Nayib Bukele, por León Sarcos

Nayib Bukele, por León Sarcos

El escritor de ciencia ficción, Isaac Asimov, anotaría: La violencia es el último recurso del incompetente. Y  la sabiduría, de Mahatma Gandhi, le regalaría a los seres humanos amantes de la paz: la victoria obtenida por medio de la violencia es equivalente a una derrota, porque es momentánea.

Nayib Bukele en El Salvador y Donald Trump en los Estados Unidos, ambos, a pesar de las diferencias geográficas, culturales y poblacionales, son expresión de las versiones emergentes de autócratas en el mundo, en la era de la globalización y de la revolución digital.

Líderes de peligrosas obsesiones





Cada cual tiene una idea bandera para captar incautos, uno, si no el problema más sensible de su país. El primero ofrece poner fin a las pandillas y a la violencia, mediante la Política de Control Territorial, en aquella nación centroamericana. El otro, el estadounidense, ofreció un gran muro para separar a su país de México.

Los dos, partidarios de formas violentas, unilaterales y represivas de resolver problemas complejos de Estado que requieren, como tradicionalmente se hace y debe hacerse en democracia, un abordaje con una estrategia de calidad científica que cumpla el ciclo de las políticas públicas; es decir, desde la identificación, la toma de decisiones, la formulación de planes y programas, la implementación y ejecución de estos y su evaluación para su seguimiento institucional.

Para ellos, el poder es arrogancia, fuerza, imposición, capricho. Es la democracia de: porque me da la gana; el estado de derecho y los derechos civiles solo tienen validez cuando están incluidos en el menú elaborado por ellos, y los retiran como opción cuando no les apetece. Por eso, uno se aparece en el palacio legislativo de la mano de los militares cuando le niegan la aprobación de un presupuesto, y el otro, ordena a una turba asaltar el Capitolio cuando pierde las elecciones en la cuna de la democracia moderna.

Estos personajes constituyen una vertiente de la maldad política que nos ha acompañado en todas las épocas. Pero hoy –a decir de Moisés Naim– lo que estamos viendo es una variante revanchista que imita la democracia al mismo tiempo que la socava y desprecia cualquier límite. Da la impresión de que los representantes del poder político hubieran estudiado todos los métodos concebidos por las sociedades libres durante siglos para dominarlos y contraatacar.

Bukele, un verdadero charlatán que fascina al gran público de las redes, forma parte de una generación de autócratas que han sabido utilizar de manera brillante el populismo maniqueísta para hacerse de la simpatía temporal de la mayoría del pueblo salvadoreño. Quizás la expresión que más lo define es: Los organismos internacionales dicen que estamos violando los derechos humanos de los ciudadanos de mi país, y yo les pregunto y ¿quién garantiza los derechos humanos de los inocentes que matan los pandilleros? 

Tal afirmación hecha entre dos polos extremos, le permite capitalizar en provecho de su ego rápidamente al público que ve con un solo ojo, que oye con un solo oído y piensa únicamente con el cerebro medio.

Variantes de una misma catadura

No importan los niveles de desarrollo o el tamaño y la ubicación geográfica de los países: en todas partes del mundo podemos encontrarlos con el agravante de que constituyen el peor de los enemigos de la estabilidad y vigencia de la democracia en el mundo. Unos se han ido, como Rodrigo Duterte en Filipinas (2016-2022), pero ha dejado un estilo para gobernar autocrático como legado que a muchos con similares inclinaciones sociopáticas les gustaría imitar.

Este hijo de Filipinas, gobernante hasta junio del año pasado, tuvo el descaro de admitir –como una gracia más de sus abusos, en un discurso en el palacio presidencial de Malacañang–ante un auditorio de empresarios, que él mismo había asesinado traficantes y drogadictos durante los patrullajes en Davao, donde fue alcalde por más de 22 años, para que los policías aprendieran a hacerlo. 

Otros como Viktor Orban, reelecto por tercera vez como primer ministro de Hungría, parece haber ganado incondicionalmente el apoyo de la mayoría en su país con sobras pestilentes del necrofílico nacional socialismo alemán: No queremos minorías con cultura y antecedentes distintos a nosotros los húngaros.

Para curarse en salud, en 2015, Hungría anunció la construcción de una barrera de 175 kilómetros a lo largo de la frontera sur con Serbia. Su partido había perdido dos elecciones parciales y Orban, demagogo y oportunista, vio en la inmigración un filón para la recuperación electoral.

