“Los niños terribles de Buchenwald”: los pequeños convertidos en espectros que sobrevivieron al campo nazi

“Los niños terribles de Buchenwald”: los pequeños convertidos en espectros que sobrevivieron al campo nazi

23 de abril de 1945: La visita de parlamentarios británicos, un periodista y soldados al campo de exterminio de Buchenwald. Frente a ellos se apilan cadáveres desnudos de víctimas de los nazis (Hulton Archive/Getty Images)

 

Son los olvidados. Son los ignorados, los anónimos, los desconocidos. En el sueño de la vida, la barbarie nazi los sumergió en el sueño de la muerte. Muchos murieron baleados junto a sus familias en las gigantescas matanzas desatadas por los Einsatzgrupppen, los grupos móviles de SS y policías encargados de liquidar a la población judía de los países ocupados por las tropas de Adolf Hitler. La mayor parte de los chicos asesinados por los nazis, murieron gaseados en las cámaras de aquella industria de la muerte que fue Auschwitz-Birkenau. El resto murió en cualquiera de los otros miles de campos de concentración por el hambre, la sed o el frío; o los mataron las pestes que asolaban aquellos morideros nazis; o fueron víctimas de supuestos “experimentos médicos” destinados, también es un supuesto, a aliviar la salud de las tropas destinados al frente de batalla.

Por infobae.com





De los seis millones de seres humanos que mataron los nazis, un millón y medio eran niños, un millón de ellos judíos, todos en edades comprendidas entre el nacimiento y los trece años.

En Auschwitz, en la gran plaza que se alzaba inmediatamente detrás de los andenes adonde llegaban los trenes cargados de deportados, un SS seleccionaba con un gesto quiénes pasaban a integrar una larga fila a su izquierda y otra larga fila a su derecha. A la izquierda iban a parar quienes estuvieran en condiciones de trabajar. A la derecha iban los ancianos y todos los mayores de cincuenta años, las embarazadas, los enfermos o impedidos y los chicos de hasta trece años, muchos de ellos junto a sus madres. Todos eran enviados de inmediato a las cámaras de gas.

De todos los chicos apresados por los nazis, sin voz, sin identidad, sin memoria, apenas un soplo de vida en medio del horror, sobrevivieron muy pocos: o bien los ocultaron, los camuflaron, los cuidaron los propios prisioneros, o bien los nazis los creyeron capacitados para trabajar y los usaron como esclavos. En uno de esos campos, el de Buchenwald, salvaron sus vidas cerca de mil chicos. Un caso excepcional. Esta es una historia de chicos sobrevivientes.

Cuando las fuerzas aliadas, el ejército de Estados Unidos, liberó el campo de Buchenwald, el 11 de abril de 1945, hace setenta y nueve años diecinueve días antes del suicidio de Hitler, hallaron en su interior montañas de cadáveres desnudos de judíos asesinados y más de veinte mil prisioneros, desfallecientes por el hambre, carcomidos por la peste, las pieles grises y los ojos sin expresión, que no habían podido ser evacuados por los nazis con el resto de los prisioneros, en un intento de los alemanes, vano desde el inicio, por borrar las huellas del espanto. Entre ellos había novecientos cinco chicos, según la cifra oficial, aunque pudieron ser más.

Todos tuvieron un destino singular: el primero, nadie supo qué muy bien qué hacer con ellos. El segundo: no tenían donde alojarlos, de modo que los enviaron, ya libres, a los barracones donde habían pasado su cautiverio, el Barracón 66. El tercero de los destinos singulares: cuando decidieron enviar a los chicos, ya libres, a Francia, los americanos no hallaron ropa que reemplazara sus harapos, así que los vistieron con los uniformes de las juventudes hitlerianas, de los que había abundancia. Cuando el tren que los llevaba a la libertad definitiva pasaba por las estaciones francesas, los vagones de los chicos eran apedreados porque la gente pensaba que allí viajaban jóvenes nazis y no ex prisioneros de los campos de la muerte. De modo que esos vagones lucieron luego una leyenda simbólica, cargada de dramatismo “Huérfanos de Buchenwald”.

