José Daniel Montenegro Vidal: Jesús de Nazareth ¿El Cristo socialista?

José Daniel Montenegro Vidal: Jesús de Nazareth ¿El Cristo socialista?

En el colectivismo, se acentúa el concepto de lo colectivo, justamente lo opuesto a lo individual. Lo que realmente trasciende es la sumatoria de individuos, el conjunto, el grupo, el total y en ningún sentido la esencia primaria de cada una de las partes de esa suma. El pensador que resalta la necesidad de lo colectivo, es en la expresión filosófico- política habitual, socialista.

   La agrupación voluntaria de individuos en sociedad podría decirse que es una tendencia natural y, como voluntaria es la agrupación, voluntaria es también la decisión de cooperar entre sí para que cada uno de los cooperantes logre sus metas y anhelos particulares dentro de los límites de su libertad y sin que sus propios intereses sean necesariamente contraproducentes o nocivos para los intereses y la libertad de cada uno de sus semejantes, que valga decir, son y deberían ser sus homólogos en derechos y no sus adversarios en privilegios.

   Ahora, el pensador socialista, incluso el pensador socialista bienintencionado (que suele ser una rareza digna de ser exhibida en el Museo Británico o en la colección de cosas extrañas de Ripley) usa el concepto de “pueblo” que no es otra cosa más que un eufemismo cargado de una muy fuerte carga emotiva, de una gloriosa dosis romántica que denuncia los padecimientos y calamidades sociales de amplios sectores de desposeídos y excluidos, que por alguna “revolución” serán vengados de la malignidad de algún enemigo por lo general también eufemístico e invisible.





   A la cabeza de tan noble, desprendido y sacrificado acto de amor, se ubica a un líder totalitario muy visible, una especie de director de orquesta pero compuesta solo por violines, o solo por trompetas pero de cualquier manera sin variedad de instrumentos, un Don Quijote comunista, un Garibaldi antiyankee, un Robin Hood marxista leninista que encarnará en sí mismo la voluntad general, un sumo sacerdote revolucionario, fiel interprete de las señales divinas que a él y solo a él, le enviará la providencia, para devolver “a su pueblo”, inocentes gentes, llenas de bondad y sufrimiento, carentes de raciocinio y llenos de desesperanza, la dignidad y el orgullo patrio. Es así como llegamos a la peligrosa ecuación “el poder reside en el pueblo, pero el pueblo soy yo” (por lo tanto, el poder es mío), “Chávez corazón del pueblo”, vengador de los desposeídos de la Tierra.

   Una vez abonado el terreno sentimental, donde la razón hace rato que ha dejado de existir, surge la apoteosis del líder mesiánico: cierra sus ojos, se hace silencio mientras él se eleva hasta los cielos de la consciencia y regresa hacia nosotros con una “verdad revelada” y nos informa ante el asombro y frenesí general que “Jesucristo era socialista”. Habría que afirmar entonces que al más puro estilo de la atleta Yulimar Rojas, este supuesto “Cristo socialista” decidió de manera olímpica hacer un gran salto triple y pasarse por alto algunos mandamientos como “No robarás” “No matarás” “No codiciarás nada de tu prójimo” y como regalo extra, violar maravillosamente el precepto fundamental cristiano del Libre albedrio.

   Al líder supremo, único interprete de los sentimientos nacionales y de la voluntad general, hay que aplaudirle, sino que perdonarle o justificarle sus abusos, atropellos, desmanes, groserías, mentiras, desvaríos poque después de todo carga sobre sus espaldas la responsabilidad de un semi dios: devolvernos la plenitud de la existencia, la sociedad perfecta, gozosa de paz, igualdad, abundancia, libertad, seguridad. En la guerra todo se vale, especialmente si el enemigo es el Imperio yankee.

