francisco en Assisi, sosteniendo un lienzo.

Tras la muerte de Francisco, Jacoba regresó a Roma y se dedicó a las obras de caridad y piedad, ayudó a los frailes a obtener en 1229, por voluntad del Papa Gregorio IX (Bolla Cum deceat vos), la propiedad del Hospital de San Biagio, transformándolo, después de la canonización de Francisco, en la residencia romana de los franciscanos. Así nació el convento de San Francesco a Ripa. Hoy se transformó en el “Santuario de San Francisco a Ripa” en el Trastévere y en él se puede observar, transformado en capilla, el lugar donde Francisco descansaba. Y también, en el templo, una hermosa talla sobra la tumba de la Beata Ludovica Albertoni, co-patrona de Roma, realizada por Bernini. “Fra Jacoba”, habiendo hecho su testamento, se retiró como terciaria franciscana a Asís, donde murió quizás en 1239. Fue enterrada en la cripta de la Basílica de San Francisco frente a la tumba del Santo y sus compañeros. Sobre la urna se puede leer el epígrafe “Fr. Jacoba de Septemsoli” y debajo de la urna “Hic requiescit Jacopa sancta nobilisque romana” (Aquí descansa Jacoba, santa y noble romana). Cierro el largo paréntesis.

Retomemos a Francisco donde habíamos quedado en la aprobación de su orden… Alrededor de 1211, Francisco va a predicar en la Iglesia de San Rufino. Allí lo escucha una joven llamada Clara Scifi. Es la hija mayor del matrimonio de Favorino di Offreduccio degli Scifi y Ortolana, la cual era descendiente de los Fiumi, una ilustre familia de Sterpeto. Ambas familias pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís. Clara tenía cuatro hermanos, un varón y tres mujeres. Al escuchar la palabra de Francisco, Clara desea abrazar una vida más virtuosa y recoleta. Así que un día, lo fue a ver. Este había oído hablar de ella y desde que la vio tomó una decisión: “quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro”.

La orden franciscana de mujeres

Desde entonces, Francisco fue el guía espiritual de Clara. Ella huirá de su casa un domingo de Ramos de 1212, por la puerta por la cual sacaban a los difuntos. Podemos entrever que Clara había muerto al mundo. Y se encontrará con Francisco y sus hermanos en la “porciúncula”. Allí él le cortará sus cabellos y la llevará junto a la monjas Benedictinas, y de allí irán a un Beaterio hasta obtener la donación de la Capilla de San Damián, la misma que el Señor le habló a Francisco, la cual pertenecía a los Benedictinos del Monte Subasio y se instalará allí junto con Inés, Beatriz (hermanas de Clara) y Ortolana, su madre viuda. Y así nacerá la Segunda Orden de espiritualidad Franciscana, dedicada a las mujeres.

En Rivotorto, Francisco formará su primera comunidad como tal y allí obtendrán el nombre de “Hermanos Menores”. Desde allí buscará una sede central para su Orden, y sabiendo lo que significaba la capilla de la Porciúncula, se la solicitó a los Benedictinos. Estos se la iban a regalar, pero Francisco no lo aceptó. En cambio se las alquiló, y como pago recibirán una cestas con peces.

En 1215 ya eran muchos los “Hermanos menores” y se extendían por el mundo. En 1216, Francisco pidió en Perusia (Perugia) al Papa Honorio III que todo el que, contrito y confesado, entrara en la iglesita de la Porciúncula, ganara gratuitamente una indulgencia plenaria, como la ganaban quienes se enrolaban en las Cruzadas, y otros que sostenían con sus ofrendas las iniciativas de la Iglesia. De ahí el nombre de Indulgencia de la Porciúncula. El Papa se lo concedió.Hoy en día esa indulgencia se puede obtener en todas las iglesias Franciscanas, catedrales o parroquias de todo el mundo entre el 1 y el 2 de agosto.