La nueva Cortina de Hierro se construyó y se agregó una extensa de 40 kilómetros, a lo largo de la frontera con Croacia. Cubierta con bobinas de alambre de púas, se reforzó con una segunda valla, una corriente eléctrica de 9.000 voltios y cámaras de visión nocturna. Se traía, paradójicamente con ello, de Alemania, el muro derribado que la dividió, esta vez hecho de amenazantes materiales, para reafirmar el recalcitrante nacionalismo de este húngaro.

Los tiene para escoger: en el país de los Tulipanes, en Turquía, en el cargo desde hace 20 años Tayyip Erdogan; o en México, al patético y decadente sobreviviente de la izquierda Manuel López Obrador; pero el de moda es el señor Bukele, quien tiene una singular manera cantinflera de hablar en parábolas y una contraria de actuar como militar.

Los rasgos esenciales del populismo autocrático

Su encanto, como bien los describiera Naim en su libro La revancha de los poderosos, está asistido por la utilización oportuna de las tres P: populismo, polarización y posverdad, especialmente con las ideas del reservorio populista, bien estudiadas por diversos especialistas:

El catastrofismo. Los populistas son trágicos pesimistas cuando llegan, con la situación que encuentran. Aparentemente, no reciben nada que valga la pena reconocer de la anterior gestión. Tienen que criminalizar a los rivales políticos. No son conciudadanos, son enemigos a los que hay que perseguir.

Utilizan la amenaza exterior. Hay que buscar enemigos afuera que representen un peligro para la seguridad interna; si no los hay, entonces hay que crearlos. Mientras más poderosos, mejor, especialmente si son los Estados Unidos y las democracias europeas de más vieja data.

Les encanta la militarización y la paramilitarización de lo público; saben que ahí esta el amparo de sus miserias humanas, en la fuerza; por eso, los populistas tienen una larga historia de glorificación de la imaginería militar y de su utilización para intimidar a los disidentes.

Los populistas desprecian a los expertos y a los científicos y, en general, a los intelectuales íntegros. Los muestran como cómplices junto a las oligarquías, de la miseria y humillación de las mayorías. No hacen sino inventar y promover iniciativas condenadas al fracaso, según ellos.

Rápidamente se hacen enemigos de los medios de comunicación, especialmente de los hostiles, porque manejan datos e información que sacan a la luz la corrupción y la incompetencia de los gobiernos que presiden.

Trabajan para erosionar los sistemas de pesos y contrapesos: todas las instituciones capaces de frenar, controlar y supervisar su voluntad desenfrenada y arrogante. Cuando llegan y asumen el poder, como piensan que es para siempre, lo sienten como una nueva propiedad de la que no tienen que rendir cuentas.

Y, finalmente, son mesiánicos. Ellos son la encarnación de un nuevo liderazgo que viene a honrar al pueblo de las violaciones a sus derechos cometidos por las elites que los oprimían.

Vendrá con la aplicación de los principios sin escrúpulos, simultáneamente, en las sociedades donde dominan las autocracias populistas, la polarización inevitable como segunda fase, soportada y apoyada en la posverdad: la situación que surge en la vida pública, cuando desaparece la línea divisoria entre los hechos y el conocimiento, por un lado, y las creencias y las opiniones por el otro.

En pocas palabras, se crea un estado de confusión, donde no se sabe a ciencia cierta qué es verdad y qué es mentira, y donde la última palabra la tiene quien manipule mejor los medios y quien tenga más control sobre ellos. 

La verdad sobre el tratamiento de las pandillas

Según, La Revista Latinoamericana, Estudios de la Paz y el Conflicto, 2021, es cierto, por los datos suministrados, que solo en 2015 murieron en El Salvador, 6.650 personas es decir 105,44 por cada cien mil habitantes, lo que significa el 35,3% de los homicidios totales cometidos en Centroamérica, en un país que representa el 13,6% de la población de esa región.

Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que diez homicidios son una epidemia, podemos concluir que El Salvador ha vivido en un continuo estado de violencia endémica desde que se firmaron los acuerdos de paz, en enero de 1992, hasta el presente.

