Este es el ritual sobre cuerpos sin vida que hacen en una funeraria (Fotos)

Este es el ritual sobre cuerpos sin vida que hacen en una funeraria (Fotos)

Juan Evangelista Rivera es uno de los tanatólogos más experimentados de Bogotá. FOTO: Néstor Gómez

 

Cuando Juan Evangelista Rivera era un niño de 11 años y su mamá tenía que lavar ropa para sobrevivir, la dueña de casa la dejó ir con él y su hermano menor a trabajar. En aquella casa, había un inmenso patio y en la mitad una columna. La mujer le ordenó a su madre que sentara a sus hijos uno encima de las piernas del otro, le entregó una especie de manta y le dijo que los amarrara. “No quiero que anden por el patio ensuciando”. Ante la orden, ella solo lloraba. A esa edad, dice, entendió que hay personas más muertas en vida.

Por eltiempo.com

Hoy, 47 años después, su sitio de trabajo es temido por muchos: una funeraria. Quizás, porque la muerte da miedo; los cadáveres, impresión; las partidas, tristeza. Pero, para Juan, un caleruno de 58 años, su laboratorio es el sitio donde quiere trabajar hasta cuando su cuerpo ya no resista más.

Todos los días, al atravesar el portón de su ‘oficina’, hay dispuestos sobre mesones debidamente organizados, los cuerpos sin vida del hombre que murió de viejo, del niño que se fue por una enfermedad respiratoria, de la mujer asesinada, del borracho cuyo hígado dejó de funcionar, de la habitante de la calle sumida en las drogas o del accidentado. Cada rostro inerte pareciera contar una historia, un dolor diferente. Algunos tienen cara de sosiego, una especie de paz, a otros, difícilmente, se les puede quitar las expresiones de dolor. El cuerpo es como un lienzo que cuenta cosas.

“¡Padre! En el ejercicio como tanatólogo os pido permiso para penetrar en el interior de este santuario físico. Lo haré con el más profundo y sincero respeto, con conciencia por mi capacidad y ética profesional. Guía mis manos y protege mi salud. Te pido que cuando el fallecido sea mi madre, mi padre o un hijo, encuentre el mismo respeto”, dice un cartel dispuesto en las paredes blancas del recinto.

Cuando Juan Evangelista cuenta su historia de vida, cuyas líneas serían difíciles de plasmar en poco espacio, se entiende por qué él terminó en este oficio. Él y su madre vivieron en La Calera, pero, a los ocho años, se fueron para Bogotá. “Yo ya tenía un padrastro y así, a escondidas, bajo el frío de la noche, una maleta y un cuadro de la virgen del Carmen llegaron a la localidad de San Cristóbal a hacer vida en donde una familiar que les aseguró posada por unos pocos días”.

Mientras su padre putativo se iba a trabajar de vigilante, él y su mamá tenían que irse con su hermano más pequeño a lavar ropa en casas de familia. “Ya vivíamos en el barrio 20 de julio, en la casa de unos viejitos que nos recibieron con los brazos abiertos, pero la plata escaseaba y el hambre era mucha. Solo podíamos pagar arriendo y comer manteca guisada con papas, agua y arroz los domingos. Era la comida especial”.

La mamá de Juan Evangelista temía dejarlos solos, entonces consiguió un trabajo en donde la dejaron llevar a sus hijos, pero ese fue uno de los días más tristes de su vida. Sucedió el incidente narrado al inicio de esta historia. Ese día también la humilló con el desayuno que era un pan, le dijo que si lo compartía con sus hijos para ella no había. Solo le respondió: “no importa”.

Juan Evangelista Rivera y su equipo deben vestirse con una indumentaria especial por higiene. Foto: Néstor Gómez

 

Juan estudió en la escuela Bello Horizonte, no cayó en las drogas por los valores inculcados en su familia, sufrió de burlas y humillaciones por sus carencias, sus pantalones cortos y raídos, sus zapatos de caucho. “Llegó el campero”, le decían. En quinto de primaria le dijo a su madre que ya no iba a estudiar más y que se pondría a trabajar.

Con ayuda familiar lograron vivir en una casa del 20 de julio de 6 metros cuadrados compartida para dos familias y dividida por un pasillo. “Una señora que vendía pasteles contrató a mi mamá para que todos los domingos, a las 3 de la mañana, se levantara a moler yuca y maíz peto. Luego se cargaba toda la olla a cuestas y la llevaba al barrio”. Mientras tanto, Juan trabajó de reciclador, recogiendo chatarra, hasta que se ideó un carrito para llevar los pasteles.