En 1219 se embarcó hacia el Oriente, para evangelizar a los musulmanes, pasando por Chipre, San Juan de Acre y Damieta en el delta del Nilo. Al encontrarse con los primeros soldados sarracenos fue golpeado, pero inmediatamente pidió ser llevado ante el sultán de Egipto, al-Malik al-Kamil. Acá hizo otro acto revolucionario; él no desea asesinar al que no cree o hacer la guerra (recordemos que estamos en plenas Cruzadas) sino demostrar por medio de la creencia en el Dios del Amor que quizá pudieran abrazar la fe en Cristo. Es así que una vez delante del Sultán habla con él y busca convencerlo de la fe que él profesa en Jesús. No le dice que si no cree se irá al infierno, ni que si no acepta ser cristiano lo matará; sino que desea probar su fe con más fe. Solicita que se encienda una gran fogata frente a él y que la cruzará, y que si sale con vida, todos abrazaran el Cristianismo. También invita a los sabios musulmanes a que crucen por el fuego pero estos y el Sultán no aceptan esta prueba. De este evento, el año pasado 2019 se cumplieron 800 años. El Sultán, queda tan prendado del espíritu de Francisco que le regala un cuerno de marfil tallado con incrustaciones de plata el cual se puede observar en el museo de la Basílica del Santo en Assisi. Francisco podrá llegar a Tierra Santa y orar allí.

El inventor del pesebre

Al día de hoy también le debemos a Francisco el famoso “Pesebre” de Navidad. Que no es la Fiesta de la magia y la fantasía en la cual los duendes nos regalan amor y paz. Es una fiesta religiosa para los cristianos, en la cual se recuerda el Nacimiento de Jesús. Por eso se llama “Navidad”. Aunque es políticamente incorrecto decir que la “Navidad” es una festividad religiosa. Pero volvamos: el primer pesebre lo inventa San Francisco, en la ciudad de Greccio. Y fue un pesebre Viviente. Allí, con los habitantes de la ciudad, recreará en una gruta como pudo haber sido el nacimiento de Jesús. Es otro acto de subversión de las leyes establecidas. Y ocurrió en 1223.

Cuando hablamos de Jacopa, mencionamos que tenía dos hijos. Juan, uno de ellos, fue testigo de los estigmas de San Francisco al fallecer este. Los estigmas son las marcas de la pasión de Cristo: los clavos en las manos y en los pies, la corona de espinas y el lanzazo en el costado derecho. En agosto de 1224 decidió hacer un viaje a un lugar aislado llamado Monte Alvernia, a unos 160 kilómetros al norte de Asís. Luego de permanecer en ese lugar orando, meditando y ayunando junto con otros hermanos de la orden, él se adentra en el bosque y le pide al Hermano León que lo deje solo y que vaya dos veces al día a llevarle agua y pan. Así sucede y el 14 de septiembre de 1224, en el Monte Averna, se le aparece el Señor crucificado, rodeado por seis alas angélicas, y le imprimió las señales de la crucifixión en las manos, los pies y el costado. Desde ese momento decidió ocultar las llagas de los estigmas y estaba siempre con sus manos ocultas por las mangas del sayal, y calzaba alpargatas.

Volverá a la Porciúncula, pero el sangrado de sus manos y el dolor eran muy insoportables, no obstante lo ocultará y solo lo sabrán muy pocos. En esta época compondrá el famoso “Cántico de las criaturas” el cual escribió en dialecto Umbro y que será utilizada por el Papa Francisco para su encíclica “Laudato Sì…” sobre la economía y el medio ambiente.

En Umbro: “Altissimu, onipotente bon Signore, Tue so’ le laude, la gloria e l’honore et onne benedictione…”

En español: “Altísimo y omnipotente buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición…”

Sus enfermedades van recrudeciendo. Intentaron curarle el Tracoma de su ojos, que había contraído en Egipto. Para eso irá hasta Rieti, donde se alojó en Fonte Colombo y fue sometido a un terrible tratamiento médico con un hierro al rojo vivo que iba desde la oreja, pasando por su ojo hasta una ceja. Ante tal “tratamiento” Francisco habló con el “Hermano fuego” para no sentir dolor, y así fue… No experimentó dolor alguno. Luego fue a Siena, pero sin resultados. De ese modo y sintiendo que sus fuerzas estaban menguando, solicitó volver a la “Porciúncula”. Se estableció es un cabañita cerca de la capilla y allí cantó por última vez el “Cántico de las Criaturas” agregando un verso a la Hermana Muerte:

En Umbro: “Laudato si’ mi Signore, per sora nostra Morte corporale/ da la quale nullu homo vivente po’ skappare:/guai a quelli ke morrano ne le peccata mortali; / beati quelli ke trovarà ne le Tue sanctissime voluntati, ka la morte secunda no ‘l farrà male.”

