La coronación de Isabel II, la ceremonia más fastuosa de la historia que la reina vivió como algo horrible e inolvidable

La coronación de Isabel II, la ceremonia más fastuosa de la historia que la reina vivió como algo horrible e inolvidable

“Señores: aquí os presento a la reina Isabel, incontestable soberana vuestra, a quien todos habéis venido este día a rendir homenaje y jurar obediencia. ¿Están todos dispuestos a hacerlo?”, clamó el arzobispo de Canterbury. Los británicos presentes contestaron: “¡Dios salve a la Reina!” (Keystone Press Agency/Keystone USA via ZUMAPRESS.com)

 

A mediados del siglo pasado, muchos británicos pensaron que si la muerte del rey Jorge era una crisis, en la coronación de su hija se percibía una oportunidad. La ceremonia era un buen modo de mostrar el resurgir de las cenizas del Reino Unido luego de atravesar las llamas y las bombas de la Segunda Guerra Mundial. Ante los ojos del mundo, Isabel se convertiría en la sexta reina coronada en la Abadía de Westminster; la primera había sido la reina María I, coronada en 1553. Para los británicos ese 2 de junio de 1953 fue un día histórico, pero Isabel siempre lo recordó como una jornada horrible y llena de momentos tan fastuosos como incómodos.

Por infobae.com





El día comenzó con el desfile desde el Palacio de Buckingham hacia la Abadía de Westminster, sitio que desde el año 1066 es el elegido para coronar a los reyes británicos. Pese a la lluvia torrencial, desde temprano cerca de tres millones de personas se volcaron a las calles para ver pasar a la futura reina. Créase o no, cuando el desfile comenzó, la lluvia cesó. Una banda militar encabezó la marcha, lo seguían grupos de las fuerzas armadas, los jefes de estado, los miembros de la realeza invitados y por último la futura monarca en la Carroza Oficial de Oro.

La gente miraba extasiada el paso de ese carromato imponente construido en 1762, tirado por ocho caballos castrados grises: Cunningham, Tovey, Noah, Tedder, Eisenhower, Snow White, Tipperary y McCreery; con su interior de terciopelo y raso y su exterior, laminado con hojas de oro. Pero si bien la carroza era impresionante no dejaba de ser un carromato de 300 años sin amortiguadores, aire acondicionado y sobre todo mullidas butacas. Isabel debe haber recordado que su padre contaba que su viaje a la coronación había sido “uno de los paseos más incómodos que tuve en mi vida”. Muchos años después ella reconocería que los asientos “solo estaban hechos de cuero, no eran muy cómodos”.

Al llegar a la Abadía, Isabel entró majestuosa pero sola; por rango y por protocolo “ninguna mano le ofrece su apoyo”. Ocho mil doscientos cincuenta y un invitados la esperaban: la capacidad del lugar era de dos mil y tuvieron que apretujarse. Un gran problema fueron los baños y se instalaron retretes portátiles en los patios de la Westminster forrados con terciopelo azul. Para poder acondicionar todo, el templo había permanecido cerrado durante varias semanas.

Entre los invitados estaba el príncipe Carlos, el primer niño en presenciar la coronación de su madre como soberana. A la princesa Ana no se le permitió asistir por considerarla demasiado joven.

Isabel lució un impactante vestido de seda blanco que llevaba bordados en hilos de oro y plata, perlas, lentejuelas y pequeños cristales, los emblemas florales de las distintas naciones de la Commonwealth. Sir Norman Hartnell, el creador del “atuendo joya”, incluyó en la falda un trébol de cuatro hojas, símbolo de la buena suerte. Lo colocó estratégicamente para que la mano de la reina se posara sobre él durante la ceremonia. Antes del diseño definitivo, Hartnell le entregó nueve propuestas a Isabel. Ella aceptó ocho y solo pidió que los bordados tuvieran más colores y no únicamente plateado. El diseño final tenía perlas cultivadas y diamantes rosas. El vestido resultó tan imponente que Isabel lo volvería a usar en su gira de presentación por la Commonwealth. Según contó su dama de compañía por aquel entonces, lady Pamela Hicks, el atuendo contaba con camarote propio en el barco real.

No menos impactante fue el Manto del Estado, una capa de terciopelo de cinco metros de largo y donde se visualizaban espigas de trigo y ramas de olivo, símbolos de la prosperidad y la paz, bordados con 18 tipos diferentes de hilo de oro. Doce bordadoras trabajaron 3.500 horas para confeccionarla. Por su peso, seis damas de honor la ayudaron a llevarla. Tanto el vestido como el manto eran majestuosos pero tortuosos. La rigidez y el peso los convertían en una prisión de tela para caminar o desplazarse. “En un momento estaba yendo hacia la alfombra y casi no podía moverme”, reconocería Isabel.