Y luego, por aquello que llaman destino, a Juan le iba llegando uno que otro trabajo. A los 15 años fue uno en ‘la rusa’, en Monserrate. “Empecé con una pica y una pala y terminé como jefe de herramientas”. Es que siempre tuvo la manía de inventariar todo lo que le daban en aras a su honradez. Incluso recuerda mucho su trabajo de trasladar una casa desde la 106 con Séptima hasta el cerro. “Yo fui el que contó las partes”.

Viendo su propia inteligencia desperdiciada, su jefe le consiguió trabajo en la casa San Isidro, un restaurante francés. Tenía solo 17 años. Le encomendaron los congeladores y como siempre se puso a contar y a anotar todo lo que había. “El aprendizaje fue muy bonito porque todo era muy limpio y elegante. Pero las envidias llegaron y me sacaron por un malentendido”. Tuvo que volver a la obra a cargar bultos de arena y cemento. “Si hay que bajarse del pedestal para comer, toca”.

Juan Evangelista Rivera debe remplazar los fluidos del cuerpo humano con un químico especial. Fotomontaje. Foto: Néstor Gómez

 

¿Miedo a los muertos?

Como si el destino lo fuera llevando por la senda final, sus jefes, que terminaban por cogerle aprecio, le andaban buscando mejores cargos. Haciéndole el mantenimiento a un parque indígena, una mujer a cargo de varias empresas le preguntó que si le tenía miedo los muertos. “Me pareció raro, pero yo le dije que no y me mandó a una empresa funeraria en La Candelaria”.

Sin conocer la ciudad llegó a la 34 con 13. Allá le dijeron donde tenía que sacarse los exámenes y comprar el uniforme. Sin cédula comenzó a trabajar como guarda de seguridad en una funeraria. “Sin saber ni papa me puse a dar vueltas por los pisos y me di cuenta de que había muchos cuadros religiosos. Entonces conté cuántos había y puse todo en un papel”. Otra vez, por detalles como ese, se volvió el guardián estrella de la morgue, pues cuando ocurrió el robo, él fue el único que quedó bien librado por aquello de contar.

La primera vez que vio un laboratorio de alistamiento de cadáveres fue a través de una diminuta abertura. Hasta ese momento su única función con los sin vida era pasarlos de la carroza fúnebre a ese lugar.

Pero de guardián no quería quedarse toda la vida y entonces un amigo lo enseñó a manejar en una camioneta Chevrolet. Sin haber cumplido sus 18 años obtuvo su licencia de conducción y poco tardó en subir a donde la gerente para que lo ascendiera. Tardaron, pero finalmente lo ayudaron.

Juan Evangelista Rivera lava con delicadeza el cabello de los cuerpos para que luego los peinen. Fotomontaje. Foto: Néstor Gómez

 

El paso final

No llevaba sino dos meses como conductor cuando de la funeraria y otras empresas contrataron a una eminencia en tanatología para que dictara unas capacitaciones sobre preservación de cuerpos. Por esos tiempos la especialidad estaba incipiente en la capital. “Ese señor se encariñó con la empresa y pidió dictar unos cursos y el favor de que le prestara un carro para repartir una mercancía en varias empresas”.

Juan, como siempre el empleado de confianza, fue el elegido. “Fuimos como a diez partes y cada vez que salía de un sitio entregábamos algo y al final me daba una plata. Yo anoté todo en un papel. Al final del día le hice una relación y le entregué todo en orden”. Otra vez le funcionó y el experto quedó prendado de su honradez. Le dijo que lo invitaba a participar en un curso. “Usted me cayó bien y lo quiero ayudar. Le voy a dictar una capacitación en la noche para que en la mañana no descuide su trabajo de conductor”, le dijo.

Quince días duró el curso. Lo primero que le enseñó fue sobre el respeto hacia el cuerpo humano a la hora de preservarlo. “Cada uno refleja a alguien: un hijo, un hermano, una tía, nuestros padres”.

Luego le explicaba detalladamente cómo hacer una incisión en una arteria, cómo taponar ciertos orificios, cómo eliminar los malos olores, cada detalle. “Al final del curso nos reunieron a todos y nos entregó una fórmula química, imprescindible para avanzar en la preservación. Oh sorpresa cuando me escogieron a mí para que la consiguiera”. Tenía solo 20 años. Juan se recorrió toda Bogotá buscando los químicos encomendados por el experto y hasta se enteró de que esa fórmula se podía mejorar. Logró su cometido.

El primer cuerpo

Ese nunca se olvida. Fue el cuerpo de un adulto mayor. Sufrió las duras y las maduras porque no lograba darle a su fisonomía, la altura del pómulo, sobre todo. Juan quería aliviar a la familia desconsolada y que lo vieran como si estuviera vivo. “Ese día yo mismo le entregué el servicio a la familia. Cuando lo vieron, gritaron: ¿Y dónde está el viejito chupado que era antes? Estaban muy felices. Fue una buena experiencia”.