   La sociedad totalitaria no es en forma alguna, una comunidad de hombres libres. Allí hay un intento de comunidad porque ése es el sentido al decir: “lo colectivo es lo que vale”. Reivindica la comunidad, pero falta nada más y nada menos que la libertad. No es una sociedad libre, sino que es la sociedad en que precisamente se ha degradado la comunidad para convertirse en una sociedad dictatorial, en una sociedad en que unos pocos, otra vez, son los que poseen el poder a través del mecanismo llamado Estado y, donde se establece una especie de ley no escrita pero tácita, sobre la cual se sobre entiende, los individuos no nos hemos juntado en sociedad para ver acrecentada la felicidad particular de cada uno, sino para subordinar la felicidad de cada a uno a una ideología dominante, bien sea mediante la fuerza bruta de un sector sobre la mayoría o mediante la mayoría numérica para aplastar a la minoría divergente, pero de cualquier manera siempre al margen de la fuerza de la razón.

     La razón nos dice que todos hemos nacido iguales por naturaleza, es decir, con idénticos derechos respecto de la propia persona y, por consiguiente, también con idénticos derechos en lo referente a su preservación. Lo que llamamos propiedad, establece, con toda certeza, que ningún hombre puede tener derecho a la persona y la propiedad de otro y, por ende, tales derechos solo pueden ser cedidos de forma voluntaria en los casos que aplique; ahora bien, si todos los hombres tienen derecho a su persona y su propiedad, tienen también derecho a defenderlas.

   Cuando afirmamos que alguien tiene “derecho” afirmamos implícitamente que sería inmoral que cualquier otro, de manera individualizada o grupal tratase de impedirle ese ejercicio, bien sea por medio de la violencia, la coacción estatal o cualquier otro método para tal fin, sin que eso signifique que estemos asegurando que todos los usos que el ser humano hace de la propiedad dentro de sus límites, sea necesariamente un uso moral. Aquí estriba una de las confusiones más dañinas hacía la vida en sociedad, porque el modo moral o inmoral del ejercicio de los derechos es un asunto de ética personal y no de filosofía política. Si cada hombre tiene el derecho de defender, aun por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen el derecho de agruparse, de entenderse, de organizar una fuerza común para encargarse regularmente de aquella defensa.

    El derecho colectivo tiene pues su razón de ser en el derecho individual, por lo que las leyes que preserven el orden social no pueden tener otra finalidad que la misma que corresponde a cada individuo si se le observa de forma aislada, entrando de esta manera en el espectro del “Derecho natural” y su triada fundamental: Vida, libertad y propiedad. Aunque la teoría de la ley natural ha sido con frecuencia erróneamente utilizada en defensa del status quo político, sus implicaciones trascendentales fueron brillantemente comprendidas por el gran historiador y liberal católico Lord Acton. Acton quien advirtió con suma claridad que el profundo fallo de la antigua concepción griega de la filosofía política de la ley natural, consistió en identificar la política con la moral y en considerar, por tanto, al Estado como agente supremo de la moral social.

   Desde Platón y Aristóteles, se viene fundamentando la proclamada supremacía del Estado en la tesis de que la moralidad no se distingue de la religión, ni la política de la moral; y que en religión, moralidad y política hay un solo legislador y una única autoridad, y así, para Acton, lo individual, equipado con la moral de la ley natural, configura una sólida posición desde la que criticar los regímenes y las instituciones existentes, para situarlas bajo la luz cruda y dura de la razón.

   La historia nos demuestra una y otra vez que es una mala puerta para salir de la pobreza aquella por donde se entra en la infamia, es decir, aquella mediante la cual se institucionaliza la violencia, el robo y la violación de los derechos naturales en nombre del “bien común” pasando por alto que nada es más común a los seres humanos que el derecho a la vida, el ejercicio de la libertad (entendiendo que la libertad de cada uno tiene como límite la propia libertad de nuestros semejantes) y el derecho a la propiedad. Bajo el nombre de “justicia social” se nos ha dicho que todos los ciudadanos (sin excepción) somos capaces de gobernar el país para, acto seguido, establecer que somos incapaces de gobernarnos a nosotros mismos, lo cual es una evidente contradicción incluso ante la mirada de los intelectualmente menos aventajados.