En español: “Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, / de la cual ningún hombre viviente puede escapar. /Ay de aquellos que mueran en pecado mortal. / Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima voluntad /porque la muerte segunda no les hará mal.”

La carta a Jacoba

¿Se acuerdan de “Fra Jacoba”? pues acá la ponemos en contexto. Sintiéndose morir, Francisco dicta una carta: “A Madonna Jacoba, sierva de Dios, fray Francisco, pobrecillo de Cristo, salud y comunión del Espíritu Santo en nuestro Señor Jesucristo. Debes saber, queridísima, que Cristo bendito me ha revelado, por su gracia, que el final de mi vida está muy próximo. Así pues, si quieres encontrarme vivo, ponte en camino apenas leas esta carta y ven a Santa María de los Ángeles, porque, si no llegas pronto, no me encontrarás vivo. Y trae contigo paño ceniciento para amortajar mi cuerpo y la cera necesaria para la sepultura. Y te ruego que me traigas también aquellas cosas de comer que me solías dar cuando estuve enfermo en Roma.” La carta nunca será enviada porque la terminar de dictarla, “Fray Jacoba” estaba en la puerta de la cabañita, ante el asombro de todos y explicó que, estando en oración, el Señor le había dicho que se apresurara en ir a Asís, con todo lo que Francisco pedía en la carta. Assisi dista de Roma 158 kilómetros.

Mientras el Santo yacía en la Porciúncula, Clara estaba muy enferma en San Damián, y temía morir antes que él. Cuando el santo lo supo, les mandó por escrito una bendición, asegurando que lo verían, ella y sus hermanas, y sentirían un gran consuelo. Entre otras cosas les decía: “Yo, fray Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza de nuestro Altísimo Señor Jesucristo y de santísima Madre, y perseverar en ella hasta el final; y os ruego, señoras mías, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad alerta, para no apartaros jamás de ella por enseñanza o consejo de nadie.”

Pidió que lo pusieran desnudo en el suelo y en esa posición, mientras se cubría la llaga del costado con la mano, exclamó: “Hermanos, yo he terminado mi tarea. Cristo enseñe la de ustedes”. Al anochecer del sábado 3 de octubre de 1226 falleció “El Francesito” Giovanni di Pietro di Bernardone, con tan solo 44 años. Siendo famoso como predecían muchos en Assisi pero en Santidad.

La primera de los seglares en atreverse a develar el misterio de los estigmas fue Fra Jacoba, que no dejaba de abrazar su cuerpo y de besar sus cinco llagas. El día 4 de octubre lo estuvieron velando, y trasladaron su cuerpo a la iglesia de San Jorge en Assisi.De allí fueron a la capilla de San Damián, ahora convento, donde Clara y sus hermanas lo esperaban. Para la ocasión quitaron la reja de la clausura por la que solían recibir la comunión y algunos hermanos sostuvieron en brazos el cuerpo del Santo para que pudieran contemplarlo por última vez. Las hermanas pudieron besar sus manos llagadas, mientras afuera todos compartían su dolor. Su cuerpo fue depositado en un rústico sarcófago de piedra, protegido por una sólida jaula de hierro y una caja de madera en la Iglesia de San Jorge.

Allí permaneció durante cuatro años, mientras se construía una nueva iglesia para la sepultura definitiva. La hermosa ciudad de Assisi, declarada “Patrimonio de la Humanidad” se transformó en uno de los puntos de peregrinación más grandes del mundo y no solo por los católicos, sino por muchos otros que reconocen en Francisco un vínculo de hermandad.

Hoy, junto a san Francisco reposan en las cuatro esquinas de la cripta de la Basílica de Assisi los restos de cuatro compañeros del Santo: fray León, fray Rufino, fray Ángel de Rieti y fray Maseo de Marignano, y frente él, en el descanso de la escalera, Fray Jacoba. Ahí finalizó la historia de Francisco de Asís. Y comenzó la de cada uno de nosotros. Como dijo San Francisco a sus hermanos en el momento de morir: “…yo he terminado mi tarea. Cristo enseñe la de ustedes”.