No es nuevo el tratamiento represivo, violento y militarizado de las pandillas y el delito en El Salvador. Durante los dos primeros gobiernos de ARENA, a partir del 2003, último año de su primer periodo, se aplicó la Política de la Mano Dura y durante su segundo mandato, esta vez mediante una política elaborada con participación ciudadana: La Súper Mano Dura, que terminó siendo aplicada unilateralmente a sangre y fuego por las fuerzas del orden, contrariando los acuerdos para prevención y reinserción, entre muchos otros convenidos con expertos en la materia y la sociedad civil salvadoreña.

La experiencia de este periodo dejaría como consecuencia un incremento gradual de las tasas de homicidios, y el reagrupamiento, nuevas formas de organización más complejas y jerarquizadas y mayor control territorial por parte de las pandillas.

En los dos periodos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), de 2009 al 2019, y a pesar de las grandes expectativas de aquellos que ayer fueron opuestos a la represión y militarización, se terminó aplicando la misma fórmula de sus antecesores durante los tres primeros años y, aquí un detalle importante, durante 2013 el gobierno negoció una tregua con las pandillas y se produjo en el segundo año la tasa más baja de homicidios entre 1995 y 2018, de 40,40 por cada 100 mil habitantes.

Durante el segundo gobierno, el FMLN elaboró una política de amplia participación y de corte científico, pero en la práctica el gobierno terminó haciendo caso omiso de sus recomendaciones: emprendió una guerra abierta contra las pandillas y continuó la persecución judicial y la militarización de la seguridad pública.

El gobierno de Nayib Bukele no se ha diferenciado de sus antecesores. Durante los dos primeros años de su mandato, la política de seguridad sigue signada por la improvisación, la ausencia de planificación, falta de coordinación interinstitucional, represión descontrolada, abusos, ausencia de prevención, escaso compromiso y transparencia.

Solamente cambiará la política de seguridad a partir del 27 de marzo del 2022, con la aprobación por parte del legislativo del Estado de Excepción, que dio rienda suelta al nuevo autócrata para hacer en El Salvador una cárcel gigantesca de cerca de 60 mil presidiarios, donde van a convivir sin respeto a ninguno de sus derechos civiles elementales, criminales de distintos niveles, sospechosos e inocentes, por el solo hecho de llevar tatuajes como los dibujados en el cuerpo de los pandilleros. 

La exhibición grotesca de una supuesta victoria temporal

En cuanto al señor Bukele y su política insignia: Plan de Control Territorial, los salvadoreños conscientes y los entendidos, que son muchos quienes han trabajado la política de seguridad en El Salvador, saben que no hay una gran novedad en su propuesta, solo que esta ha sido aplicada mediante una brutal represión, reiterada violación de los derechos humanos acompañada de atroces atropellos y vulneraciones a la condición ciudadana; todo ello orquestado en una sinfónica y sensacional campaña de exhibicionismo a través de las redes y las nuevas tecnologías que hacen lucir maravilloso su programa –el debut de El Salvador como productor de series policíacas– para combatir la delincuencia, pero que por inhumano desdice de su condición de hombre de sano equilibrio mental y como consecuencia alejado de la más elemental ponderación para evaluar los efectos de sus decisiones en el manejo del poder. 

Olvida la mayoría de los ciudadanos salvadoreños que ese régimen de excepción, prorrogado en más de diez ocasiones, en el futuro se hará permanente, con las debidas consecuencias para los más de seis millones que nada tienen que ver con el delito y menos con el supuesto terrorismo.

La prisión indiscriminada y permanente de supuestos pandilleros, se hará a costa de la zozobra, el miedo y la duda de no saber, al igual que en Venezuela, quién es el policía y quién el delincuente que te va extorsionar o te va a matar. Donde desaparece aun de forma temporal el estado de derecho, comienza a germinar la dictatura.

Recuerden también que Hugo Chávez ganó dos elecciones gracias a la repartición indiscriminada e irresponsable de los dineros de todos los venezolanos. Hizo hincapié en el gasto público social para acabar con la pobreza que era su obsesión, y terminó dejando un país en ruinas, con uno de los más altos índices de pobreza y corrupción del mundo y a la familia venezolana fragmentada y traumatizada.

No olviden, todos, los que hoy emocionados avalan los disparates de este nuevo autócrata, las ponderadas palabras del poeta Waldo Emerson: La paz no se puede conseguir a través de la violencia, solo se puede conseguir a través de la comprensión.