Otro caso impactante fue el del Palacio de Justicia. Trabajó 36 horas seguidas. Les tocó ir y ayudar a rescatar cuerpos. “Recogíamos una pierna, un brazo, un tronco y lo trasladábamos a Medicina Legal”. Y en la época de Pablo Escobar, los servicios que llevaba al laboratorio eran, por decirlo menos, macabros. “Llegaban sin extremidades, feo, feo”.

Lo trataban como un jovencito inexperto hasta que se dieron cuenta de que ya tenía 12 años de experiencia. “Nunca he sido crecido. Creo que uno siempre llega a aprender. Aunque cuando les dije que yo sabía preparar los químicos les gustó mucho. Ahí duré tres años”.

Al final de la primera etapa de alistamiento el cuerpo es vestido. Fotomontaje. Foto: Néstor Gómez

 

Para esa época ya era amigo de Adolfo Reyes, un hombre al que veían todo el tiempo en Medicina Legal ofreciendo lotes y que hoy no solo es su jefe sino un revolucionario de la industria funeraria y uno de los hombres más ricos del país. “En una época en donde todo el mundo estaba acostumbrado al escritorio, él se fue a buscar los clientes y ofrecerles alivio en medio del dolor. Ese día me dijo: usted es el que me va a atender mis servicios de una empresita que acabo de montar que se llama Coorserpark”.

12 años duró trabajando en la empresa funeraria La Candelaria hasta 1994, cuando la pusieron en venta y la compró otro inversionista. “Con la liquidación me compré un taxi, pero no me fue bien. Hasta que me encontré un amigo que me invitó a trabajar en Jardines de Paz como Tanatólogo, pero solo duré tres años”.

Reyes estaba destinado a ser el hombre que lo impulsó en su oficio y lo supo el día en que lo vio ofrecer en una Feria del Hogar seguros funerarios. “Todos le decían que era un loco y él respondía: sí, pero se acordarán de mí, esta es una prenecesidad del hogar”. Ese mismo día entregó las arras para comprar un edificio de una funeraria en quiebra y luego, cuando el negocio estaba hecho, reunieron al personal a decirle que era una empresa incipiente, que se iban a ganar menos y a trabajar el triple y que alzara la mano el que se quisiera arriesgar: “Yo levanté la mano y le dije a don Adolfo Reyes que yo me arriesgaba”, recordó José. “Esa empresa se llama Coorserpark, Capillas de la Fe”.

El cuerpo sin vida se dispone en el cofre para terminar de alistarlo para la sala de velación. Foto: Néstor Gómez

 

José cuenta que Reyes era de los que se le medía a todo sin importar su cargo. “Se arremangaba la camisa, buscaba a los clientes, acomodaba carros, iba a los hospitales, vestía a los cadáveres. Todo. El primer mes atendimos 145 servicios, el segundo 200, el tercero 250 hasta que nos entregó el chuzo porque él ya tenía que gerenciar”. Siguieron creciendo con muy poco dinero para los pagos, pero con la fe intacta.
Pronto se trasladaron a la 68 con 30, donde están ahora, allí hay más espacio para el alistamiento de cadáveres, pero esa es una misión que ha sacado adelante José, y a mucho honor. Le ha entregado toda su vida.

Pero con el crecimiento llegaron las exigencias de la Secretaría de Salud. “Ya no podíamos botar el agua, así que me las ingenié para crear una planta de tratamiento, así que hicimos muchas pruebas hasta que lo logramos”. Es que, si Juan dice que puede, lo hace.

El ritual

Para Juan Evangelista Rivera, el alistamiento de cadáveres es un ritual de mucho respeto. Fotomontaje. Foto: Néstor Gómez

 

Todo comienza cuando un conductor recoge el cuerpo sin vida, un servicio que llaman. Puede ser uno directo o el de un afiliado. “Vamos a la casa o al hospital. Estamos atentos las 24 horas del día”.

Los tanatólogos saben que el primer acompañamiento es el individual.  Delicadamente, les toman los datos a los parientes del fallecido y se les solicita el certificado de defunción y la cédula.

Por lo general, las familias les piden ponerle una indumentaria especial. “Traje, vestido, sudadera, lo que pidan”, dice Juan, como lo que es, una orden. Luego hay preguntas de rigor, como si su cabello es tinturado, qué maquillaje prefería, si se requiere algún peinado en especial, si se desea manicura o realizar una corona de flores o si es hombre, si hay que afinar bigote o barba.