Ese día, mientras en Berlín se encendía la antorcha que dejaba inaugurados los Juegos Olímpicos, no muy lejos de la capital las SS desmontaban un gigantesco pinar en la colina de Ettersberg, cerca de la ciudad de Weimar, cuarenta kilómetros al norte de la olímpica Berlín, para levantar un nuevo campo de concentración que iba a llamarse Campo de Concentración Ettersberg, nombre este último al que se opuso la Asociación Cultural Nacionalsocialista de Weimar. El nombre de otra ciudad vecina, Hottelstedt, también se descartó. En el fondo yacía una cuestión económica: de llamarse así y depender de alguna de esas dos ciudades, los SS deberían haber recibido un sueldo menor, que se fijaba por la importancia del municipio en el que trabajaran. Por si no queda claro: vamos a asesinar a millones de personas, pero el salario es el salario. Fue Heinrich Himmler, jefe de las SS quien impuso el nombre de Buchenwald, que pertenecía al municipio de Weimar, una ciudad más importante que Ettersberg y que Hottelstedt, por lo que el sueldo de los SS quedó intacto.

Buchenwald fue uno de los primeros y más grandes campos del Tercer Reich en territorio alemán; funcionó desde 1937 hasta 1945. Pasaron por él cerca de doscientas cincuenta mil personas, murieron cerca de sesenta mil, once mil de ellas judíos. Desde su origen, fue destinado a prisioneros políticos, homosexuales, testigos de Jehová y gitanos. Se amplió a los judíos alemanes en noviembre de 1938, después de la “Noche de los Cristales Rotos”: de pronto llegaron a Buchenwald los primeros diez mil judíos alemanes.

El campo no tenía cámaras de gas, pero se mataba de muchas formas diferentes. Las ejecuciones masivas crecieron a partir de 1940, cuando el Estado, Hitler, las ordenaba. Pero las SS se sintieron con derecho a ejecutar a los prisioneros según su propio criterio. Las matanzas eran cotidianas y polacos y judíos las víctimas diarias. Muchos prisioneros eran encerrados en pequeñas jaulas de tablones y alambres de púas, adonde los dejaban morir de hambre. El resto, obligados a trabajar en las canteras o en la fábrica de municiones del campo, quedaban expuestos a temperaturas bajo cero en enormes barracas de madera o en tiendas de campaña. Muchos imploraban a las SS, y les era concedido, que los mataran de un balazo.

El campo tuvo dos jefes. Uno, Karl Koch, entrenaba a perros ovejeros alemanes para lanzarlos contra los presos para que murieran destrozados. Su mujer, Ilse Koch, fue una de las torturadoras más sádicas del campo, especialista en diseñar cubiertas de libros y pantallas de lámparas con piel humana: prefería las tatuadas. Fue juzgada, condenada a prisión perpetua, gozó de una rebaja de la condena a sólo cuatro años, liberada y de nuevo juzgada. En 1951 volvieron a condenarla a perpetua. Se ahorcó con las sábanas de su celda, el 1 de septiembre de 1967.

El comandante Koch también lanzaba sus perros contra los prisioneros que se intentaban negarse a participar de “experimentos médicos”. Los presos de Buchenwald sabían que, detrás de ese eufemismo, acechaba una muerte segura. Los nazis intentaban hallar una vacuna contra la hepatitis y otra contra el tifus. Y la búsqueda se centró en Buchenwald. Allí se llevaron adelante al menos veinticuatro ensayos en un laboratorio permanente a cargo de médicos incompetentes del Instituto de Higiene de las Waffen-SS. Durante el verano de 1943, en uno de esos ensayos para probar dos fármacos desarrollados por la química Hoechst, murieron veintiuno de los treinta y nueve prisioneros sometidos a la prueba. El resto sufrió fiebres elevadas, hinchazón en la cara y ojos, temblores y delirios.

Para aumentar la resistencia de los soldados en el frente, se sometió a los prisioneros a experimentos con estimulantes, cocaína entre ellos. Otros fueron infectados con tifus y con el bacilo de la tuberculosis en la búsqueda de antídotos o vacunas. La mayor parte de quienes fueron sometidos a esas pruebas, murió. Como todos vivían hacinados en espacios pequeños, algunas de las enfermedades inoculadas como prueba se extendieron, veloces, y desataron epidemias que no podían ser tratadas ni por los médicos ni por las autoridades del campo. “En estos días, los judíos caen como moscas”, escribió un SS en su diario. Buchenwald fue un real laboratorio de pruebas de la industria farmacéutica alemana, en el que los conejos de indias fueron seres humanos.

En ese infierno crecieron los chicos de Buchenwald, convertidos en expertos en lidiar con la muerte antes de saber qué era la vida. Uno de esos chicos sobrevivientes escribió un día, ya libre y sobre su experiencia en un instituto francés de acogida y rehabilitación: “Creen que pueden educarnos y, sin embargo, el más joven de los nuestros sabe más que el mayor de los suyos sobre cómo funciona el mundo, la futilidad de la vida y el brutal triunfo de la muerte”.