   ¿Hacia dónde nos conducirá la falacia de la supremacía estatal, donde “el Estado” es un personaje omnipotente y omnisciente, ¿poseedor de una fortuna inagotable e independiente de la nuestra? A eso que llaman “pueblo” y yo prefiero llamar “ciudadanos” ,se le ha “inoculado” hasta el cansancio la idea de que si hasta ahora han llevado la carga más pesada de la vida en sociedad, “el Estado” tiene los medios para lograr, si se les da más poder  a los funcionarios que en su nombre obran y se aumenta considerablemente su tamaño, el peso terminará cayendo ahora en los “malvados ricos”, pero Venezuela es la prueba más reciente, de entre muchas otras que residen en la historia, de que a la postre, no puede evitarse que la carga del aparato estatal todopoderoso y sin contrapeso recaiga en todos y de hecho, mucho más en los pobres ,que se suponía serían los beneficiados de “la justicia social”.

   Esta no es una presunción relativa, no se trata de una opinión sesgada llena de prejuicios, es la evidencia innegable de lo que sucede cada vez que con formas muy suaves ,sutiles e ingeniosas, adornadas con términos como “solidaridad”, “fraternidad”, “redistribución de la riqueza”, la expoliación, el robo generalizado y peor aún, legalizado, por parte de los funcionarios estatales alcanza proporciones alarmantes, por una razón muy básica: EL ESTADO NO PUEDE DAR A LOS CIUDADANOS MÁS DE LO QUE PREVIAMENTE LES HAYA QUITADO.

     Una vez que se acepta que los derechos a la vida, la libertad y la propiedad son intereses legítimos de los individuos sobre los cuales se desarrolla un sano orden social, y que a su vez, este orden social tiene como prerrequisito la razón y no la pasión, siendo la naturaleza humana entre otras cosas , volitiva y requiere que la inteligencia dirija a la voluntad, se acepta también el hecho implícito de que la libertad es la solución a los males sociales y no la coacción estatal, que rompe con la armonía tratando de imponer por la fuerza y de manera artificial, la igualdad, distorsionando hábil y convenientemente la máxima republicana “igualdad de todos ante la ley”, sustituyéndola por “igualdad de todos mediante la ley”, degenerando esta última en las distorsiones y calamidades más espantosas que puede padecer grupo social alguno, derramando en el mundo un abismo de males que algunas mentes superficiales, llenas de vacío o suprema deshonestidad intelectual, atribuyen a la libertad y a la propiedad, y ante los males sociales, confundiendo gravemente causas y consecuencias, como si un médico denunciase a la fiebre, atacara a los antibióticos como la causa y propusiese como solución, agregar más infección.

     La vida, la libertad y la propiedad no son remanentes metafísicos del derecho divino.  Los derechos individuales de la ética de la libertad son los que se corresponden con la naturaleza de los individuos y permiten su desarrollo y progreso humano. La libertad y la propiedad son equivalentes  en contraposición a los modelos que tratan de implantar (algunas veces con éxito, lamentablemente) la coacción sistemática contra la acción humana emprendedora, donde “El Estado” institucionaliza la violencia y la opresión por medio de la fuerza física o por medio de leyes ilegítimas prohibiendo acciones, relaciones pacificas, voluntarias y beneficiosas para los individuos, imponiendo acciones y relaciones no deseadas, agresivas y perjudiciales a la sociedad en cuyo nombre ha sacrificado al individuo.

   En la sociedad libre cada individuo decide y elige por sí mismo; en la sociedad colectivistas, los gobernantes (autonombrados representantes de “la sabiduría popular”) deciden por cada uno, incluso en los aspectos más íntimos y privados de la esfera del individuo, bien sea cuanto pan puedes comprar o vender o que ideas debes aceptar y cuales debes rechazar sin que en ningún caso medie la propia razón y reflexión individual. El propio Thomas Jefferson, dijo claramente las palabras de la Declaración de la Independencia en EUA algo que no es nada nuevo, simplemente son la cristalización, brillantemente escrita de los valores que han servido de cimiento para el desarrollo de la civilización occidental:

“ Afirmamos que son evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres han sido creados libres e iguales y todos han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad y, para garantizar estos derechos, han establecido los hombres gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de sus gobernados y, cuando alguna forma de gobierno del tipo que fuere, destruye estos fines, los ciudadanos tienen derecho a cambiarlo, a abolirlo”

Ing. José Daniel Montenegro Vidal 

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