Juan Evangelista Rivera y dos de sus hijos son tanatólogos. Se enamoraron del oficio por el amor que le pone su padre. Foto: Néstor Gómez

 

 

Luego el cuerpo llega al laboratorio, el recinto sagrado de Juan Evangelista, es un lugar frío, de paredes blancas, por lo menos para quien lo pisa por primera vez. Ahí empieza el trabajo más difícil. Cada dato se verifica nuevamente en el momento de la recepción para darle el ok si coincide con la de la manilla del finado. Nuevamente, se revisan las prendas, y la historia clínica.

Es el momento de pasar el cuerpo a la mesa de preservación. Claro, después de que cada tanatólogo se coloca una indumentaria especial de pies a cabeza para protegerse de los riesgos biológicos y se desinfecta. Queda convertido en un astronauta del más allá.

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La primera incisión se hace en el músculo esternocleidomastoideo. Por allí se infiltra el químico a las arterias, una especie de drenaje. “Tenemos que reemplazar la sangre. Así como es de vital para la vida, en cuestión de ocho horas puede lograr que el cuerpo entre en estado de putrefacción”. El químico reemplaza por a poco el fluido sanguíneo.
La concentración del líquido cambia según el clima y también si los familiares, por alguna razón, necesitan que el cuerpo se preserve por más tiempo. “Eso pasa mucho cuando los hijos viven en otras ciudades o fuera del país”.

Luego comienza a trabajar en la caja torácica. Hay que sacar toda la materia fecal y la orina. Para eso se usa un químico más fuerte. Con la ayuda de un hidro aspirador se succiona la mayor cantidad de líquidos de los pulmones, estómago y vejiga. Son 500 mililitros de químico en esas cavidades. Así se matan todas las bacterias. El paso siguiente es suturar todas las incisiones que se hicieron y los orificios de nariz, boca, ano y vejiga.

Juan Evangelista mueve los cuerpos con firmeza, lo mismo que todo su equipo, les unta una especie de gel que ayuda a la preservación. Eso les permite que el finado esté en buen estado unos dos o tres días más. Hay que considerar múltiples imprevistos. Luego el cadáver se recubre con una sábana de polipropileno para evitar que se manche la piel.

El cuerpo queda pulcro. Listo para empezar el maquillaje. Las trenzas para la abuela, la corona para la joven, las colitas para la niña. Los deseos de las familias son órdenes, no sin antes hacer cepillado y secado. Lo único que no se reciben son joyas, pues “es mejor evitar problemas”, dice Juan, quien da siempre esa orden perentoria.

El rostro del difunto se maquilla tratando de respetar sus gustos, sin exageraciones. El labial, el rubor, el color de las cejas, todo debidamente acordado con la familia. Ellos también deciden si se les hace manicura.

Siempre hay retos en el laboratorio de Juan. Uno de esos es cuando llegan, por ejemplo, víctimas de accidentes de tránsito o de cánceres fulminantes que dejan parte de los cuerpos destrozados. “Una vez vi que reconstruían el rostro de una persona en un programa de televisión, y entonces, con todo el equipo, no le medimos y empezamos a hacer reconstrucciones”. No es cosa menor, es la posibilidad de que una familia despida a su ser querido sin tener que verlo desfigurado. Además, no hay nada más degradante que entregar o recibir un cuerpo en una bolsa.

El último paso es disponer el cuerpo en el cofre. No falta la familia que pide meter una botella de whisky, una cerveza, un tabaco o un muñeco en el caso de los niños.

Con ese mismo misticismo Juan Evangelista preservó el cuerpo de su padrastro a quien amo como propio y el de su madre. Ambos días estuvieron bañados en lágrimas, pero no permitió que otro lo hiciera a pesar de que habían conseguido otros tanatólogos pensando en que él se iba a negar. “Dolió mucho, pero fue lindo el acompañamiento de los muchachos”.

Hoy Juan Evangelista no solo sigue en el laboratorio, sino que dos de sus tres hijos decidieron seguir sus pasos. “Ellos hicieron curso de tanatopraxia y mi hija, por ejemplo, ahora trabaja en el alistamiento de los cuerpos de los animales que ahora son parte de muchas familias”. Eso sí, tienen muy claro que en el laboratorio son sus empleados y se miden con el mismo racero que cualquier otro trabajador.

Durante todos estos años Juan Evangelista ha sentido el cariño de la gente porque les atiende con cariño y cumple, en la medida de lo posible, sus deseos. “A las personas hay que darles un poquito de consuelo en esos momentos tan tristes”.

Pese a toda esta historia, este hombre no quiere que lo preserven, ni siquiera que lo velen. “Quiero salir de una camilla directo para el crematorio. Para mí la muerte significa un descanso de todo lo que uno ha luchado, de todo lo que uno ha sufrido”.

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