El 6 de abril de 1945, cuando la guerra llegaba a su fin y la derrota de Alemania era inevitable, los nazis de Buchenwald dieron la orden de evacuar gran parte del campo. Los prisioneros judíos fueron obligados a caminar en las conocidas “marchas dela muerte”, hacia un nuevo destino, otro campo. Cuatro días después, los americanos liberaron Buchenwald, cuando ya había estallado un motín y los SS habían sido apresados por los famélicos cautivos.

Nada impresionó tanto a los estadounidenses, como la aparición de aquellos espectros, infantes, adolescentes, esqueléticos, muchos no llegaban a pesar treinta kilos. Eran parte de los mil chicos sobrevivientes, junto a otros veintiún mil seres humanos. Uno de los encargados de recoger información, se topó con un chico de catorce años a quien le preguntó cuál era su nombre. Y el chico contestó:

-117098.

Lo había olvidado todo. Era polaco, tenía nueve años cuando Hitler invadió Polonia, su nombre olvidado era Romek Waisman. Con el tiempo, se nacionalizó canadiense y fue Robert Waisman; hoy tiene 92 años y escribió un libro sobre sus vivencias, “El chico de Buchenwald”, muy tarde en su vida y porque lo empujó a ello un profesor de la ciudad de Alberta que negaba el Holocausto.

Waisman había trabajado como esclavo en una fábrica de municiones alemanas instaladas en Polonia; había visto cómo los alemanes se llevaban a la muerte a sus dos hermanos y a su padre; lo cuidó su hermano Abraham, que seguía unos rigurosos procedimientos logísticos para salvarlo: “Me pellizcaba las mejillas para que se pusieran coloradas y yo aparentara mejor salud; me metía plantillas en los zapatos para hacerme parecer más alto y de mayor edad. Pero los alemanes ejecutaron a Abraham antes de que nos mandaran a Buchenwald.”

Cuando llegó al campo de concentración, en febrero de 1945, descubrió que había decenas de chicos como él, muchos enfermos y hambrientos. Los alemanes en huida habían delegado algunas tareas administrativas en los cautivos y Waisman fue registrado por unos prisioneros comunistas que donde decían “judío” colocaron “preso político”, aumentaron la edad para evitar una muerte anticipada y en algunos casos modificaron sus nombres. “Eso fue lo que nos salvó”, admitió Waisman años más tarde.

Él y su amigo Abe fueron destinados al “Bloque 8? del campo, el de los presos políticos. Les dieron trabajo en la cocina y los pusieron a pelar cientos de kilos de papas que era el único alimento sólido disponible. Los dos chicos lograban robarse algunas y llevarlas al barracón. Habían encontrado un método para cocinarlas: desenroscaban las mortecinas lámparas del techo y enchufaban las papas en los cables de luz.

En dos meses, eran libres. Encontraron un protector, Jakow Goftman, artista del Circo de Moscú, que los cuidó, les consiguió alguna ración extra de comida y les administró con paciencia y sabiduría los alimentos que les entregaban los americanos salvadores: muchos sobrevivientes del horror, murieron en los días que siguieron a la liberación por comer demasiado. Goftman los obligó a bañarse en el agua helada del invierno implacable y a lavarse la ropa: tenían que esperar desnudos hasta que se secara.

Eludieron en parte los males que cayeron sobre los mil chicos sobrevivientes: enfermaron de varicela, sarampión o tifus y fueron tratados por los médicos estadounidenses. Waisman y su amigo Abe debieron esperar tres meses para dejar, por fin, Buchenwald. Fueron a Weimar a robar lo que podían: “La guerra no había terminado con nosotros. Éramos sobrevivientes, estábamos acostumbrados a pelear para seguir vivos, desconfiábamos de todos, recelábamos de todo. Éramos también chicos conflictivos que seguíamos viviendo en el barracón donde habíamos estado cautivos y vestíamos los mismos harapos”.

Lo cierto es que los americanos no sabían qué hacer con ellos. Les encontraron un destino en Francia y en una organización que ayudaba a los chicos judíos: OSE (Oeuvre aux Secours des Enfants). Ellos se harían cargo de los díscolos sobrevivientes de Buchenwald. De manera que los aliados vistieron con trajes de las Juventudes Hitlerianas a cuatrocientos veinticinco chicos de Buchenwald, los metieron en un tren y los enviaron a Ecouis, una región de la Alta Normandía, fueron confundidos por jóvenes nazis, sus vagones apedreados hasta que alguien pintó un cartel en el tren que decía “Huérfanos de Buchenwald”. En Ecouis pasaron una cuarentena más cómoda que los días en el campo liberado. “Vinieron psiquiatras a entrevistarnos y nos dijeron que ninguno de nosotros pasaría los cuarenta años, por todo lo que habíamos vivido. Así nació la leyenda de ‘Los niños terribles de Buchenwald’. Gran parte de la prensa opinó que, si habíamos sobrevivido, era porque debíamos ser malvados, agresivos, manipuladores, un poco infames, pendencieros y belicosos”.