Aunque casi no se veían, los zapatos estaban confeccionados en piel dorada con la flor de lis en el empeine y la Corona Imperial del Estado. El tacón estaba cuajado de rubíes.

La ceremonia fue presidida por el arzobispo de Canterbury, como lo hicieron sus antecesores desde el año 1066. Comenzó con el anuncio que Isabel II era la nueva reina de Inglaterra, luego ella prestó juramento y por último, se realizó la unción. Cuando la reina recibió los óleos sagrados, un manto tapó las imágenes porque se consideraba que era un momento de conexión de la monarca directamente con Dios.

Luego llegó la coronación. El arzobispo colocó sobre la cabeza de Isabel la corona de St Edward. Como una alegoría de lo que vendría, la joya era maravillosa para mirar pero no para llevar. Realizada en 1661, de oro puro, mide 31, 5 centímetros y pesa más de dos kilos. Está compuesta por 2.868 diamantes, 17 zafiros, 11 esmeraldas, 269 perlas y cuatro rubíes. Aunque se la modificó para que luciera más pequeña y femenina, Isabel no podía mirar hacia abajo sin romperse el cuello por el peso de semejante joya. Desde ese día aprendió que con ese tipo de corona debe memorizar los discursos que pronuncia. Si se agachara para leer, el peso le rompería el cuello.

Después de la corona le entregaron el orbe, también hecho en 1661, una esfera de oro hueca con una banda cubierta de diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas que simboliza el rol del monarca como defensor de la fe. En su dedo le colocaron el “anillo de bodas de Inglaterra”. Una vieja tradición asegura que cuanto más duela ese anillo puesto, más largo será el reinado. Por lo que duró su reinado ese anillo debe haber dolido muchísimo.

Para finalizar le entregaron el cetro que representa el poder como monarca y que contiene el diamante tallado más grande del mundo, la Estrella de África. Ya con todos sus atributos escuchó: “Señores: aquí os presento a la reina Isabel, incontestable soberana vuestra, a quien todos habéis venido este día a rendir homenaje y jurar obediencia. ¿Están todos dispuestos a hacerlo?”, clamó el arzobispo de Canterbury. A lo que los británicos presentes contestaron: “¡Dios salve a la Reina!”.

La ceremonia duró cuatro horas. Para poder soportarla sin deshidratarse algunos de los asistentes escondieron bebidas en sus sombreros. Al terminar, empezó la procesión de regreso al Palacio de Buckingham: casi tres mil personas formaban la comitiva, que en total se extendía por más de tres kilómetros y tardaba 45 minutos en pasar. Al llegar al Palacio y ahora sí acompañada por su familia, Isabel saludó desde el balcón a la gente que la aclamaba.

Entró al palacio donde participó del “Banquete de la coronación”. Se sirvió un plato de pollo con arroz al curry que se llamó “pollo de la coronación”. Pocos comparados con los festejos de coronación medievales, acontecimientos multitudinarios donde se llegaban a servir hasta cinco mil platos. En esas ocasiones se preparaban viandas exóticas, a menudo esculpidas en formas fantásticas, servidas en platos, cálices y copas de vino macizo. Cuando todo terminaba, a la gente común se le permitía comer las sobras.

A las cinco de la tarde y luego de varios cambios de horario por mal tiempo, 150 aviones militares sobrevolaron Buckingham para saludar a la entonces joven soberana. A medianoche y por última vez, Isabel volvió a asomarse al balcón para saludar a la multitud.

Aunque la ceremonia cumplía con tradiciones de siglos, Felipe de Edimburgo incorporó un elemento que en ese momento era revolucionario: la televisión. La venta de televisores se duplicó: 27 millones de personas en el Reino Unido (de los 36 millones de habitantes) vieron la ceremonia por televisión y 11 millones la escucharon por radio. Además dos mil periodistas que hablaban 39 lenguas distintas y 500 fotógrafos de 92 naciones cubrieron la ruta de la coronación. Entre los periodistas extranjeros estaba una tal Jacqueline Bouvier, más tarde, Jackie Kennedy.

La coronación fue histórica y exitosa aunque Isabel siempre la recordó como “algo horrible”. La de Carlos también despierta el entusiasmo de los británicos. Quizá porque como explicó en The Guardian la analista e historiadora Polly Toynbee. “todavía estamos hipnotizados por toda esta fantasmagoría de la realeza que estimula un autoengaño nacional respecto a nuestro verdadero poder global. Todas estas grandiosas ceremonias reales sostienen una ilusión en la mitad de la población de que nuevamente gobernaremos los mares y el mundo”. Algo que si bien puede volver a ocurrir hoy parece muy lejano.