Cuando la presentación de su libro de su libro, Waisman reveló: “Hubo muchos supervivientes, niños incluidos, que se preguntaron por qué habían quedado vivos. Nosotros, los chicos, éramos casi animalitos; ni siquiera sabíamos comer en condiciones, usábamos las manos; no sabíamos bañarnos, muchos no sabían para qué vivían y perdieron las ganas de vivir. Algunos murieron en Buchenwald después de la liberación, por pura desesperación. Creo que sanamos gracias al amor de aquel equipo y a las personas que aparecieron en mi vida en Francia, al leve empujón con el que nos devolvieron a la humanidad y con el que nos enseñaron no a olvidar el pasado, sino a vivir cada día arrastrando el duelo y las pesadillas”.

La OSE logró hallar en Palestina a las familias de ciento setenta y tres chicos de Buchenwald. Los huérfanos mayores fueron a parar a albergues para estudiantes en París y encararon una nueva vida. Waisman, que despidió con dolor a su amigo Abe que emigró a New York, encontró un protector en París: Manfred Reingwitz, que había perdido a toda su familia en Auschwitz y se convirtió en su tutor. Lo empujó a estudiar, le enseñó de nuevo a leer en revistas francesas de historietas y lo convenció de que debía seguir adelante: el mundo del chico Waisman era ahora es puro vértigo.

En Francia descubrió que su única hermana viva, Leah, estaba en un centro de la Cruz Roja en Alemania. Y se largó a buscarla en tren. “Alemania estaba en silencio. No había gritos, ni órdenes, ni ladridos de perros. En el tren nos daban comida gratis a los chicos judíos que buscaban a sus familias”. Encontró a su hermana, que le reveló que su madre había muerto gaseada en Treblinka. “Entonces tuve la certeza de que mi vida anterior jamás regresaría. Creo que fue una bendición que muchos niños no supiéramos lo que pasaba porque, de haberlo sabido, nos habríamos preguntado si tenía sentido seguir vivos”.

Leah Waisman se marcha con su novio a Palestina. Robert encuentra en París a una tía, hermana del padre y a una familia, la de Jane Brandt, que lo quiere adoptar. Pero Robert tiene una decisión tomada: no tendrá otra familia. Decide emigrar. No importa adónde, donde lo acepten. Lo aceptan en Canadá, donde lo recibe una familia judía, los Goresh, que hablan con él en yiddish hasta que se familiarice con el inglés. Tiene diecisiete años. Es en Canadá donde rearma su vida, se casa, tiene dos hijos, trabaja en una fábrica de sombreros, prospera, se dedica a la hostelería, logra que, desde Palestina, su hermana Leah emigre a Canadá con su familia. Se aferra a su nueva vida. Y calla. No dice una palabra de su vida anterior, cree que para siempre.

Hasta que en 1984, Waisman se entera de que un prestigioso profesor de la ciudad de Alberta niega el Holocausto. Y su vida vuelve a cambiar. Se ofrece a dar charlas en colegios e instituciones, da conferencias y decide escribir su historia. Recuerda también un compromiso olvidado: “En el campo siempre nos decíamos que, quienquiera que volviera a ser libre, debía compartir las historias de lo que había ocurrido allí”, confiesa a la agencia EFE. “No podemos olvidar, y no solo el Holocausto, sino todos los genocidios. Debemos recordar que el odio forma todo un espectro, y en uno de los extremos están los genocidios. Así que debemos comprender hasta dónde nos puede llevar el odio como seres humanos, qué somos capaces de hacerles a los demás, para poder evitarlo”.

“Los chicos terribles de Buchenwald” siguieron adelante como pudieron; algunos sucumbieron a los dramas físicos y mentales de aquellos años de hambre, encierro y diálogo constante con la muerte. Otros, en cambio, rehicieron sus vidas, fueron capaces de construir historias extraordinarias y exitosas como profesionales, como líderes espirituales o como padres. Waisman, aquel Romek polaco que fue Robert en Canadá, decidió contar la historia de todos ellos en una sola.

El día que se publicó ese libro, Romek dejó de ser, por fin, 117098.